jueves, 10 de marzo de 2011

El padre Cañibano





EL PADRE CAÑIBANO UN CURA DE ANTES DEL VATICANO... II



NARRADO POR QUIEN FUERA SU MONAGUILLO, HOY ESCRITOR CON UNA DOCENA DE BEST-SELLERS RELIGIOSOS A LA ESPALDA Y FELIZMENTE CASADO.

El padre Cañibano fue mi profesor de latín, allá por los años...casi ni me acuerdo. El catecismo del padre Ripalda me convirtió al catolicismo a los siete años, con ocasión de mi primera comunión. Luego fui monaguillo y finalmente terminé en el seminario diocesano donde conocí al padre Cañibano, un cura de los de antes, con sotana hasta la suela de los zapatos y discursos apocalípticos contra los tobillos de las mujeres y otros muchos temas que iré desglosando a lo largo de esta historia, siguiendo un índice muy meticuloso.

Creo, más bien estoy convencido, de haber sentido verdadera vocación religiosa, es decir deseaba llegar a ser el cura de Ars y luchar contra el demonio. Las lecturas del gran novelista francés Georges Bernanos, a los catorce años, me ratificaron en una vocación precoz y muy fogosa, todo sea dicho. Su diario de un cura rural sobre todo me abrió el cielo y vi a Jesucristo sentado a la derecha del trono del Todopoderoso. Cada hombre en su noche de Julien Green me hizo ver lo cerca que está cualquier hombre del infierno y las novelas de Graham Greene me convencieron de que el catolicismo no era una tontería para andar por casa sin tropezarse, como algunos críticos mal intencionados pensaban. Estas lecturas de grandes escritores cristianos, a quienes descubrí a través de una obra maestra de la crítica, Literatura del siglo XX y cristianismo de Charles Moeller, belga por más señas, acabarían con mi vocación religiosa y sembrarían en terreno abonado el frondoso árbol de la vocación de escritor. Cosas de la vida, inexcrutables para el ser humano. El dichoso libro, en dos tomos, lo encontré en una esquina polvorienta de la biblioteca del seminario y eso cambió mi vida para siempre.

Pero me he desviado de la cuestión puesto que aquí interesa más la historia del padre Cañibano que la de su monaguillo. El narrador era entonces un tímido adolescente, de unos doce años aproximadamente. Sí, porque fue en segundo cuando me puse a leer como un desesperado, con la sana intención de alcanzar la salvación a través de las hagiografías, no biografías, de santos, que encontrara en el desván del seminario, un día de limpieza general de telarañas y otras suciedades de mal vivir. Mucho me temo que por aquel entonces buscaba libros hasta debajo de las piedras. Pasados los años la pasión por la lectura se me ha enfriado un tanto, en realidad los libros no son mucho mejores que sus autores y éstos cada vez me decepcionan más, ahora que les conozco en persona.

Los libros estaban amontonados de cualquier manera en un desván por el que no pisaban zapatos humanos desde la edad de las cavernas. Tenían cagarrutas de ratones y ratas, de pájaros, de gatos y una capa de polvo que ni siquiera mi hacendosa mamá hubiera podido arrebatar al señor oscuro en menos de dos o tres semanas de duro trabajo. Desde entonces subía todas las semanas para proveerme de lectura religiosa. Limpiaba un par de libros con un trapo, echaba colonía en cada una de sus páginas y me ponía a leer la biografía de San Francisco Javier o San Ignacio de Loyola o Fray Escoba, con tal dedicación que estoy seguro de haberme ganado el cielo entonces. Estos años maduros los estoy dedicando a ganarme el infierno. Son los drásticos movimientos pendulares por los que pasa toda vida humana que se precie. Los hay que no mueven sus pies del tiesto en toda su vida, pero esos no merecen ni unas líneas en esta historia.

Me sorprendió encontrarme con un cura de pelo blanco, sotana con cagarrutas de pájaro y mirada pícara y un tanto penetrante, no sé si debido a la miopía que intentaba corregir con unas gafas de culo de vaso, o al interés que puso en conocer qué hacía un mierdecilla como yo sacando libros de santos del desván. Una vez enterado el padre Cañibano se quedó pensativo por motivos de los que me enteraría luego. Al entrar a la clase de latín me lo encontré sentado tras la mesa del profesor leyendo su breviario. Aquel dia aprendí el verbo ser en latín, del que aún creo acordarme. Vamos a ver...sum, es, est, sumus, estis, sunt. Si mi interesada memoria no me engaña supongo que es el presente de indicativo. Al salir me llamó. Nos quedamos solos en el aula y poniendo su mano pequeña, regordeta y de uñas sucias, sobre mi hombro, me hizo una proposición honesta que no pude rechazar.

El padre Cañibano cuidaba canarios en una habitación aledaña al desván. De ahí el que me viera salir cargado de santos y a mi vez le viera a él con cagarrutas de pájaro en la sotana. Se trataba de limpiar las jaulas de sus pájaros de cagarrutas, dar a estos sucios canores de comer y beber y cuidar de la puesta de huevos durante la época de celo. A cambio recibiría una propina que no era ni mucho menos sustanciosa, los curas hacen voto de pobreza, pero para mis vacíos bolsillos se trataba casi de algo parecido a un cocido para un mendigo. Y que se me perdone la metáfora pero a lo largo de esta historia y sobre todos de estos años de seminario las metáforas sobre el alimento cotidiano, da nobis hodie et dimite nobis dimite nostris sicut... Que me perdone algún catedrático de latín, todavía vivo, que pueda leer estas páginas, pero así es como recuerdo el pater noster. Tal vez sea latín macarrónico, pero latín, al fin y al cabo.

No me dijo más, me entregó la llave de la habitación de los pájaros y un adelanto, algo así como una peseta, pasta gansa en aquellos tiempos y regresó a la mesa del profesor donde continuó leyendo el breviario. Suerte que tuve de conocer al padre Cañibano porque luego me enteraría de que sustituyó al padre Lanuza que se había puesto enfermo. El padre Lanuza, o Carnuza, como le llamábamos sus alumnos utilizando un mote realmente poco cristiano, era un joven cura, guapito de cara, que tenía mucho éxito entre las beatas. Tanto que una beatita, en plena juventud (debió hacerse beata para confesarle al cura sus pensamientos lujuriosos sobre su persona) quedó embarazada por obra y gracia, no del Espíritu Santo sino de la debilidad carnal del pobre y joven cura que no pudo resistir la tentación de la cane. Que Dios se lo haya perdonado. Amén.

El padre Lanuza fue trasladado y a cambio yo recibí, como caído del cielo al padre Cañibano y su propinilla mensual. Durante un tiempo prolongado se habló mucho del padre Carnuza a quien los adolescentes alumnos teníamos cierta simpatía debido a su condición de gran jugador de futbol y deportista. Lástima que la feligresa hubiera contagiado su libido al padre y éste a su vez le contagiara la suya, libido, y ésta engordara sin remedio. Creo recordar que al pobre padre Lanuza lo remitieron a una misión Africana por correo urgente. Años más tarde, a punto yo de fugarme con el padre Cañibano en una cruzada apostólica-romana que será el centro de esta historia, apareció por allí de vuelta el padre Lanuza, flaco demacrado y enfermo. Nos saludó a todos con gran simpatía y cariño, dos días lo vimos paseando por el patio leyendo su breviario y luego desapareció para siempre.

Durante el recreo fui llamado por un compañero para que acudiera sin tardanza a la celda del padre Cañibano. Allí me mandó sentar, me ofreció un caramelo, ronchito, creo recordar, riquísimo y me preguntó por mis lecturas. Al enterarse de mi afán por alcanzar la santidad me dio un cachetito cariñoso en la mejilla, me felicitó pero me dijo que él tenía para mí lecturas más profundas y enjundiosas que me devolverían a la vieja doctrina de los primeros cristianos. Me dio un montón de folios mecanografiados y me dijo que los leyera con gran aprovechamiento, porque allí estaba mi verdadera salvación. Luego los leería a escondidas con gran temor. Eran sermones del cardenal Lefebre, un francés más integrista que el propio padre Cañibano, lo que ya es decir, como supe más tarde. Me ofreció también hacerme sirviente del comedor de los curas. Tendría que servirles café, copita y puro después de las comidas y bajar al buzón, que estaba junto a la carretera, en el quinto infierno -el seminario estaba sobre una colina- para subir la presena y las revistas. Bajar por los setenta y dos escalones era fácil, lo cansado era subirlos.

Desde luego no puse inconveniente alguno a tanta bicoca como caía en mi boca. Eso de tomarme una copita de cognac y leer la prensa sin ser molestado era un placer de dioses para un adolescente que ya apuntaba buenas maneras. Pregunté si podía abandonar los pájaros a su suerte y continuar recibiendo la propinilla por servir los cafés. El padre Cañibano se levantó, muy enfadado y me dio un tremendo pescozón en el cráneo. Tonto, me dijo, más que tonto, ¿vas a despreciar las bicocas que te ofrezco?. Ante tan sutil amenaza dije amén a todo y el padre Cañi, como le comenzaba a llamar para mis adentros, me ofreció otra bicoca. Hacer de monaguillo para él. A las cinco de la mañana, para que no le molestara nadie, celebraba una misa del año de la tarara. Creo que era de San Pio X, toda en latín y de la que un servidor no entendía ni papa. Debía vestirme de monaguillo a la vieja usanza, con un montón de trapos; ayudarle a revistirse él a la más vieja usanza, un montón de túnicas, cíngulos y demás prendas cuyos nombres ya he olvidado. La única ventaja de semejante madrugón era la posibilidad de echarme al coleto un buen trago de vinillo dulce, delicioso, que quedaba en las vinajeras. El padre Cañi me dejaba doblando y guardando los ropajes y él se iba a rezar el breviario por el patio, con el relente de las seís de la mañana. Un santo, el padre Cañi era un auténtico santo.

Continuará.