miércoles, 22 de febrero de 2023

EL BUSCADOR DEL DESTINO VII

 


El tronco acabó zarandeado por la tormenta. Escuchaba voces fuera de la casa, luego música, como si por el pueblo desfilara una comparsa de carnaval. No sé por qué me obsesioné con que había dejado puesta la llave por fuera. Podían entrar. De hecho ya estaban subiendo por la escalera. Me desperté sobresaltado. Oyendo todavía la música de carnaval. Como un rayo me puse en pie, abrí la puerta del balcón y me asomé a la noche tranquila, silenciosa como un monasterio antes de maitines. Miré para un lado y para otro. Nada. El pueblo estaba vacío y silencioso. Juraría que hace un momento el ruido y el alboroto eran insoportables. Nada. Recordé la llave. Bajé corriendo las escaleras. Sí estaba puesta en la puerta, pero por dentro. Me volví y casi piso a mamá gata. Así la bauticé. Cómo podía tener una gata tanta confianza en mí, cuando no me conocía de nada. ¡Maldita sea! Me acababa de acordar de que había comprado pienso para gatos, pero me olvidé de comprar comederos, bebederos, areneros. Mañana tendría que volver. Bueno, de momento le daría un poco de pienso a la gatita. Busqué un plato hondo y le puse dos puñados de pienso. Encontré una taza grande y la llené de agua. Lo puse todo en el suelo de la cocina. Mamá gatita maulló agradecida. Subí las escaleras corriendo. Me metí en la cama y traté de volver a dormirme. Nada. Me hice con el móvil y en el bloc de notas escribí: Mañana, comederos, bebederos, areneros, arena perfumada para gatos, una pala de plástico para limpiar los areneros, una caja de cartón con unas bayetas de cocina, por si mamá gata quería utilizarla para sus nenes.

 

Me volví a dormir al cabo de una hora. Un semicírculo de personajes vestidos de negro, con capas negras, estaba alrededor de la cama, hablaban en voz baja, sobre mí, seguro. Parecían gente mala, muy mala. Seguro que iban a hacerme daño. Comencé a lanzar patadas como una mula. Me desperté sobresaltado, la ropa de la cama había salido volando. La recogí como pude, colocándola de cualquier manera. Ya no pude volver a dormirme. Estaba a punto de conseguirlo cuando un fuerte dolor de tripas me precipitó al servicio. Antes de entrar recordé a los gatitos. Encendí la luz. En efecto, allí estaban, recorriendo el servicio, juguetones. De no haberme acordado los podría haber pisado. Me llamé imbécil y me programé para encender siempre la luz antes de entrar al servicio. También tendría que encender la lámpara de la mesita de noche antes de levantarme de la cama o podría pisarla. Los gatitos me tenían miedo, salieron disparados. Me senté en el trono y dejé que saliera todo lo que quisiera, hasta las tripas. Mañana tendría que comprar en una farmacia algo para la diarrea. Cuando regresé al dormitorio escribí en el blog. Urgente, medicamento para la diarrea, y por si acaso un protector de estómago y algo para conformar un pequeño botiquín de urgencia. Decidí poner la alarma por si me volvía a dormir. Nada. Busqué en mi lista de spotify sonido de lluvia, siempre me relajaba. Encontré una lista con truenos y lluvia. Nada.

 

Antes de que sonara la alarma ya estaba despierto, lo había estado toda la noche. Recordé el sueño del carnaval. Abrí la ventana del balcón y miré para un lado y para otro. Ningún resto de carnaval, ni máscaras olvidadas, ni esos artilugios que se soplan y producen un sonido de susto. ¿Pero qué eran esas extrañas tortas de color negruzco que alfombraban el camino de piedra del jardín? Tardé en hacerme una idea. En efecto, se trataba de boñigas de vaca. ¿Cómo demonios habían podido entrar las vacas en el jardín si las dos puertas de la valla de madera estaban cerradas? Bajé las escaleras a toda la velocidad que me permitía mi complexión obesa. Cuando llegué a bajo me di cuenta de que estaba en pijama y descalzo. No importa. Salí al jardín, recorrí el rastro de las boñigas. Entonces vi que las vallas de madera que lo parten en dos, un lado y otro, habían sido sacudidas por un terremoto y había tramos inclinados y tablas sueltas. Me acerqué a la puerta, estaba incólume, menos mal. Pero observé que un gran tramo de la valla que cerca el jardín por el lado de fuera, separándolo de la calle, había sido tumbado a conciencia. Comprendí que las vacas lo habían hecho, no por hacer mal a los humanos, sino porque debían gustarles las hojas de la enredadera y la hiedra que trepaban por el muro. Incluso puede que le gustaran las hojas de unos arbolitos que cercaban el jardín por la parte de dentro. Anoté mentalmente que debía comprar también tornillos, bisagras y destornilladores, porque los del coche puede que no me sirvieran. Sin dudarlo un instante me acerqué a la caseta de las herramientas y me hice con una pala. Con ella fui recorriendo el rastro de boñigas, atrapándolas y arrojándolas a un trozo del jardín cercano al corral de gallinas donde crecía una vegetación salvaje. Al menos que sirvan como abono, pensé. Y fue entonces cuando me apercibí de por dónde habían entrado las vacas al jardín. El corral de gallinas tenía una puerta muy endeble que lo separaba del exterior. Había sido arrancada casi de cuajo. Bueno, ya tenía tarea para unos días. Entré en el corral para cerciorarme de todo lo que necesitaría comprar. Por el suelo había ramas tronchadas, con el pico de una me herí la planta del pie derecho. ¡Uf qué dolor! Arranqué la astilla. Estaba sangrando. Decidí regresar a casa, anotando mentalmente que debía hacerme con una caja de tiritas. Aprovechando la entrada en la farmacia, también compraría un protector de estómago para mis molestias estomacales, antiestamínicos por si sufría algún ataque de alergia, el medicamento para la diarrea y todo lo que se me ocurriera. Partí un trozo de papel del rollo de cocina y lavé la sangre, luego até una tira de tela al empeine y recordé una cosa más, algodón, agua oxigenada, betadine… Subí las escaleras con calma. Me vestí, me preparé para ser presentado en sociedad y sin olvidarme del móvil subí al vehículo y arranqué.

 

Recorrí el camino que ya había transitado dos veces el día anterior, pero al llegar al pueblo donde la carretera rural desemboca en la general, observé que el puente medieval estaba cortado. Un gran cartelón anunciaba obras subvencionadas por la comunidad europea. ¡Vaya, pues sí! Ayer no había nada y hoy está cortado. Aparqué a un lado y miré en Internet. Sí, debería regresar al pueblo, pero seguir en lugar de girar a la derecha para entrar en él. De esta forma llegaría a un puerto de montaña, que no tenía aspecto de ser gran cosa. Bajar el puerto y en una rotonda, en lugar de girar a la derecha hasta un castillo turístico, seguir todo recto. Si todo iba bien no recorrería más allá del doble de kilometraje que yendo por el camino más recto. Así lo hice, con calma y mirando las anotaciones en el móvil fui comprando lo que necesitaba. Para los gatos, para el jardín, para el botiquín casero. Conforme compraba, tachaba. Decidí acercarme a la gasolinera para llenar el depósito. Más vale prevenir que curar. Antes de tomar el camino de vuelta comprobé la lista. No me había olvidado de nada. Encendí un pitillo. Entonces me acordé. Necesitaba tabaco de repuesto. Cerré los ojos, medité, terminé el cigarrillo y pasé por un estanco. Creo que ahora sí está todo.

 

Ningún incidente digno de reseñar. Ya estoy en casa. Descargo las bolsas, coloco los comederos y bebederos, los areneros. Lo lleno todo de lo que corresponde. Decido descansar. Abro la botella de vino que me regalaron con el cartón de tabaco. Me sirvo un vaso y como no he desayunado decido sacar un trozo de pan con queso. Me he olvidado del tabaco. Entro en casa. Cuando salgo una gata desastrada me ha robado el pan y el queso y algo alejada está dando cuenta de ello. Decido llamarla Silvestrina, sin perjuicio de cambiarle el nombre a Silvestre, si resulta ser un gato. Me da pena y saco un plato con pienso y una taza con agua. Lo dejo cerca de la mesa del jardín a la que me voy a sentar, no se acerca, tiene miedo, lo alejo un poco más, sigue teniendo miedo, lo alejo mucho más y me siento. Bebo un trago de vino, enciendo un pitillo y disfruto del día veraniego. Hace calor, pero no demasiado, llevadero. Con el rabillo del ojo veo que la gata está comiendo pienso, sin renunciar a su pan y queso. ¿Desde cuándo el queso les gusta a los gatos, no era a los ratones? Cuando hay hambre uno se come hasta las uñas. Decido mirar el tiempo en el móvil, lo he dejado dentro, tengo que levantarme una vez más. Cuando salgo la gata está olisqueando el vino, no le debe gustar lo que huele porque no lo prueba con la lengua. En cuanto me ve salir regresa a su comedero. Miro el tiempo. ¡No pue ser! Dan una ola de calor para dentro de unos días. ¿Desde cuándo lo saben? No me habían dicho nada, con máximas de más de cuarenta, aquí un poco menos. Mierda, pues la casa no tiene aire acondicionado. Estamos en montaña, no alta, pero sí mediana, por aquí hace más bien frío, por eso lo elegí, odio el calor. Debería bajar para comprar un aparato móvil de aire acondicionado. Pues no, no voy a bajar, estoy harto de moverme de acá para allá. Yo aquí he venido a descansar, a pasar unas vacaciones, no a trabajar como un idiota. Pienso en lo que me espera mañana, arreglar el jardín me llevará unos días, espero terminar antes de que llegue la ola de calor. Con un poco de suerte no moriré en el intento.