martes, 20 de septiembre de 2022

LA VENGANZA DE KATHY XIII

 




Deseé que la cena hubiera sido abundante, que tuviera lleno el estómago y eso la obligara a seguir hablando un buen rato, antes de comenzar la tortura. Porque eso iba a ser aquella sesión nocturna, una auténtica tortura. Claro que sentía una cierta curiosidad morbosa por ver el resultado de aquella lucha de película, Predator contra Cucudrulus gigantescus, o lo que es lo mismo su clítoris aberenjenado con poderes de super heroína, que tan bien conocía yo, contra mi pene muerto, o más bien en estado zombi, lo mismo que todo mi cuerpo. ¡Ojalá que también mi mente hubiera alcanzado ese estado de zombi o el nirvana del vacío!

-Estás deseando que te cuente lo que he cenado, para darte envidia, o que te cuente cualquier cosa, con tal de retrasar el momento, pero no lo voy a hacer. Me he bebido una botella entera de borgoña, de las que Mr. Arkadin tiene en su bodega secreta, y como no suelo beber, ni estoy acostumbrada, he pillado un buen colocón. Estoy caliente, muy caliente, mi clítoris comienza a exudar su jugo mágico que no pienso desperdiciar. Será una noche memorable. Y no creas que no puedo saber si tu esparraguito va a reaccionar. No te voy a contar si ya lo he experimentado con otro hombre en tus mismas condiciones. Quiero que el suspense permanezca hasta el final.

Comenzó a sonar una música de striptease que me pareció conocida, pero que no podía ubicar, tal vez de una película. Mi mente parecía estar muy descolocada, dislocada, diría yo, porque no recordaba si Kathy estaba desnuda o vestida cuando abrí los ojos. Puede que siguiera desnuda y cubierta de barro como cuando la vi en el claro, bajo la tormenta, bajo los rayos, arrullada por los truenos. Puede que no se hubiera duchado antes de cenar, entonces la silla y el suelo estarían cubiertos de barro. O tal vez tuvo tiempo suficiente para bañarse en la bañera con toda clase de sustancias odoríferas mientras yo dormía el sueño de los justos. Es posible que se hubiera vestido, acicalado, pintado para la cena. Pero si había hecho todo eso ahora estaba desnuda, embarrada, con una especie de pinturas de guerra en su rostro y en todo su cuerpo. Así era, salvo que mi mente estuviera delirando, lo que era posible, aunque no lógico. ¿Cómo era posible que el barro permaneciera tanto tiempo pegado a su cuerpo sin desprenderse y formar charquitos en el suelo? ¿Acaso se había untado con alguna poción del maldito profesor, que permitía al barro permanecer pegado a la piel como con pegamento? ¿Se había pintado el cuerpo con pinturas de guerra durante las horas que duró mi catatonia? ¿Entonces por qué no las había visto al despertar? ¿O sí las había visto pero no percibido? Mi mente trabajaba como una locomotora de vapor, asmática e hiperactiva. Lo que sin duda estaba intentando era pensar en cualquier cosa menos en lo que iba a suceder a continuación.

No es que temiera el contacto con su cuerpo –no lo iba a notar, como no notaba el mío- ni lo que me fuera a hacer o dejar de hacer, porque bien podría cortarme en pedacitos y no sentiría nada, nada de nada. Había dejado de sentirme angustiado por la posibilidad de morir, al fin y al cabo. una muerte sin dolor no deja de ser un sueño profundo en el que caes casi sin darte cuenta. Lo que más temía era mi impotencia. No podía moverme, no podía hacer nada, estaba en sus manos. Era como una película que uno no es capaz dejar de ver porque te han atado a una silla y han abierto tus ojos con un artilugio que te impide cerrarlos o desviar la mirada. Ella decidiría lo que la maldita película se iba a prolongar. Me hablaría de lo que quisiera durante el tiempo que deseara y yo no controlaría mis reacciones ni sería capaz de huir del momento presente, fuera el que fuese.

De alguna manera terminó su danza demoniaca que yo había visto en su totalidad, aunque no la recordaba en todos sus detalles, porque iba descubriendo que la pócima era capaz de anular mi cuerpo, pero no mi mente. Ésta era como una nave espacial, yendo y viniendo de acá para allá, hacia atrás y hacia delante, ocultándose tras planetas y satélites, fugándose hacia el sol a toda velocidad, en un intento de suicidio, inútil aunque deslumbrante. Ella controlaba mi cuerpo, pero no mi mente. Es cierto que yo tampoco la controlaba del todo, sin embargo, iba avanzando poco a poco en ese control. No pude fugarme cuando ella se abalanzó sobre mí. No sentí el peso de su cuerpo, no sentí nada. Kathy era como una demonia etérea, una imagen que había saltado desde una película y ahora peleaba con mi cuerpo desnudo como si fuera mío. Acarició mi pene que ni se inmutó. Se lo metió en la boca y ni siquiera se estiró un milímetro. Pasó su lengua por mi piel, haciendo sin prisa un recorrido que la llevó a mis pezones que mordisqueó o mordió con ganas, no lo sé, porque no sentí nada. Al llegar a mi boca se entretuvo en un beso complicado, tuvo que abrir mi boca con sus dedos y buscar mi lengua apagada, muerta, con la suya, muy viva. No entendía cómo estaba disfrutando de algo así, era como tener sexo con un muerto. Se dejó caer a plomo sobre mí. Su sexo se pegó al mío, supongo por la posición, porque cuando uno pierde el tacto solo puede imaginar a través de la vista. Movió sus caderas al compás de sus risitas de niña tonta y entonces mordisqueó mi oreja derecha y se puso a susurrar palabras, frases sin sentido. Se me ocurrió una idea extraña. ¿Cómo estaba escuchándola si mis oídos deberían haber entrado en estado zombi, como todo mi cuerpo? Era una cuestión sobre la que reflexionar con calma, cuando pudiera, como sobre el resto de efectos que la poción del profesor Cabezaprivilegiada había causado en mi cuerpo.

-Te voy a devorar como una pantera a un cervatillo. Grug-grag. Te voy a depredar sin compasión. Y cuando acabe contigo atraeré aquí a Mr. Arkadin y le haré lo mismo. Luego seguiré con todos los machos depredadores del planeta, sin prisa, el apocalipsis será lento, me regodearé mientras los machos impotentes pagarán por todo lo que me han hecho. Grag-grug. Tengo suficiente poción para eso y para más. Y cuando acabe con los depredadores terrestres, seguiré con los extraterrestres, con toda la galaxia, con todo el universo. Grug-grag, grag-grug.

Continuó desgranando frases delirantes con una voz demoniaca que no era la suya. De repente comprendí que Kathy se había vuelto completamente loca. Mi única esperanza era que encontraran cuanto antes aquel bunker subterráneo y me rescataran. Pero esa no era ya una esperanza, yo también estaba delirando como ella.

sábado, 10 de septiembre de 2022

EL BUSCADOR DEL DESTINO IV

 


Y justo un coche venía de frente por dirección prohibida. Toqué el claxon, encendí las luces, me di a todos los demonios. Nada, no funcionó. Seguro que el destino había nublado la mente de aquel conductor imbécil y nos dimos un batacazo, de frente, como hacen los toros y los tontos. Pensé que si el destino me la había jugado, ahora estaría esperando que perdiera los nervios, los papeles, hasta los calzoncillos. Que me liara a golpes, que viniera la policía municipal y me llevaran a chirona por desacato a la autoridad. Llevé la contraria al destino. Esta vez no me iba a pillar, ni esta, ni otra, ni nunca. Bajé del coche con lentitud, con calma, con paciencia, como un buda impasible. No respondería a los insultos, me dejaría dar de bofetadas, me echaría la culpa de todo, de absolutamente todo. Me comprometería a pagar los desperfectos, daría cuenta a mi seguro, lo que fuera, lo que me pidiera el otro, el imbécil. Cuando ya me disponía a hincarme de rodillas y pedir perdón a voz en grito. El conductor del otro coche, un hombre de mediana edad, delgado, despistado, con el pelo rapado, se acercó a mí con cara compungida.

 

-Perdone, perdone, me acabo de dar cuenta de que esta calle es de una sola dirección y por la flecha que he visto en el suelo soy yo el que iba en dirección prohibida. Mire vamos a rellenar un parte amistoso, quedará claro que yo tengo la culpa de todo. En realidad, lo voy a rellenar yo, no quiero molestarle, puesto que la culpa es mía y solo mía. Firmaremos, usted se queda con la copia. Le aseguro que mañana mismo lo pongo en conocimiento de mi seguro. Si no me cree, aquí tiene mi tarjeta, si hay algún problema me llama y le pagaré las reparaciones del taller, lo que sea preciso. No se preocupe.

 

Se puso a rellenar el parte encima del capó de su coche, mientras yo miraba y remiraba, pensando que. en efecto, aquel hombre había sido deslumbrado por el destino, le había engañado como a una oveja solitaria que solo busca la compañía del rebaño, balando sin descanso. Era un pobre hombre, que ignoraba las asechanzas del destino. Me dio pena. No obstante, acepté firmar y quedarme con una copia, lo mismo que con su tarjeta. Por si las moscas del destino se ponían furiosas y se ponían a picarme, como moscas cojoneras. El pobre hombre volvió a pedirme perdón, me dio un abrazo y subió a su coche, reculando, reculando, hasta subirse a un trozo ancho de cera y tocó el claxon para que pasara. Lo hice. Me despidió con un beso lanzado con los dedos desde su boca y así le perdí de vista, gracias a Dios.

 

No podía creer lo que acababa de pasar. El destino me la había jugado, pero cosa rara, todo parecía indicar que para bien. No era posible. Seguro que lo había hecho buscándome las cosquillas. Claro, sin duda estaría pensando que algo así me pondría muy, muy nervioso, más que si hubiera perdido los estribos y montado una trifulca. Olía a chamusquina por todas partes, hasta mi ropa. Habría previsto que con el nerviosismo sería muy fácil ponerme celadas por todas partes. Decidí salir de la ciudad cuanto antes, mejor dicho, con mucha calma, sin apresurarme, la celada me estaría aguardando en cada esquina. Me centré en lo que estaba haciendo, conducir, iría muy despacio, mirando cada paso de peatones, cada intersección, cada semáforo. Donde menos se espera salta la liebre, o un peatón despistado, o un semáforo en ámbar, o un policía municipal, todo podía ser susceptible de transformarse en un cepo para lobos.

 

No sé lo que tardé, pero lo conseguí. Abandoné la ciudad sin un rasguño, pero tan cansado, tan agotado, que me metí por el primer camino de tierra, aparqué junto a unos árboles desnudos y allí, una vez puesto el freno de mano, parado el motor y abierto las ventanillas, solté un grito estridente, horrísono. Golpeé con los puños el volante, lo mordí y una vez calmado encendí un pitillo. Eso me calmó definitivamente. Me disponía a continuar el camino cuando un recuerdo afloró a mi mente, echó raíces y no pude quitármelo de encima hasta que lo recapitulé de pé a pá, no me dejé un detalle en el tintero, hasta los más humillantes.

 

Había dado por supuesto que mi lucha contra el destino comenzó en la famosa bolera. Ahora sabía que no era cierto. En realidad. fue mucho antes. Aquel verano decidí alquilar una casa rural en un pueblecito casi abandonado de montaña. Me costó un ojo de la cara, pero supuse que merecía la pena. Solo, abandonado, meditando en una especie de monasterio rural. ¿Qué me podía ocurrir? Nada, absolutamente nada, salvo que las vacas tiraran y pisotearan el vallado de madera que rodeaba el jardín. Sí, me había preocupado de que la casa tuviera jardín, para salir a tomar el sol y olvidarme por completo de mi aciaga vida.

 

Todo fue bien. Llegué sin problemas, no me perdí, el climatizador del aire no se estropeó –porque hacía mucho calor- las llaves que me habían dado en la inmobiliaria entraban en las cerraduras. La casa era grande, tres pisos, el jardín coqueto, estaba lo suficientemente limpia para mí. La cama hecha, con sábanas. La habitación tenía internet, hasta wifi, para que pudiera instalar mi portátil donde me diera la gana y podría mirar el móvil hasta cansarme, sin consumir ni una micra de datos. Todo me pareció perfecto. Una vitro antigua, pero que funcionaba, el frigorífico estaba vacío, pero ya lo llenaría. Me eché una siesta larga y profunda. Me desperté vital, lúcido, lleno de esperanzas y sueños románticos. Salí al jardín. El silencio era monacal. Me puse a leer un libro. Decidí cenar. Había preparado suficiente comida, parte la trasegué en el camino y aún me quedaba un táper, una barra de pan, chorizo, queso y jamón. Lo saqué todo al jardín, colocándolo sobre la mesa que había instalada en el centro. Arrimé una silla metálica, suspiré de felicidad y me dispuse a trasegar como el tragón que soy. Acabé el chorizo, el jamón. Me quedó un poco de queso y algo de ensalada en el táper. Entonces caí en la cuenta de que no había bebido nada. No me apetecía beber agua. Recordé que había metido una botella de vino en el maletero. La había sacado y puesto a enfriar en el frigorífico, que funcionaba como si tal cosa. La fui a buscar, la descorché y salí sin vaso, bebería a morro. Entonces me encontré con un gato, o gata, porque todos los gatos tienen bigote, no sé distinguir a un gato de una gata. Estaba encima de la mesa, mordisqueando el trozo de queso que había sobrado. Me quedé pasmado. Siempre había creído que eran los ratones los que comían queso, no los gatos. El gato o gata era de un color rubio desvaído, estaba delgada y parecía no haber llevado una buena vida hasta entonces. En cuanto me vio dejó el queso y atrapó un currusco de pan, salto de la mesa y se alejó un buen trecho. No dejaba de mirarme, tal vez para adivinar mi próximo paso. Me dio pena. Le dije palabras cariñosas. Me hubiera gustado darle algo más sabroso, pero no quedaba nada. Mañana tendría que bajar a la ciudad más próxima para hacer la compra para un mes en el supermercado. Aprovecharía para comprar algo para aquel gato o gata. ¿Qué comen los gatos? Pienso, tal vez un poco de jamón de york, higaditos de pollo, algo de pescado.

 

Aquel gato, porque decidí que era gato y le llamé Silvestre, tal vez por los dibujos animados o porque vivía asilvestrado, se marchó con el currusco de pan en la boca. ¡Me dio una pena! A mí siempre me han gustado los animales, gatos, perros, ovejas, caballos, vacas… Nunca había tenido una mascota, porque me daba pena encerrarles en un piso de ciudad, como en una cárcel. Cuando me jubilara tendría una casita como aquella, con jardín, y si fuera posible con un gran trozo de terreno. Mejor una finca, vallada, con mucho terreno y allí tendría como mascotas toda clase de animales. Perros, gatos, ovejas, pocas, cabras, alguna, gallinas… Me puse a soñar. Llevaría una vida muy feliz rodeado de animales. Pero la realidad actual era muy distinta. Me acomodaría a ella, mientras soñaba en un futuro perfecto.

 

Me bebí media botella. Estaba frío y entraba muy bien después de un chorizo picante y un queso curado, seco, que daba sed. No me había dado cuenta de la sed que tenía hasta que me llevé la botella a los morros. Recogí lo que quedaba. Me levanté para llevarlo todo a la cocina. Me tambaleé. ¿Era posible que estuviera borracho? No suelo beber, pero media botella de vino bebida a gollete y casi sin respirar. Sí todo era posible. Como pude llegué a la cocina, cerré la puerta. Dejé la maleta donde la había dejado, mañana ya me ocuparía de ella. Subí hasta el dormitorio y encendí el portátil, me apetecía ver una película, incluso quedarme dormido en el cómodo sillón del dormitorio. No había internet. Había puesto correctamente la contraseña de la wifi que me habían facilitado en la inmobiliaria. Nada. No hay servicio, decía un letrerito. Creo que el vino me había soliviantado. Decidí llamar al servicio técnico de mi operadora y echarles una buena bronca. Marqué en el móvil el número que tenía en la agenda de contactos. No hay servicio, decía un letrerito. ¿Esto qué es? Esto no me puede pasar a mí. Les recuerdo que en aquel tiempo yo no sabía quién era el destino ni las putadas que te puede hacer cuando la toma contigo. Aún no me había rebelado contra él, ni había empezado a buscarlo para ajustarle las cuentas.

 

Quería ver una película, no leer un libro. Me fui a la cama. Noté que estaba completamente agotado del largo viaje. Lo supe porque tenía los nervios crispados, tensos como una cuerda de violín, o de guitarra, pongamos por caso. Me tumbé encima de la cama, en calzoncillos, porque hacía mucho calor, con las ventanas abiertas. Di vueltas y más vueltas hasta que logré quedarme dormido. Me despertó una necesidad acuciante de orinar, o de mear, seamos vulgares. ¿Sería el vino? En realidad sufro de la próstata y me paso las noches levantándome a mear cada dos horas. Casi lo había olvidado con el cambio de aires. Encendí la luz del servicio y casi me da un pasmo. El servicio estaba ocupado por una camada de gatitos, preciosos, eso sí, pero gatitos, que salieron corriendo en todas direcciones. ¿Y adivinan quién era la mamá gata que también salió corriendo? Silvestre se había convertido en Silvestrina, en mamá Silvestrina. No podía creerlo. Se había colado por la ventana abierta en el cubículo de la caldera y el depósito de la calefacción. Había dejado la puerta, que comunicaba el habitáculo con el servicio para que se formara una corriente de aire, aunque no soplaba ni una brisilla, y eso que estaba en un pueblo de montaña. No podía hacer otra cosa que mear, a pesar de la presencia de la mamá gata y los gatitos. Estuve un buen rato, luego me fui al dormitorio y cerré la puerta. Mañana sería otro día.