miércoles, 21 de diciembre de 2022

EL BUSCADOR DEL DESTINO VI



Fue uno de esos momentos que te hacen amar la vida. Comprar lo que quieres, lo que más te gusta, lo más rico, imaginar las comidas y cenas de las que iba a disfrutar. Sin ninguna prisa, sin miedo a las miradas desaprobadoras de quienes no soportan que otros disfruten mientras ellos sufren porque quieren, porque son masoquistas y huyen de la felicidad como de la peste. Estaba solo, más solo que el uno antes de encontrar pareja con el cero, pero eso me libraba de las broncas de mi pareja, que si esto te engorda, que si lo otro está muy rico pero tiene millones de calorías, que si que si. Iba más feliz que un ocho tumbado y sin hacer nada. Claro que a ello ayudaba, y mucho, las dos jarras de cervezas muy frías, deliciosas, que me había trasegado. Total que llené el carro hasta arriba y empezó a escorarse a izquierda y derecha, como si tuviera mal una rueda delantera. Me pasa siempre y no sé por qué. Mejor dicho, no lo sabía hasta que descubrí las asechanzas del destino. Da lo mismo el carro que elija, que revise las ruedas haciendo carreras por el parking como niño en patinete, siempre-siempre-siempre elijo el carro que me va a dar problemas con una rueda delantera, o con las dos, o que se va contra una estantería y tengo que ponerme delante para no ser el causante de una debacle comercial. Eso me pasó también en este caso y en este momento. Pude llegar hasta la caja con mucha paciencia y un gran esfuerzo. Allí sorteé la mirada de la cajera no mirándola ni una sola vez y dándome mucha prisa para colocar todo en la cinta de arrastre y luego vengarme del carro vacío haciendo que volara sobre el parqué o mejor dicho el suelo de baldosa o de lo que sea, que nunca me he fijado a pesar de mirar constantemente al suelo. Amontoné todo otra vez en el carro y no maldije, como otras veces, de los inventores que no han sido capaz todavía de inventar una inteligencia artificial que lea las etiquetas a distancia con un láser o los códigos QR o deduzca el producto y su precio por su forma, volumen, peso o lo que sea. Pagué con expresión beatífica, como si sufriera un orgasmo al ser desplumado. Expresión que se atenuó cuando el carro comenzó a atravesarse, como guiado por una yunta de vacas rebeldes y vengativas. Como pude llegué a las escaleras mecánicas, las bajé, o más bien me bajaron, conseguí hacer el recorrido hasta mi coche sin sufrir graves percances. Dejé el carrito tocándole el culo al coche e inicié una sistemática busca de las llaves, porque no las encontré a la primera donde deberían estar, en el bolsillo derecho del pantalón. Bueno, tal vez las metiera en el izquierdo, esos despistes son muy comunes en mí. Nada. Pues en la cazadora, pues en los bolsillos traseros. Nada. Inicié una busca sistemática, sacándolo todo, colocándolo en el techo del vehículo y luego volviendo a meter cosa tras cosa en los bolsillos. Nada. Entonces se encendió la luz roja de alarma, de fuego bajo las asilas, en el trasero, en mi cabeza de chorlito. Claro, se me debieron caer en el restaurante, al sacar la cartera para pagar. Con dos jarras de cerveza haciendo espuma en mi mollera no era de extrañar que ni notara que las llaves caían al suelo, ni el ruido que hacían, porque tuvieron que hacerlo, el ruido era muy liviano, pocos comensales y separados.



Me planteé seriamente regresar por donde había venido, zahiriendo al carrito con insultos procaces. No, no era viable, antes preferiría que todos los habitantes del centro comercial me dieran una tunda de latigazos. Y fue entonces cuando recordé mi batalla vital con el destino, que había comenzado antes de mi nacimiento, cuando me obligó a ponerme a la cola y aceptar el nacimiento que me tocara. Recordé todos los acontecimientos que me habían hecho maldecirle como un picapedrero que se ha pillado la mano con el mazo. Porque yo le había descubierto apenas boqueé al nacer, por eso lloré tanto, como contaba mi madre entre risas a las vecinas. Debí de alborotar a todo el hospital. Claro que ellos no sabían, ignoraban, ni se planteaban la existencia del destino, pero yo que le acababa de ver la cara no pude dejar de llorar, como un becerro llevado al matadero. Y entonces sufrí una iluminación mística. Recordé todas las escenas de mi vida en la que las desgracias cayeron sobre mí como de un árbol, intentando abrirme la cabeza por la mitad. En todas ellas maldije al destino como un picapedrero que se hubiera aplastado la mano con la maza. Y que me perdone el lector si esta metáfora ya ha sido empleada con anterioridad, que no lo recuerdo, porque adoro esta metáfora. Me imagino al pobre picapedrero maldiciendo y me troncho de risa, en esos momentos se te tienen que ocurrir todas las maldiciones existentes y las aún por descubrir. Sí, ahora lo recordaba, una vez superado el bloqueo propiciado por momentos de calma que me hicieron olvidar que aquello no era normal, no podía serlo de ninguna manera. Tras la iluminación sentí una rabia sorda que me hizo tomar una decisión drástica y tan arriesgada como alzar una bandera blanca en una guerra fratricida. Me enfrenté al destino y le maldije cien veces más. Cabrón, cabroncete, cabronzote, No podrás conmigo. Mira, si quieres puedes hacer que mientras busco la llave aparezca un necesitado, o simplemente una persona avara y mezquina, sin la menor honradez, y se lleve el carrito y lo esconda o lo descargue en el maletero de su coche a velocidad de vértigo. Me cago en el dinero, lo voy a perder encantado, solo de ver cómo te las arreglas para conseguir que ese colega tuyo, tan cabroncete como tú tira del carrito cargado hasta los topes, con las ruedas que se van a su aire, como los ojos de un bizco, y es capaz de encontrar un lugar escondido donde yo no pueda encontrarlo ni siquiera mirando hasta los rincones más ocultos del parking. O cómo es capaz de descargar en el maletero de su coche todo lo que llevo aquí en un tiempo record, eso suponiendo que le quepa en el maletero o en los asientos traseros.



Maldije, me enfrenté al destino y salí disparado, intentando perder el menor tiempo posible, por si acaso. Subí las escaleras mecánicas sin dejar que ellas me subieran a mí. Mirando, por si acaso, el suelo, por si no fue en el restaurante, y las llaves se cayeron en cualquier parte, las muy cabronas. No vi nada y entré en el restaurante en tromba. Vi al camarero de los pircings y no perdí un segundo. Pregunté con la voz entrecortada si había visto unas llaves de coche. Me dijo que sí y que las había dejado en el mostrador. Me sonrió y a punto estuve de darle un beso en la boca. Me acerqué al camarero de la barra, un hombretón tan gordo como yo y muy serio y le pregunté por mis llaves. Claro, están aquí, pero no entiendo cómo ha tardado tanto usted en darse cuenta. Mientras me la daba le expliqué que había estado comprando en el supermercado y solo había notado su falta al llegar al coche. No se me ocurrió darle una propina, salí disparado, pensando que tal vez aún estaba a tiempo de rescatar el carrito de mis entretelas, antes de que al destino le hubiera dado tiempo de jugármela. Mientras descendía las escaleras mecánicas a saltitos sentí un alivio casi infinito. Se me apareció, en toda su crudeza, lo que hubiera tenido que hacer de no haber encontrado las llaves. Pedir un taxi que me subiera al pueblo y buscar las llaves de repuesto del coche en la mesita de noche. Luego volver al taxi, regresar al parking y poder abrir el maletero. En cuanto al carrito, que todas las maldiciones caigan sobre el cabrón del destino, hubiera imposible que siguiera en el mismo sitio. ¿Entonces para qué necesitaba las llaves de repuesto si ya no podía meter las viandas en el maletero? Mejor arrastrar el carrito por las calles a la busca de una pensión donde dormir y que aceptaran cuidarme en el carrito, escondiéndolo en el sótano, el tratero o lo que tuvieran más a mano. Al día siguiente sí podría tomar un taxi y hacer lo que acababa de hacer sin miedo a que el carrito desapareciera. Pero, ¿y si no me hubieran dejado sacar el carrito del centro comercial? ¿y si un guardia de seguridad me hubiera dado el alto? Pero gracias al antagonista del destino, fuera quien fuese, aquello no había ocurrido. Tenía las llaves en la mano y el suspiro de alivio debió oírse en las antípocas. A punto estuve de dar zapatiestas en el aire o bailar una jota. No lo hice porque estaba completamente agotado. Sin tomarme un respiro descargué todo en el maletero, de cualquier manera, subí al coche, encendí el motor, miré que no pasara nadie, salí a la calle con la flechita en el suelo en dirección a la salida y me lancé hacia ella, como si pensara que al cabrón del destino se le podía ocurrir cualquier cosa para detenerme…



Y se le ocurrió. Llegué a la barrera de salida, introduje el ticket y la barrera, erre que erre, no quería levantarse. Acudió el guardia de seguridad, un mocetón amable, y me preguntó si había pasado por la máquina automática. Le dije que no. Él me explicó que había que convalidar el ticket en la maquinita aunque si había comprado en el supermercado el tiempo de aparcamiento era gratuito. Me dijo que diera marcha atrás y colocara el coche de forma que no estorbara. Lo hice mirando con mil ojos no rozar a otro. Si el destino me había reservado aquella, bien podía tener más trampas en la cartuchera, a punto de disparar. Salí corriendo a la maquinita, me equivoqué de ranura, lo volví a intentar, un ciudadano amable me explicó el intríngulis, le hice caso y salí de nuevo corriendo. El guardia de seguridad me sonrió amable y me ayudó a salir de allí sin mácula, incluso me fue guiando con gestos de guardia de tráfico de los de antes. Esta vez la barrerita de los ceones se levantó y pude salir. Antes de reintegrarme al tráfico miré con mil ojos, una y otra vez. Fui despacio, me centré en la conducción como un chofero de fórmula I que si se descuida una millonésima de segundo se puede dar el gran batacazo. Al salir de la ciudad aparqué un momento para respirar, calmarme y echarme un pitillito. Después de todo las trampas del destino no habían sido para tanto.



Reemprendí el camino de regreso con más concentración que un jugador de póker que se estuviera jugando en una mano no solo todo su dinero, sino también su casa, su coche, su mujer, sus hijos y hasta la misma vida. Conseguí llegar a mi casita rural sin otro incidente. Iba tan despacio que al llegar casi era ya de noche. Dejé los alimentos no perecederos en el maletero y transporté los perecederos hasta la casa, abrí el frigorífico y los embutí allí de cualquier manera. Subí las escaleras, dispuesto a tumbarme sobre la cama y relajarme. Y justo en ese momento el móvil dio un pitido, por fin se había restablecido el servicio. Abrí mi portátil, lo encendí y comprobé que aquello no iba. Sería la wifi, el router o la madre que parió a todos los artilugios modernos. Me puse cabezón, como me pongo siempre en circunstancias como éstas. En lugar de tumbarme en la cama, cerrar los ojos y mañana sería otro día, decidí llamar al servicio técnico de la operadora. Expliqué la situación lo mejor que pude y la tele operadora debió de tomarme por un abuelete rural que no sabe de la misa a la media de estas cosas. Se puso un tanto borde. Yo aguanté el tipo… Y en ese preciso momento me entró un apretón de órdago. ¿Qué hago? Si cuelgo y me voy al servicio puede que no consiga arreglar hoy el problema, ni mañana, ni nuca. Apreté los dientes, apreté las nalgas, apreté todo lo que se pudiera apretar y seguí sus instrucciones. Desenchufe el router, cuente hasta treinta, luego busqué un clip y oprima el botoncito de rasetear que estará en un agujerito, justo ahí.



Conté mentalmente hasta treinta, apretando todo lo que había que apretar que temí haberme roto todos los huesos del cuerpo. Luego raseteé y conté hasta cinco o diez, o lo que fuera. Mientras contaba maldije a la operadora, para mi coleto, a los números y a todo lo que se moviera, pero sobre todo maldije al destino. A aquellas alturas yo ya estaba convencido de que todo era culpa suya y me estaba buscando las vueltas hasta terminar con mi paciencia, si es que me quedaba alguna. Esperé como me pedía la gentil operadora, ahora ya mucho más amable. En efecto, se había arreglado, ahora todo carburaba como en un Ferrari testarrosa. Lo urgente era llegar hasta el servicio y echar todo lo que hubiera que echar. Pero no, la operadora me daba las gracias, me deseaba un buen día, se deshacía en amabilidades que no venían a cuento, mucho más en mis circunstancias, que ella ignoraba, pero yo no. Por fin, por fin colgó y salí disparado hacia el retrete. Durante toda la odisea me había hecho a la idea de que no saldría indemne de aquella trampa del destino. Asumí que me iría por la pata abajo, que ensuciaría los calzoncillos, los pantalones, hasta los calcetines. No importaba, luego me los quitaría, los arrojaría a la bolsa de la basura, me daría una larga y meticulosa ducha y a dormir, nene, que no sabes cuánto lo necesitas. Por suerte pude llegar al servicio a tiempo. Me senté en el trono y tranquilo observé cómo la diarrea explosiva se despachaba a gusto. Explosiones como cañones en una guerra, obuses que estallan y se desparraman, como gelatina. Me dolía tanto la barriga que sin la menor vergüenza comencé a chillar y a llorar como un niño. Aun así me dio tiempo a preguntarme qué me había hecho tanto daño. No podía ser la cazuelita de merluza y rape, estaba exquisita. ¿Entonces qué? Decidí que la culpa la tenía el miedo y la tensión y sobre todo el odio que rezumaba contra aquel cabrón del destino. No se hundió el suelo, no estalló el retrete, pero casi casi. Al fin regresé al dormitorio y me arrojé sobre la cama como un náufrago sobre un tronco. No duró mucho, otro apretón y vuelta a correr. Cuando al fin regresé a la cama estaba tan agotado que me dormí como un tronco, no de náufrago, como un tronco que ni siente ni padece.





RELATOS DE A.T. III

 

RELATOS DE A.T. III

 


Terminó de desayunar y le acompañé hasta el servicio. A pesar de mi repulsión no podía dejar el contacto con su mente o terminaría perdiendo la vinculación con aquel lugar físico que necesitaba conocer como la palma de mi mano. Me alejé todo lo que pude para percibir lo más atenuado posible el placer que le producía el acto escatológico que estaba realizando, muy rápido por cierto, enseguida comprendí la razón. Empezó a pensar con toda la libidinosidad de que era capaz su imaginación en la viuda de su amigo y esta capacidad era mucha puedo asegurarlo. Su fantasía tenía mucho más de brutal violación que de agradable y fácil seducción. No pude evitar sentir asco a pesar de la atracción que empezaba ya a sentir por aquella mujer por lo que me alegré cuando terminó de masturbarse y dejó que cuerpo y mente se relajaran.

Esperé pacientemente a que decidiera afeitarse, pero como tardaba se lo sugerí muy sutilmente haciéndole ver lo feo que estaría si tuviera que ver luego a la viuda sin afeitarse. Este brevísimo pensamiento le catapultó hasta el armario de baño de donde cogió los utensilios necesarios para el afeitado y cuando por fin se enjabonó delante del espejo pude contemplar a placer su rostro. Su cabeza era redonda y grande, a pesar de su cuello de toro me pareció que pujar por aquel peso tenía que ser todo un deporte. Su rostro coloradote estaba erizado de agrestes cerdas que harían huir a la mujer más  necesitada de caricias. Pero lo que más llamó mi atención fueron sus ojos. Negros y duros, miraban con recelo y un odio difícil de ocultar. Aquel hombre odiaba a todo el mundo, odiaba la vida, la luz  la oscuridad, incluso se odiaba a sí mismo, bueno esta era la razón de que odiara tanto todo. Tan solo este odio se atenuaba frente a una mujer atractiva que pudiera darle placer.



Mi mente estaba tan concentrada en fijar sus facciones en mi consciencia que apenas tuve sensación alguna de su afeitado. Terminó y se acercó otra vez a la cocina para beber un trago de agua de una botella que tenía en el frigorífico. Debía haber cenado algo fuerte y salado porque hasta mí llegaba la frenética actividad de su estómago e intestinos, eructó con gran fuerza y su mujer, que aún seguía desayunando sin prisa, le llamó guarro a lo que el contestó con una fuerte ventosidad. Momento que aproveché para dejar su mente y quedarme en contacto con la de su mujer.

En mis anteriores vidas tuve un cuerpo del sexo masculino. En el más allá las mentes no tienen sexo, no obstante toda mente no es otra cosa que el conjunto de sus recuerdos por lo que quienes nos recordamos con cuerpos masculinos nos consideramos mentes macho y al contrario. Por eso el contacto con la mente de aquella mujer era una experiencia difícil, no me adaptaba a las sensaciones de su cuerpo y menos en aquellos momentos en que pude detectar un desarreglo hormonal propio del cuerpo femenino. No estaba de muy buen humor y mis pensamientos masculinos podían desequilibrarla más si no tenía cuidado así que tuve que inventar sobre la marcha, la sugerí que las ideas raras que comenzaban a asaltarla procedían de los desarreglos de la regla que aquel mes eran muy dolorosos. Ya más tranquila comencé a sugerirla pensamientos que me dieran la información que necesitaba.

La sugerí pensara en su marido y una oleada de repugnancia me invadió. Seguía con él por motivos económicos y por los niños, pero el odio que sentía hacia su persona se iba acrecentando día tras día. No le dejaba acercarse con intenciones sexuales y dormían separados desde el día del accidente en el que había muerto el amigo después de una noche loca en un prostíbulo. No se lo perdonaba y el frustrado deseo de que el muerto hubiera sido él aún la consumía. En cambio tenía buen concepto de su amigo e incluso se había sentido atraída por él. Trabajé esta idea hasta empezar a sentir cómo su imaginación se desbocaba, su fantasía la llevaba a acostarse con él, algo de lo que ahora se arrepentía no haber hecho o intentado por lo menos. Con un toque aquí y otro allá pude gozar de la excitación que le producía aquella fantasía. Llevaba mucho tiempo sin experimentar  estos orgasmos mentales con humanas que dicho sea de paso son más satisfactorios que los revolcones con mentes femeninas que van perdiendo la intensidad de estímulos que proporciona el cuerpo, muchas veces se pierden en sus recuerdos y se olvidan de lo que están haciendo. La mujer, asombrada pero excitada, se dejó llevar y juntando sus muslos se rozó suavemente hasta llegar al orgasmo. Luego se relajó y dejando caer su cabeza sobre los brazos apoyados en la mesa se quedó dormida.




Este es un momento delicado para las mentes descarnadas que estamos en contacto con las mentes humanas, a pesar de que no pueden vernos y su percepción de nuestra presencia es fácil de transmutar en sueños o pesadillas no me gustan mucho estos contactos. Su mente se sintió libre y alejándose un poco de su cuerpo empezó a jugar con la mía como si fuera un sueño, lo que aproveché para  hacerla revivir aquella noche y los acontecimientos posteriores.

Ya de madrugada recibió una llamada del hospital donde había sido internado su marido. La impresión había sido tan grande que no pudo reprimir sollozos histéricos que confundieron a la enfermera. La muerte de su marido era una noticia tan agradable que perfectamente consciente se hubiera visto obligado a un gran esfuerzo para disimular su alegría, la somnolencia la ayudó a reaccionar de una manera perfectamente normal. La voz de la enfermera la consoló rápidamente, no su marido no estaba muerto, saldría adelante, pero lamentaba decir que su acompañante que no estaba identificado porque salió despedido del coche y se perdió su documentación acababa de fallecer. Ella no sabía con quién había salido de jarana esa noche, cosa por otro lado muy habitual, pero lamentaba profundamente que no hubiera sido su marido el fallecido. Dio las gracias y se dispuso a vestirse sin ninguna prisa, tenía que hacer el paripé de la mujer desconsolada pero tampoco necesitaba correr.

Ya en el hospital la calmaron respecto a su marido, pequeñas lesiones en la cara y un brazo roto pero no parecía  tener lesiones internas aunque tendría que estar unos días en observación. La rogaron les ayudara a identificar a su acompañante. Tenía el cuerpo destrozado y apenas le miró unos segundos, suficientes para que su rostro magullado le resultara familiar. Era el marido de una vecina de su mismo edificio, un hombre agradable y cortés a quien ella saludaba siempre con suave dulzura imaginando que era con él con quien se había casado y no con la bestia parda de su marido.

Decidió llamar ella a su vecina, era lo menos que podía hacer ya que según informaron  su marido era el conductor y la causa del accidente se debía al alto grado de alcohol en su sangre. Tuvo que hacer de tripas corazón para abrazar a su vecina que se desmoronó en sus brazos como un muñeco roto. La acompañó al cementerio consolándola lo mejor que pudo y cuando su marido volvió a casa le obligo a trasladarse a otra habitación y no volvió a dirigirle la palabra.

Aprovechando la imagen de la viuda sugerí siguiera pensando en ella hasta hacerme una imagen bastante precisa de su físico, luego la desperté para que me mostrara el resto de la casa, quería contactar con la viuda pero no podía hacerlo hasta conocer bien aquel piso,a donde tendría que volver con frecuencia ya que al parecer el fantasma campaba allí sin respeto alguno. Tardó en levantarse dándole vueltas al sueño que acababa de tener, solo pudo recordar que se trataba de una pesadilla referente a la muerte de aquel hombre. La acompañé a su habitación, luego al servicio de donde acababa de salir su marido que se estaba vistiendo en su habitación, finalmente a la habitación de los niños a quienes tenía que despertar para llevarles al colegio. Durante estos traslados conseguí que pensara en los extraños fenómenos que venían ocurriendo en el piso desde el accidente, ella no les daba ninguna importancia aunque empezaban a ser preocupantes para su marido que había presenciado en solitario algunos fenómenos sumamente extraños de los que se había visto obligado a hablar con ella para no volverse loco según decía. Ambos habían presenciado juntos algún fenómeno telequinésico muy fuerte.

Decidí dejarla, ya tendría tiempo de volver al tema aquella noche, si aún no había aparecido mi fantasma, que no asomaba su invisible morro por ninguna parte. Quería conocer a la viuda que sería  el principal instrumento que utilizaría para intentar controlar a aquel nuevo descarnado descontrolado. Di un toque a mi portadora para que pensara un buen rato en su vecina y lo hizo con tal intensidad que la viuda proyectó su mente hasta allí sobresaltada por la intensidad del pensamiento que percibía como una obsesión de su mente.





 

lunes, 5 de diciembre de 2022

LA VENGANZA DE KATHY XV

 




Para mí el tiempo no era ya un reloj que moviera sus agujas en una esfera, permitiéndome calcular el tiempo pasado o el por llegar. Solo podía compararlo a un sueño en el que todo ocurriera sin orden cronológico o espacial, secuencias cortadas a capricho por una tijera surrealista y loca. No sentir el cuerpo me desvinculaba de la realidad que cada vez estaba más lejana, como al otro extremo de un agujero de gusano que lo mismo conectaba con el otro extremo del universo que con un mundo paralelo o hasta con la muerte. Me preguntaba si en realidad yo no estaría muerto y lo que estaba viviendo era la forma en que los muertos desatascan sus pesadillas, dejándolas colarse por el sumidero de la nada. Aunque algo sí me había conectado una pizca con la realidad. Aquel orgasmito de la señorita Pepis me había permitido sentir que aún tenía un cuerpo, aunque no lo notara demasiado, es decir, nada, salvo aquella especie de corriente eléctrica que había atravesado mi pene, echando chispas en los testículos y explotando como un petardo mojado en mi escroto. Era poco, muy poco, pero sí lo suficiente para que pudiera apreciar cómo la voz de Kathy, que se había acostado a mi lado, y a la que apenas percibía por el rabillo del ojo, iba desgranando una letanía que apenas comprendía ni quería comprender.

-Esto es solo el comienzo, querido, una especie de despertar, un salir de la tumba por un huequito y atisbar el mundo de los vivos. Tampoco ha sido un gran orgasmo para mí, pero todo irá cambiando poco a poco. Ni siquiera el superpoder de mi clítoris ha sido capaz de resucitar del todo a la parte que más aprecias de tu cuerpo…Sí, porque tú adoras a tu pene que te permite entrar en tantas cuevas que ya has perdido la cuenta. No has sido capaz de apreciar el fuego devorador de la dragona que habita en el interior de mi cueva. No te hubiera pedido mucho, tan solo que me recordaras durante unos días y luego volvieras a mí de vez en cuando, dándome un poco de ternura a cambio del gran don del orgasmo cuasi infinito. Pero no. Ni siquiera llevas aquí tres días y ya te has acostado con más mujeres que días. Conmigo, luego con Heather, después con Dolores, al final con Alice. Y te hubiera gustado hacértelo con la doctorcita. Una tras otra y tras una y luego vuelta a empezar. Todos los hombres sois iguales. Nos utilizáis y luego nos tiráis como un trapo sucio. Ni siquiera os preocupa dejarnos contentas a cambio del fuego eterno de nuestras cuevas. Ni una buena palabra, ni una caricia, ni un gesto de compañerismo. Nada. Absolutamente nada.

-Pero esto se va a terminar. Llegará el apocalipsis y todos los hombres perecerán en la cueva donde habita la diosa Venus. En la Venusberg morirá la maldad de los hombres. Y yo seré su sacerdotisa, su enviada, su vengadora… Sí, ya sé que tú no eres el peor de todos ellos, pero tienes su misma naturaleza. Si hubiera sido justa habría empezado con Mr. Arkadin, el peor de los hombres. Pero aún no ha llegado. Nunca llega cuando se le espera, ocupado en sus negocios, como si el dinero fuera mejor que el superpoder de mi clítoris. Aun así llegará y recibirá su merecido. Para entonces sabré muchas cosas que habré aprendido de ti y las emplearé en su tortura con tanto entusiasmo, con tanto deleite, con tanta persistencia, que será un placer impagable el que recibiré de es miserable.

-No, no hemos acabado. Esto apenas ha sido el principio de la noche… Porque afuera sigue siendo de noche. Llegaste con la tormenta que no te dejó ver la hora y no llevas un reloj en tu muñeca que te permita saber que el tiempo va transcurriendo. La pócima del doctor Cabezaprivilegiada te ha tenido dormido unas horas, no muchas, menos de las que piensas. Aún nos queda mucha noche. Yo sí tengo un reloj que marca las horas y sé que en el exterior sigue la noche, porque la puedo ver por una especie de raro periscopio, invento del profesor chiflado, como los rayos y truenos que aún siguen, lo mismo que el repiqueteo de la lluvia. Mira, voy a permitir que veas y escuches, antes de someterte al segundo tormento. Lo que ocurre en el exterior es recogido por ese periscopio y pixelado en la pantalla que vas a tener frente a ti. Mira y disfruta…

Una enorme pantalla comenzó a descender del techo. Enorme, pero no tanto que escapara a mi campo de visión. Se detuvo en el centro de ese campo de visión, se encendió y un relámpago que pareció quedar anclado en el cielo oscuro me deslumbró hasta la ceguera… si eso era posible porque mis ojos, ahora lo comprendía, habían adquirido una visión extraña, como la que uno posee en ciertos sueños, en los que se puede ver todo desde fuera y al mismo tiempo desde dentro, una visión normal amplificada en capas dimensionales, como una cebolla surgida de un agujero negro. Me sentí como la criatura del doctor Frankenstein que abre los ojos por primera vez y deslumbrado contempla un mundo nuevo, no tan doloroso como el que vendrá después, cuando lo vaya comprendiendo. Porque él viene de la muerte y abre los ojos a la vida. No recuerda nada de la muerte y no sabe nada de la vida, pero sí lo suficiente para saber que la vida es mil veces peor que la muerte… ¿De dónde había surgido ese recuerdo? No lo sabía, no obstante era extraordinariamente preciso, como si hubiese leído la famosa novela y visto todas las versiones cinematográficas que de la misma se habían hecho hasta la fecha, que no sabía cuál era, pero era aquella, el momento presente. Comprendí que por una hendidura muy pequeña, tal vez generada por aquel relámpago que permanecía aún en la pantalla, como si alguien hubiera dado al pause, estaban empezando a brotar recuerdos muy escondidos en alguna parte profunda y misteriosa de mi subconsciente. Todo parecía transcurrir a cámara lenta. Tras el relámpago llegó el trueno horrísono que se prolongó como una carambola infinita. Y el repiqueteo de la lluvia me relajó como el baño en aguas frescas tras una travesía por el desierto. Tenía la lengua seca y la boca arenosa… Pero no, mi cuerpo no podía sentir nada. ¿Entonces qué eran aquellas sensaciones? El tiempo transcurrió, más como recuerdo de cómo transcurre el tiempo que por experiencia vital y presencial. La tormenta parecía no ir a amainar nunca. Me vino a la cabeza, a la mente, a lo que fuera en que se había convertido mi consciencia, la idea de lo que estaría ocurriendo en Crazyworld. ¿Alice habría dado ya la alarma? Tal vez fuera pronto, pero lo haría en cualquier momento, cuando ya no le cupiera la menor duda de que me había perdido en el bosque. Porque eso es lo que pensaría. ¿En qué otra cosa podría pensar? No en una Kathy endemoniada que me había drogado y trasladado a un búnker subterráneo del que nadie sabía nada. ¿Y cuando ella diera la voz de alarma quién le haría caso, cómo podría convencerles de que yo estaba perdido en el bosque? Tal vez Jimmy, ese maldito tunante, atisbara lo ocurrido y pusiera a todo el mundo en pie de guerra. Era capaz de eso y de mucho más. Nadie le llevaría la contraria, ahora que el doctor Sun se había vuelto más loco que sus pacientes y él, uno de sus locos pacientes, había tomado el mando por orden expresa del propio doctor Sun. ¿Qué harían? Esperarían a que pasara la noche y comenzarían la búsqueda con el alba. No, Jimmy no lo consentiría. Distribuiría linternas, crearía grupos de búsqueda, intentaría convencer a los robots de que les ayudaran. ¿Sabría Jimmy de la existencia de los robots? Por supuesto él lo sabía todo. Casi me reí a carcajadas viéndole dirigir semejante actividad. Era una risa plana que se deslizaba en mi interior como una serpiente. Y entonces, algo interrumpió la tormenta, mi ensoñación, fue la voz de Kathy de nuevo.

-Y ahora, hombrecito malvado, vamos a seguir con la segunda parte de tu tortura….