Y lo fue. Me desperté temprano porque había dormido mal. Me dije que lo
esencial era hacer acopio de comida. Medio dormido fui al servicio para hacer
mis necesidades y acicalarme un poco. Encendí la luz y los gatitos salieron
disparados en todas direcciones. Me llamaron la atención dos pequeñines a los
que llamé chiquitinines cariñosamente. Me llegaron al corazón. Muchas de sus
posibilidades de supervivencia pasaban porque yo les ayudara. Eran tan pequeños
que mamá gata –así la llamé- les debía de estar amamantando. Decidí que les
dejaría quedarse en casa conmigo, a toda la familia, allí estarían a salvo de los
depredadores y podría dar de comer a mamá gata y luego a ellos, cuando los
destetara. Me había olvidado por completo de que el alquiler de la casa lo
había pagado solo por un mes, el mes de vacaciones, luego tendría que regresar
al trabajo y a mi pobre vida solitaria. Antes de salir dejé en un cuenco un
poco de leche, lo único que tenía de momento, restos de un cartón de leche que
había comprado para el viaje. Me subí al coche, encendí el motor y me dispuse a
viajar unos veinte kilómetros hasta un pueblo grande donde había supermercados.
Allí podría comprar todo lo que necesitaba. La carretera era toda cuesta abajo,
estrecha, con curvas, por lo que extremé la precaución. Las mañanas siempre me
sientan mal, más si madrugo, si he dormido mal. Tuve que hacer un gran esfuerzo
para no dormirme y centrarme en la conducción.
Por fin llegué al pueblo, aparqué y se me ocurrió, antes de bajar del
coche, comprobar en el móvil la situación y el horario de los supermercados. Un
acierto, porque descubrí, pasmado, que el pueblo estaba en fiestas y todo
estaba cerrado. A pesar de ello me acerqué a dos de ellos, comprobando con mis
ojitos que se han de comer los gusanos, que así era, en efecto, estaban
cerrados, lo mismo que las tiendas, los estancos, las fruterías, todo menos los
bares, repletos de gente deseosa de pasarlo bien. Me puse cabezón. Puesto que
había bajado con el coche, no iba a volver a subir a mi casita rural en el
pueblecito con las manos vacías. Comprobé que en otro pueblo, aún más grande,
no había fiestas y los supermercados estaban abiertos. Era una suerte tener cobertura
y poder utilizar el móvil, eso te soluciona muchos problemas. Antes de ponerme
en marcha miré el recorrido y me hice una idea bastante aproximada de cómo ir y
de los puntos clave en los que me podría despistar. Algo tan habitual en mí que
siempre doy por supuesto que me perderé y necesitaré mucho más tiempo del que
marcan los itinerarios en Internet. Resulta muy curioso que siempre, siempre
que voy a un pueblo o ciudad que no conozco, tras muchas vueltas y revueltas
acabe terminando en el cementerio, esté donde esté. Se trata de una jugarreta
del destino, como pude comprobar con el tiempo, cuando acepté que todo lo malo
que ocurría en mi vida era culpa de este maldito diosecillo, también llamado
Fatum. Hasta ese momento me había limitado a pensar que yo era un hombre con
mala suerte, un gafe, un gafado, como se les suele llamar a esos que son
marcados por el destino desde la cuna. Procuraba no hablar de ello a nadie,
porque. aunque nadie dice ser supersticioso, todos creen en los gafes y huyen
de ellos como de la peste. Me limitaba a tomar mis precauciones, es decir a
tener un plan B y C y D y todos los que pudiera porque los días en los que todo
me salía bien a la primera eran para ser marcados en el calendario como algo
milagroso, los jueves milagro, pongamos por caso. Por eso y por otras razones
que no vienen al caso, siempre he estado solo. Ya desde niño observé, muy
intrigado, que mis padres procuraban no acompañarme a parte alguna si no era
estrictamente necesario. Como si fuera un apestado. Lo que se comprobó apenas
pasada la adolescencia. Mis padres me llevaron al médico, quien a su vez me
derivó a un especialista y este a otro más competente, un psiquiatra que no
tardó en diagnosticarme como psicótico, luego esquizofrénico y finalmente me
puso todas las etiquetas habidas y por haber, para no equivocarse. En esta
situación tan desgraciada no se me ocurrió otra cosa que marcharme de casa y
desaparecer para siempre. Lo hice tan bien que nadie me encontró, o más bien
pudo ser que no me buscaran. Salí adelante, ya muy consciente de que era un
gafe de mucho cuidado, y gracias a mi estrategia de planes, que se me ocurrió
una vez por casualidad en una intuición certera, cuando el destino estaba
descuidado. El tiempo fue pasando, yo fui creciendo, primero, y luego
envejeciendo, hasta llegar a este preciso momento que estoy recordando, porque
no es el presente, es el pasado más o menos cercano.
Resumiendo que es gerundio. Medio dormido como estaba abrí mucho los
ojos, como platos y me fijé en la carretera como si en ello me fuera la vida,
lo que no dejaba de ser bastante cierto. En la primera encrucijada de caminos,
o más bien de carreteras, acerté, porque giré a la izquierda. En la segunda
giré también a la izquierda y acerté. Pero en la tercera –a la tercera va la
vencida- me equivoqué por no girar a la derecha. Seguí todo recto y me pasé.
Recorrí más kilómetros de los que tenía anotados en mi mente. Pero solo cuando
llegué a un pequeño aeropuerto, cercano a la capital de la provincia o
Comunidad, comprendí que me había pasado. Ni siquiera maldije. Estaba
acostumbrado. Di la vuelta donde pude y recorrí el tramo de carretera que ya
había recorrido antes. A punto estuve de meterme donde no debía, porque mi idea
era la de que el gran pueblo a donde me dirigía no podía estar tan cerca del
otro pueblo, más pequeño, en el que todo estaba cerrado porque eran las
fiestas. Por suerte iba tan atento a los indicadores que no se me pasó uno con
el nombre del pueblo al que me dirigía. Encendí el intermitente, me puse en el
carril de acceso, hice el stop, y equiliqua que ya estaba bien encaminado.
Apenas en unos minutos ya estaba en la entrada de la urbe. En estos casos mi
plan A consiste en seguir la vía principal, el plan B en que si me salgo de la
vía principal doy las vueltas que sean necesarias hasta volver a ella y el plan
C, si acabo en el cementerio, paro el coche, miro los muros y pienso en la
fugacidad de la vida mientras me fumo un pitillo. Como se me había acabado el
tabaco no pude hacerlo. pero sí recorrer unas cuentas calles hasta percibir un
letrero que decía “estanco”. Aparqué encima de la acera, cerca de un paso de
cebra, en la esquina de una calle lateral. Antes de bajar del coche saqué la
cartera y miré el efectivo. Bien, tenía suficiente para comprar un cartón y al
mismo tiempo pagar la multa que me iban a poner, por estar encima de la acera,
por entorpecer el paso por el paso de cebra, o por lo que fuera. Salí corriendo
como alma que lleva el diablo, entré en el estanco y mientras la estanquera
metía el cartón en una bolsa, con mucha calma, le pregunté por el supermercado.
Salió conmigo fuera, después de pagarle, y me indicó con precisión la
dirección. Di las gracias encarecidamente y en cuanto ella entró en su
establecimiento eché a correr esperando ganar al destino. Lo gané, no sé si por
poco o por mucho. No había multa bajo el limpiaparabrisas ni un policía
rellenando un impreso. Expelí el aire con fuera, me metí en el coche, encendí
el motor y salí disparado, no sin antes mirar por el retrovisor. Como sabía en
qué dirección ir, era pan comido, si a la izquierda había una calle de
dirección prohibida, iba a la derecha o continuaba recto hasta encontrar la
forma de seguir la dirección marcada, no sé si norte, sur, este u oeste.
Conseguí llegar a la plaza que la estanquera me había indicado. Pero
ahora no recordaba si era en la primera calle a la derecha o la segunda. Tomé
la primera, porque si tomaba la segunda y era la primera tendría que dar la
vuelta y a saber hasta dónde me vería obligado a ir para dar la vuelta. Me
equivoqué. No era la primera, una callecita muy estrecha que seguí porque no
podía hacer otra cosa. Desemboqué en una calle peatonal donde se celebraba un
mercadillo. ¿Y ahora qué hago? Una mujer se me acercó, tan nerviosa como si la
estuviera atropellando. No me insultó, pero casi. Le dije que era nuevo y no
conocía la ciudad. Lo hice para contentarla y calmarla un poco. Pues por aquí
no puede pasar, es calle peatonal, hay un mercadillo y está llena, como puede
ver. Además, la policía está allí abajo. ¿La ve? Ya lo creo que la veía. No me
quedaba otro remedio que dar la vuelta como pudiera, pero no podía porque el
espacio era muy reducido y no quería atropellar a nadie ni tirar ningún
tenderete. Me vi obligado a dar marcha atrás. Algo que se me da muy mal. Odio
conducir marcha atrás y siempre que lo hago tengo un percance. Ahora me daba
cuenta de que la calle estrecha, además tenía coches aparcados a izquierda y
derecha, algo en lo que no me había fijado hasta ese momento. ¡Si estaría
dormido! Con un cuidado exquisito comencé a dar marcha atrás, a paso tortuga,
mirando por los retrovisores. No tienes prisa, no dejaba de repetirme, estás de
vacaciones y si llegas a casa a las diez de la noche, como si llegas a las tres
de la madrugada, lo importante es llegar sin tropiezos. Lenta, muy
lentaaaaamente fui esquivando coches, sin romper retrovisores, hasta que ya
llegaba casi al final de la calle cuando vi a un impedido en silla de ruedas
que venía hacia mí a una velocidad de vértigo. Miré al impedido y le hice
gestos de que lo sentía muchísimo. El debió comprender que yo era una de esas
personas de las que es mejor alejarse cuanto antes porque dio la vuelta a su
silla de ruedas y salió disparado.
Llegué al final, había espacio para dar la vuelta al coche y no seguir de
culo. Pero me volví a equivocar, giré a la derecha, cuando era a la izquierda.
Calle cerrada. Subí a una cera, di marcha atrás, subí a la otra acera, hice
maniobras y volví por donde había venido. Entonces me fijé en que había señales
en el asfalto, flechas que indicaban que yo había llegado al mercadillo en dirección
prohibida. Tengo la culpa, lo reconozco, señor guardia. Pero por suerte allí no
había guardias. Conseguí alcanzar la arteria principal y esta vez sí giré por
la segunda calle, la buena. Había unas flechas indicando el parking del
supermercado. Las seguí, habían cortado la calle con una barrera metálica, por
suerte la entrada al parking estaba antes de la barrera. Entré por una rampa
que me pareció un tanto arriesgada. Bajé con el pie en el freno. En la primera
planta no había plazas libres, bajé a la segunda. Conseguí aparcar, eligiendo
una plaza que no estaba junto a una columna como otra a la que no hice caso.
Tras muchas maniobras aparqué bien y me bajé del coche. Miré el reloj. Era
tarde. Como el supermercado estaba en un centro comercial, con todo tipo de
comercios, incluidos restaurantes, me pensé ir a comer primero, nadie piensa
bien con el estómago vacío. Pero me acordé de mamá gatita. Con tatos gatitos
chupando de sus tetitas iba a necesitar comida sustanciosa para que no la
dejaran en el esqueleto. Pensé que tal vez unos higadillos de pollo la vinieran
muy bien, pero suelen desaparecer pronto. Así que me dirigí en tromba al
supermercado. Por suerte aún quedaban algunas bandejitas de higaditos. Las cogí
todas y compré de paso una bolsa térmica para que se conservaran. Estábamos en
verano, no era cuestión de darle a mamá gatita un alimento putrefacto. Hacía
calor. pero no tanto como en unos días, en que llegaría la primera ola de
calor. Dejé la bolsa térmica en el maletero. Subí por unas escaleras mecánicas
buscando un restaurante y lo encontré justo donde terminaban las escaleras.
Miré el menú. Me pareció bueno y no muy caro. Entré en el restaurante. No había
demasiada gente, mejor, pensé para mi coleto, no me gusta la gente. Me senté a
una mesa suficientemente alejada de los pocos comensales que comían allí. Vino
un camarero, un joven de uniforme negro, negros los pantalones, negro el niqui,
negro el pelo cortado a cepillo, con un pirsing en la oreja, otro en la nariz.
Parecía un poco amanerado. Puede que fuera homosexual o puede que no, hasta yo
puedo parecer amanerado cuando camino con todos mis kilos, cansado y
arrastrando los pies. Cada cual vive su sexualidad como quiere. En eso no tengo
reparos. Entre otras cosas porque no he podido ejercer mi sexualidad de ninguna
manera. Por mí hubiera elegido el hermafroditismo, pero ni eso me fue
concedido.
Me pasó el menú. Elegí un revuelto de setas y una cazuelita de merluza y
rape. ¿Y para beber? Una jarra de cerveza bien fría, helada. Adoro la cerveza
helada en verano, sobre todo cuando hace mucho calor. Tengo una norma que
cumplo, siempre que puedo. Después de cada desgracia, después de cada fallo del
plan A, del plan B o C, raras veces llego al D, me premio, con lo que a mí más
me gusta, una buena comida y una jarra de cerveza fría, muy fría, helada, sobre
todo si hace mucho calor. Claro que también me doy otros premios, comprar unos
libros, un viaje –si la desgracia ha sido muy gorda- o yo qué sé, ya se me
ocurrirá, si la desgracia ha sido gordísima. El camarero me trajo la cerveza,
la jarra que dejé a la mitad de un solo trago. Disfruté del revuelto de setas,
muy rico y antes de que trajera el segundo pedí otra jarra, tenía sed y la
cerveza helada estaba riquísima. Noté que me ponía contento, pero no importaba,
por muy contento que me pusiera no compensaría las desgracias de aquel día,
avería en la cobertura que me impidió mirar a ver si había fiestas en el
pueblo, el compromiso de tener una familia de gatos, sin comerlo ni beberlo,
porque la mamá era muy lista y al ver un habitante en la casa y que se podía
colar por una ventana abierta en la habitación de la caldera de la calefacción…
pues lo hizo. Lo que no entiendo es que tuviera tanta confianza en mí, sin
conocerme. A veces los animales son más listos que las personas… bueno, casi
siempre. Disfruté muchísimo la cazuelita de merluza y rape. Estaba riquísima.
Disfruté del postre y el café. Luego saqué la cartera y pagué. Me alejé a paso
tranquilo, ligeramente en zigzag y me dispuse a comprar para un mes en el
supermercado. Ahora sin prisa. Tenía la barriga llena y toda la tarde para
hacer la compra. Con llegar a casa antes de que oscureciera ya tenía bastante.