lunes, 20 de febrero de 2017

DON CRISANTO, MAGO BLANCO II





DIARIO DE CON CRISANTO, ANOTADO Y COMENTADO POR EL DOCTOR SUN, DISCÍPULO DE JUNG

    CAPÍTULO I

DE CÓMO LEÍ LOS LIBROS DE CASTANEDA SOBRE DON JUAN Y ME PROPUSE HALLAR A ESTE ÚLTIMO Y CONVERTIRME EN SU DISCÍPULO MÁS QUERIDO

¿No han tenido nunca la sensación de haber llegado en la vida a una encrucijada de caminos, más allá de la cual no hay nada, solo el vacío? A mis cincuenta años me sentía como un viejo inútil y estúpido. Casado dos veces y con cuatro hijos, en un momento de locura escribí un libro sobre magia blanca que era una tontería tan grande que por eso mismo no tuve dudas de que sería publicado. Así fue, en efecto, y durante un tiempo mis carnes, ataviadas con una túnica blanca, un bastón de fresno decorado a navaja por mí mismo y unas gafas de sol especiales que no permitían a persona alguna atisbar mis ojos, recorrí programas televisivos como un peregrino chamánico de la verdad, hablando sin inhibiciones ni miedos de la magia invisible que nos rodea de continuo a todos y cada uno de los días de nuestra existencia, sin que seamos capaces de apercibirnos de ello.

Divertí a una gran audiencia que se burlaba de mis gestos y anotaba cuidadosamente mis palabras para emplearlas en el lenguaje coloquial de los medios virtuales como especie de amuletos o talismanes contra el aburrimiento y el hastío de lo cotidiano. Hablar y gesticular a lo Crisanto pronto se convirtió en una moda que marginaba a quien no estuviera en ella. Gané tanto dinero que pude comprar un bosque, recientemente incinerado por un incendio provocado por causas tan misteriosas como el Nagual de don Juan.  Aquel lugar estaba tan perdido como los límites del Tonal. Ni siquiera al constructor más tonto se le hubiera ocurrido edificar allí una exótica urbanización. Esa fue la causa de que adquiriera tanta superficie por una módica cantidad.

Allí, durante años, me dediqué a replantar árboles, como un jardinero loco. Construí una cabaña de madera con troncos que hice traer de un bosque cercano y allí estuve viviendo como un ermitaño amante de la naturaleza y solitario, puesto que ni mis dos ex mujeres ni mis cuatro ex hijos se quejaron lo más mínimo ni me molestaron para nada, ya que sus cuantiosas pensiones les hicieron pensar como al Quijote aquello de “mejor no meneallo, amigo Sancho”. Los árboles fueron creciendo y defendiéndose por sí mismos de la vida. Yo me sentía tan vacío y bloqueado que tomé una drástica decisión. Puse toda mi fortuna en un fondo blindado de valores seguros y propiedades inmobiliarias de toda solvencia y encomendando su gestión y administración al director de mi banco que había gestionado mi patrimonio hasta entonces, le conminé a que nunca ni por lo más sagrado dejara de pagar las generosas pensiones a mis dos ex mujeres y a mis cuatro ex hijos, llegando a amenazarle con la magia blanca, incluso con la negra, si se permitía caer en la tentación de corromperse y chorizar lo que era mío legal y divinamente. Esbozó una sonrisa cínica que se borró de su cara cuando le advertí de que estaría enterado de todos sus tejemanejes y seguiría sus pasos, apareciendo “in person” para pedirle cuentas cuando así lo considerara oportuno.

Dejé suficiente dinero en una cuenta opaca en un paraíso fiscal que no voy a concretar, pudiendo ser las Bahamas, las islas Caimán, o las islas Vírgenes, por poco tiempo, y todo ello con la idea de subvencionar mi viaje a México. Llevaría algunos cheques de viaje por si los acontecimientos se torcían y me veía obligado a regresar. Sin más preparativos me embarqué en una línea aérea o en una aerolínea de bajo coste o Low cost, fiando en mi magia blanca y en que las fuerzas poderosas me fueran favorables.

Mi intención era dejarme ver por los lugares, mercadillos y desiertos que frecuentaba el bueno de Carlitos Castaneda cuando deseaba encontrarse con don Juan. Para ello llevaba en mi mochila su obra completa, especialmente el Segundo anillo de poder, que consultaba una y otra vez para trazar un mapa completo de todos aquellos lugares pisados por el maestro don Juan Mathus. De esta forma tan peregrina decidí ponerme bajo la tutela invisible de don Juan. Todo el que haya leído los libros de Carlitos debería saber que don Juan desapareció, abandonó este mundo, la isla del tonal, para irse al otro, al Nagual. Al menos eso es lo que dice Doña Soledad en el Segundo anillo de poder. Claro que yo no consideraba esta ausencia como definitiva, ni mucho menos podía plantearme que quien abandona el mundo por una grieta no pueda regresar a él por la misma grieta u otra distinta. Además consideraba a don Juan como el más grande de los brujos, el más poderoso guerrero, el Nagual más fino que jamás existiera, y por lo tanto sabía que si le invocaba con fuerza, si me ponía en su camino de forma constante, si recopilaba todos los hilos de poder que dejara en los lugares donde había vivido mientras estaba en el Tonal, en algún momento se me aparecería y yo me ofrecería como discípulo, contando con que tras sus consabidas risas y burlas me aceptara como aceptó a Carlitos a pesar de su mente cuadriculada y sus cuadernos de notas, de los que yo llevaba también en abundancia en mi mochila. Don Juan había dado un paso y la noche se lo había tragado, razón por la que yo pensaba que bien podía ocurrir al contrario,  que don Juan daría otro paso y se lo tragaría el día, con tal buena suerte que yo estaría justo allí para recibirle. Y hete aquí que don Juan estaría de nuevo en el Tonal, dispuesto a vérselas con otro bobo, un nuevo discípulo, alguien tan vacío como una calabaza hueca.



El encuentro con D. Juan no estaba en mi mano, no podía estarlo, pero tampoco en la suya ni en la de nadie. Solo las fuerzas poderosas tenían algo que decir al respecto. El Espíritu bien podía ponerme en su camino y si ambos estábamos destinados a encontrarnos, pues nos encontraríamos. En caso contrario me vería obligado a regresar para llevar la misma vida vacía que llevaba antes, de reality show en reality show, cada vez más cutres, cada vez mejor pagados. ¿Qué no daría yo por alcanzar el conocimiento en lugar del play time de aquellas cutres cadenas televisivas?

El avión me dejó en México, distrito federal. Allí alquilé un todo terreno con el poco metálico que aún me quedaba y me dirigí al desierto de Sonora buscando una señal, tal como un cuervo que graznara al cambiar de dirección en el aire. Luego recorrería todos los lugares donde Don Juan y Carlitos Castaneda habían estado, ellos sabrían encontrarme, porque seguro que Carlitos acompañaría a don Juan de regreso al Tonal.



NOTA A PIE DE PÁGINA DEL DOCTOR SUN

Parece evidente que Don Crisanto ha leído los libros de Castaneda y como le ocurrió a Don Quijote su lectura trastornó su mente y frió sus sesos. Ambos salieron a buscar aventuras que fueran compatibles con su extraña locura. No podía asegurar que su viaje a México fuera real, creo que tiene menos posibilidades de serlo que el viaje de Don Quijote por la Mancha, tan bien documentado. Estos pacientes, aquejados de fantasías o delirios esquizofrénicos, con brotes paraoides, salpicados de cóleras sordas que los hacen seres violentos y conflictivos, pueden llegar a crear auténticos mundos de la nada, yo diría incluso universos, si se les deja tiempo suficiente. Si están a gusto en ellos pueden vivir allí años o incluso toda la vida. Al contrario que las personas normales, cuyo máximo interés está en destruir o manipular los mundos reales nacidos de la nada, estos enfermos imaginativos pueden pasarse la vida poniendo detallitos a sus mundos imaginarios, hasta el punto de que si llegaran a alcanzar el nirvana y transformarse en budas, bien podrían estos mundos cobrar absoluta realidad y estoy seguro de que serían mucho más ordenados y placenteros que los mundos que las personas normales no han creado y solo tratan de destruir, a pico y pala o con bombas atómicas, les da igual.  El creador suele ser siempre un enfermo, en cambio el controlador, manipulador y destructor de realidades acostumbra a ser una persona de una normalidad a prueba de bomba.

Don Crisanto nos hará pasar algunos ratos divertidos. Crean o no crean en sus delirios, según sean enfermos patológicos o personas normales, pueden estar seguros de que se sentirán tan bien que hasta acabarán rezando porque estas aventuras y estos mundos lleguen a ser reales algún día. No voy a contarles, al menos de momento, cómo llegó este diario a mis manos, ni tampoco dónde se encuentra don Crisanto en el presente actual, puesto que el suspense debe mantenerse hasta el último momento.





viernes, 17 de febrero de 2017

ALFREDO, EL MONTAÑERO II


 

  Mi mamá se ríe de mis recuerdos de bebé montañero, dice que tengo tanta imaginación como papi, y puede que tenga razón porque no es común que alguien pueda remontar sus recuerdos hasta la cuna, a partir de los tres o cuatro años comienzan a quedar en la memoria pequeñas escenas, como posos de café, de acontecimientos que niño vive como hitos de su nacimiento a la consciencia.  En este sentido puedo recordarme, con unos tres meses, según papi, jugando en el suelo de la habitación con una de sus mochilas que él debió dejarse por allí, como al descuido –es muy descuidado-, aunque jura y perjura, cuando cuenta la anécdota, que yo debí haberla extraído del armario de su despacho, donde guarda todos sus aditamentos de montañero, desde la ropa estilo militar –se libró del servicio militar por la vista- hasta las bombonas de camping gas. No puedo creerme que un bebé haya llevado a cabo semejante “fazaña”, pero Alfredo tiene fama de contar de tal manera las cosas que hasta el más escéptico tendría dudas si le contara que había visto un dinosaurio en un glaciar de la montaña. Sí recuerdo que la cuna era muy pija –caprichito de papi- una de esas cunas escondidas tras una especie de cucurucho de tela colgado del techo, como los lechos reales, con cortinajes, para dar a sus majestades la sensación de intimidad. Es más fácil que yo me descolgara desde la cuna, agarrado al cucurucho, que a las cuerdas de montañero de las que hablaba Alfredo a los familiares cuando yo era niño, mientras pasaba sus manazas por mi cráneo de chorlito.

Lo de papi es vocacional, no una de esas majaderías de yupis que se aburren y deciden cualquier fin de semana tirarse desde un puente o escalar el Anapurna, pongamos por caso. Todo su entorno está saturado de escucharle contar cómo la montaña se coló en su corazoncito desde niño, cuando iba a pasar los veranos con sus abuelos, ganaderos en algún lugar mítico de los Picos de Europa, que él nunca concreta, en paisajes o nombres. Sus padres, mis abuelos, lo llevaban allí porque en aquellos tiempos no se estilaba pasar las vacaciones en la playa, entre otras cosas porque nadie tenía ni un seiscientos para viajar hasta allí, ni mucho menos unos ahorrillos para pernoctar tres o cuatro noches en un hotel que ni siquiera estaba construido. Uno se iba de vacaciones al pueblo de los abuelos, si tenías abuelos y si los abuelos tenían pueblo, que no siempre era así.

A papi se le cae la baba cuando cuenta cómo le embargaba la felicidad al irse al monte, pastorcito bucólico, con las vacas de la becera, o las ovejas, las cabras, los jatos, lo que fuera. Su abuelo le daba un morral de piel de vaca, donde la abuela ponía un trozo de hogaza casera, hecha por ella misma en el horno, un poco de queso, chorizo y jamón, no mucho porque la abuela era un poco rácana, todo sea dicho. Alfredo se echaba el morral al hombro, tomaba su aguijada o aijada,  o como lo llamaran por allí, es decir un palo de avellano en cuya extremo se había puesto una punta, y que servía para azuzar o aguijar al ganado, la bota de vino en el que el abuelo había echado un poco del delicioso vinillo clarete que es mítico para papi, y la abuela lo había rebajado con gaseosa sin que el abuelo se enterara, y con un jersey atado a la cintura y un sombrero de paja, acompañaba a los “beceros” de otras casas del pueblo a cuidar del ganado en la montaña.

Hace ya muchos años que a ningún ingenuo se le ocurre preguntarle a Alfredo aquello de “qué es la becera”, Alfredo, porque eso podría dar lugar a dos o tres horas de anécdotas interrumpidas. Al parecer en aquellos tiempos remotos en los que papi fue niño, “in illo tempore”, como dice él, había tanto ganado en los pueblos de montaña que las familias del pueblo se turnaban para cuidarlo. Y aquí Alfredo enunciaba todas las beceras habidas y por haber. La becera de las vacas “viejas” como yo las llamo, que solían utilizarse para tirar del carro. Salían por la mañana y regresaban a comer, por si eran necesarias para uncirlas al carro. Luego volvían tras la comida y regresaban cuando el sol se ponía. Según el número de vacas el turno correspondía a dos o tres casas del pueblo. Un miembro de cada casa iba con la becera el tiempo que correspondiera, unos días, una semana, lo que fuera. Con lo que cada becera tenía dos o tres pastores como mínimo. Las vacas se subían al monte y se dejaba que pacieran a su gusto, salvo que fuera un día de verano extremado de calor y las vacas se pusieran a “moscar”, es decir que las moscas o tábanos las picaban con tal saña que las vacas, tan pacientes ellas, alzaban el rabo y salían corriendo disparadas hacia donde fuera, incluso al abismo, si había alguno por allí. Es por eso que los otros pastores, habitualmente adultos, le decían a Alfredito, como le llamaban entonces, que se fijara especialmente en si las vacas alzaban el rabo, porque eso era señal de que iban a moscar y había que estar muy atento para que no se despeñaran o salieran heridas en sus locas carreras. Alfredito, según nos ha contado hasta la saciedad, estaba muy ocupado en aquella época de su infancia en mirarle el rabo a las vacas, porque también tenía que hacerlo cuando trillaban en la era. La pareja de vacas era atada al trillo y comenzaban a dar vueltas y vueltas al trigo, la cebada, o el cereal que fuera, que se había extendido sobre la era en forma circular, como una rosca a la que se hubiera comido el centro. Alfredito llevaba una pala en la mano y cuando veía que una vaca alzaba el rabo, rápido, como un rayo, le ponía la pala a la vaca en el culo para que no cagara el cereal que por poco que fuera se estropeaba y unos granitos más o menos de trigo o cebada eran muy importantes para la subsistencia de sus abuelos, especialmente se enfadaba mucho la abuela, hasta el punto de darle unos buenos coscorrones si Alfredito no era tan veloz como debiera y la cagada terminaba donde no debía.



Con estas anécdotas Alfredo podía pasarse horas y horas, relatando viejas historias de su infancia. Toda la familia, amigotes y entorno habían aprendido con el tiempo a evitar las palabras clave que disparaban su verborrea. Becera era una de ellas. Como decía en los pueblos había muchas beceras, también estaba la de los “jatos” o terneros ya un poco mayores, que iban al monte donde se quedaban todo el día pastando. Las familias del pueblo acostumbraban a mandar a los niños con esta becera, si es que había niños en la familia, lo que era bastante habitual porque la familia que no tenía niños viviendo allí se juntaba con unos cuantos de hijos o tíos o primos que residían habitualmente en las ciudades y venían de vacaciones al pueblo. Alfredito gustaba especialmente de ir de pastorcico con los jatos, le encantaban los terneros, y le gustaba aún más aguijonearlos para hacerlos rabiar, ver como daban coces o saltaban y salían de estampida. Alfredito debió de ser un niño bastante malo, a pesar de que él siempre se presenta como un niño ejemplar, de primera comunión. También había beceras de novillas, es decir vacas jóvenes que no se empleaban para tirar del carro y que debían alimentarse bien porque o terminaban en la carnicería o eran destinadas a la cría de terneros.  También había beceras de ovejas, de cabras, es decir que cada casa del pueblo, según la rotación, podía tener una misma semana la obligación de atender a más de una becera a la vez, con lo que los niños resultaban extremadamente útiles.

Papi debió comenzar a contarme todas estas historias desde que tuve uso de razón, incluso mucho antes, porque siempre formaron parte de la mitología infantil, junto con los tebeos que Alfredo conservaba como oro en paño, sus colecciones de tebeos eran famosas, casi tanto como sus supuestas hazañas de montañero. Nunca he sabido con exactitud a qué edad comenzó a pasar las vacaciones con los abuelos en la montaña, estaría tentado de imaginar que ya siendo bebé acompañaba a los jatos a la montaña, si esto fuera metafísicamente posible. Nunca se cansa de manifestar por doquier que aquella fue la etapa más feliz de su vida, se le cae la baba y se le ponen los ojos en blanco hasta que mami le mira con cara de mala leche y entonces él comprende, por fin, que la etapa más feliz de su vida comenzó con el noviazgo y no terminará nunca.

Continuará.