lunes, 31 de octubre de 2022

EL BUSCADOR DEL DESTINO V

  


Y lo fue. Me desperté temprano porque había dormido mal. Me dije que lo esencial era hacer acopio de comida. Medio dormido fui al servicio para hacer mis necesidades y acicalarme un poco. Encendí la luz y los gatitos salieron disparados en todas direcciones. Me llamaron la atención dos pequeñines a los que llamé chiquitinines cariñosamente. Me llegaron al corazón. Muchas de sus posibilidades de supervivencia pasaban porque yo les ayudara. Eran tan pequeños que mamá gata –así la llamé- les debía de estar amamantando. Decidí que les dejaría quedarse en casa conmigo, a toda la familia, allí estarían a salvo de los depredadores y podría dar de comer a mamá gata y luego a ellos, cuando los destetara. Me había olvidado por completo de que el alquiler de la casa lo había pagado solo por un mes, el mes de vacaciones, luego tendría que regresar al trabajo y a mi pobre vida solitaria. Antes de salir dejé en un cuenco un poco de leche, lo único que tenía de momento, restos de un cartón de leche que había comprado para el viaje. Me subí al coche, encendí el motor y me dispuse a viajar unos veinte kilómetros hasta un pueblo grande donde había supermercados. Allí podría comprar todo lo que necesitaba. La carretera era toda cuesta abajo, estrecha, con curvas, por lo que extremé la precaución. Las mañanas siempre me sientan mal, más si madrugo, si he dormido mal. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no dormirme y centrarme en la conducción.

 

Por fin llegué al pueblo, aparqué y se me ocurrió, antes de bajar del coche, comprobar en el móvil la situación y el horario de los supermercados. Un acierto, porque descubrí, pasmado, que el pueblo estaba en fiestas y todo estaba cerrado. A pesar de ello me acerqué a dos de ellos, comprobando con mis ojitos que se han de comer los gusanos, que así era, en efecto, estaban cerrados, lo mismo que las tiendas, los estancos, las fruterías, todo menos los bares, repletos de gente deseosa de pasarlo bien. Me puse cabezón. Puesto que había bajado con el coche, no iba a volver a subir a mi casita rural en el pueblecito con las manos vacías. Comprobé que en otro pueblo, aún más grande, no había fiestas y los supermercados estaban abiertos. Era una suerte tener cobertura y poder utilizar el móvil, eso te soluciona muchos problemas. Antes de ponerme en marcha miré el recorrido y me hice una idea bastante aproximada de cómo ir y de los puntos clave en los que me podría despistar. Algo tan habitual en mí que siempre doy por supuesto que me perderé y necesitaré mucho más tiempo del que marcan los itinerarios en Internet. Resulta muy curioso que siempre, siempre que voy a un pueblo o ciudad que no conozco, tras muchas vueltas y revueltas acabe terminando en el cementerio, esté donde esté. Se trata de una jugarreta del destino, como pude comprobar con el tiempo, cuando acepté que todo lo malo que ocurría en mi vida era culpa de este maldito diosecillo, también llamado Fatum. Hasta ese momento me había limitado a pensar que yo era un hombre con mala suerte, un gafe, un gafado, como se les suele llamar a esos que son marcados por el destino desde la cuna. Procuraba no hablar de ello a nadie, porque. aunque nadie dice ser supersticioso, todos creen en los gafes y huyen de ellos como de la peste. Me limitaba a tomar mis precauciones, es decir a tener un plan B y C y D y todos los que pudiera porque los días en los que todo me salía bien a la primera eran para ser marcados en el calendario como algo milagroso, los jueves milagro, pongamos por caso. Por eso y por otras razones que no vienen al caso, siempre he estado solo. Ya desde niño observé, muy intrigado, que mis padres procuraban no acompañarme a parte alguna si no era estrictamente necesario. Como si fuera un apestado. Lo que se comprobó apenas pasada la adolescencia. Mis padres me llevaron al médico, quien a su vez me derivó a un especialista y este a otro más competente, un psiquiatra que no tardó en diagnosticarme como psicótico, luego esquizofrénico y finalmente me puso todas las etiquetas habidas y por haber, para no equivocarse. En esta situación tan desgraciada no se me ocurrió otra cosa que marcharme de casa y desaparecer para siempre. Lo hice tan bien que nadie me encontró, o más bien pudo ser que no me buscaran. Salí adelante, ya muy consciente de que era un gafe de mucho cuidado, y gracias a mi estrategia de planes, que se me ocurrió una vez por casualidad en una intuición certera, cuando el destino estaba descuidado. El tiempo fue pasando, yo fui creciendo, primero, y luego envejeciendo, hasta llegar a este preciso momento que estoy recordando, porque no es el presente, es el pasado más o menos cercano.

 

Resumiendo que es gerundio. Medio dormido como estaba abrí mucho los ojos, como platos y me fijé en la carretera como si en ello me fuera la vida, lo que no dejaba de ser bastante cierto. En la primera encrucijada de caminos, o más bien de carreteras, acerté, porque giré a la izquierda. En la segunda giré también a la izquierda y acerté. Pero en la tercera –a la tercera va la vencida- me equivoqué por no girar a la derecha. Seguí todo recto y me pasé. Recorrí más kilómetros de los que tenía anotados en mi mente. Pero solo cuando llegué a un pequeño aeropuerto, cercano a la capital de la provincia o Comunidad, comprendí que me había pasado. Ni siquiera maldije. Estaba acostumbrado. Di la vuelta donde pude y recorrí el tramo de carretera que ya había recorrido antes. A punto estuve de meterme donde no debía, porque mi idea era la de que el gran pueblo a donde me dirigía no podía estar tan cerca del otro pueblo, más pequeño, en el que todo estaba cerrado porque eran las fiestas. Por suerte iba tan atento a los indicadores que no se me pasó uno con el nombre del pueblo al que me dirigía. Encendí el intermitente, me puse en el carril de acceso, hice el stop, y equiliqua que ya estaba bien encaminado. Apenas en unos minutos ya estaba en la entrada de la urbe. En estos casos mi plan A consiste en seguir la vía principal, el plan B en que si me salgo de la vía principal doy las vueltas que sean necesarias hasta volver a ella y el plan C, si acabo en el cementerio, paro el coche, miro los muros y pienso en la fugacidad de la vida mientras me fumo un pitillo. Como se me había acabado el tabaco no pude hacerlo. pero sí recorrer unas cuentas calles hasta percibir un letrero que decía “estanco”. Aparqué encima de la acera, cerca de un paso de cebra, en la esquina de una calle lateral. Antes de bajar del coche saqué la cartera y miré el efectivo. Bien, tenía suficiente para comprar un cartón y al mismo tiempo pagar la multa que me iban a poner, por estar encima de la acera, por entorpecer el paso por el paso de cebra, o por lo que fuera. Salí corriendo como alma que lleva el diablo, entré en el estanco y mientras la estanquera metía el cartón en una bolsa, con mucha calma, le pregunté por el supermercado. Salió conmigo fuera, después de pagarle, y me indicó con precisión la dirección. Di las gracias encarecidamente y en cuanto ella entró en su establecimiento eché a correr esperando ganar al destino. Lo gané, no sé si por poco o por mucho. No había multa bajo el limpiaparabrisas ni un policía rellenando un impreso. Expelí el aire con fuera, me metí en el coche, encendí el motor y salí disparado, no sin antes mirar por el retrovisor. Como sabía en qué dirección ir, era pan comido, si a la izquierda había una calle de dirección prohibida, iba a la derecha o continuaba recto hasta encontrar la forma de seguir la dirección marcada, no sé si norte, sur, este u oeste.

 

Conseguí llegar a la plaza que la estanquera me había indicado. Pero ahora no recordaba si era en la primera calle a la derecha o la segunda. Tomé la primera, porque si tomaba la segunda y era la primera tendría que dar la vuelta y a saber hasta dónde me vería obligado a ir para dar la vuelta. Me equivoqué. No era la primera, una callecita muy estrecha que seguí porque no podía hacer otra cosa. Desemboqué en una calle peatonal donde se celebraba un mercadillo. ¿Y ahora qué hago? Una mujer se me acercó, tan nerviosa como si la estuviera atropellando. No me insultó, pero casi. Le dije que era nuevo y no conocía la ciudad. Lo hice para contentarla y calmarla un poco. Pues por aquí no puede pasar, es calle peatonal, hay un mercadillo y está llena, como puede ver. Además, la policía está allí abajo. ¿La ve? Ya lo creo que la veía. No me quedaba otro remedio que dar la vuelta como pudiera, pero no podía porque el espacio era muy reducido y no quería atropellar a nadie ni tirar ningún tenderete. Me vi obligado a dar marcha atrás. Algo que se me da muy mal. Odio conducir marcha atrás y siempre que lo hago tengo un percance. Ahora me daba cuenta de que la calle estrecha, además tenía coches aparcados a izquierda y derecha, algo en lo que no me había fijado hasta ese momento. ¡Si estaría dormido! Con un cuidado exquisito comencé a dar marcha atrás, a paso tortuga, mirando por los retrovisores. No tienes prisa, no dejaba de repetirme, estás de vacaciones y si llegas a casa a las diez de la noche, como si llegas a las tres de la madrugada, lo importante es llegar sin tropiezos. Lenta, muy lentaaaaamente fui esquivando coches, sin romper retrovisores, hasta que ya llegaba casi al final de la calle cuando vi a un impedido en silla de ruedas que venía hacia mí a una velocidad de vértigo. Miré al impedido y le hice gestos de que lo sentía muchísimo. El debió comprender que yo era una de esas personas de las que es mejor alejarse cuanto antes porque dio la vuelta a su silla de ruedas y salió disparado.

 

Llegué al final, había espacio para dar la vuelta al coche y no seguir de culo. Pero me volví a equivocar, giré a la derecha, cuando era a la izquierda. Calle cerrada. Subí a una cera, di marcha atrás, subí a la otra acera, hice maniobras y volví por donde había venido. Entonces me fijé en que había señales en el asfalto, flechas que indicaban que yo había llegado al mercadillo en dirección prohibida. Tengo la culpa, lo reconozco, señor guardia. Pero por suerte allí no había guardias. Conseguí alcanzar la arteria principal y esta vez sí giré por la segunda calle, la buena. Había unas flechas indicando el parking del supermercado. Las seguí, habían cortado la calle con una barrera metálica, por suerte la entrada al parking estaba antes de la barrera. Entré por una rampa que me pareció un tanto arriesgada. Bajé con el pie en el freno. En la primera planta no había plazas libres, bajé a la segunda. Conseguí aparcar, eligiendo una plaza que no estaba junto a una columna como otra a la que no hice caso. Tras muchas maniobras aparqué bien y me bajé del coche. Miré el reloj. Era tarde. Como el supermercado estaba en un centro comercial, con todo tipo de comercios, incluidos restaurantes, me pensé ir a comer primero, nadie piensa bien con el estómago vacío. Pero me acordé de mamá gatita. Con tatos gatitos chupando de sus tetitas iba a necesitar comida sustanciosa para que no la dejaran en el esqueleto. Pensé que tal vez unos higadillos de pollo la vinieran muy bien, pero suelen desaparecer pronto. Así que me dirigí en tromba al supermercado. Por suerte aún quedaban algunas bandejitas de higaditos. Las cogí todas y compré de paso una bolsa térmica para que se conservaran. Estábamos en verano, no era cuestión de darle a mamá gatita un alimento putrefacto. Hacía calor. pero no tanto como en unos días, en que llegaría la primera ola de calor. Dejé la bolsa térmica en el maletero. Subí por unas escaleras mecánicas buscando un restaurante y lo encontré justo donde terminaban las escaleras. Miré el menú. Me pareció bueno y no muy caro. Entré en el restaurante. No había demasiada gente, mejor, pensé para mi coleto, no me gusta la gente. Me senté a una mesa suficientemente alejada de los pocos comensales que comían allí. Vino un camarero, un joven de uniforme negro, negros los pantalones, negro el niqui, negro el pelo cortado a cepillo, con un pirsing en la oreja, otro en la nariz. Parecía un poco amanerado. Puede que fuera homosexual o puede que no, hasta yo puedo parecer amanerado cuando camino con todos mis kilos, cansado y arrastrando los pies. Cada cual vive su sexualidad como quiere. En eso no tengo reparos. Entre otras cosas porque no he podido ejercer mi sexualidad de ninguna manera. Por mí hubiera elegido el hermafroditismo, pero ni eso me fue concedido.

 

Me pasó el menú. Elegí un revuelto de setas y una cazuelita de merluza y rape. ¿Y para beber? Una jarra de cerveza bien fría, helada. Adoro la cerveza helada en verano, sobre todo cuando hace mucho calor. Tengo una norma que cumplo, siempre que puedo. Después de cada desgracia, después de cada fallo del plan A, del plan B o C, raras veces llego al D, me premio, con lo que a mí más me gusta, una buena comida y una jarra de cerveza fría, muy fría, helada, sobre todo si hace mucho calor. Claro que también me doy otros premios, comprar unos libros, un viaje –si la desgracia ha sido muy gorda- o yo qué sé, ya se me ocurrirá, si la desgracia ha sido gordísima. El camarero me trajo la cerveza, la jarra que dejé a la mitad de un solo trago. Disfruté del revuelto de setas, muy rico y antes de que trajera el segundo pedí otra jarra, tenía sed y la cerveza helada estaba riquísima. Noté que me ponía contento, pero no importaba, por muy contento que me pusiera no compensaría las desgracias de aquel día, avería en la cobertura que me impidió mirar a ver si había fiestas en el pueblo, el compromiso de tener una familia de gatos, sin comerlo ni beberlo, porque la mamá era muy lista y al ver un habitante en la casa y que se podía colar por una ventana abierta en la habitación de la caldera de la calefacción… pues lo hizo. Lo que no entiendo es que tuviera tanta confianza en mí, sin conocerme. A veces los animales son más listos que las personas… bueno, casi siempre. Disfruté muchísimo la cazuelita de merluza y rape. Estaba riquísima. Disfruté del postre y el café. Luego saqué la cartera y pagué. Me alejé a paso tranquilo, ligeramente en zigzag y me dispuse a comprar para un mes en el supermercado. Ahora sin prisa. Tenía la barriga llena y toda la tarde para hacer la compra. Con llegar a casa antes de que oscureciera ya tenía bastante.

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