NOTA INTRODUCTORIA/ Luciferino es
uno de mis primeros personajes. Aunque no está datada la fecha de su
nacimiento, aparece por primera vez en la libreta pequeña número 5, lo que
significa que, como mucho, nacería pocos meses después del doctor Carlo Sun, de
Olegario Brunelli, el humorista number one, del profesor Cabezaprivilegiada y
su compañero de aventuras, Hipopótamus Hipocondriacus, del Sr. Buenavista,
economista, y de alguno más. No encuentro razones para disculpar que haya
permanecido tantos años hibernado, olvidado en el baúl de los recuerdos, como
sus marionetas o muñequitos parlantes. Una de mis frustraciones más profundas
como creador es la de no ser ventrílocuo, como alguno de estos geniales artistas
de los que tanto he disfrutado a lo largo de mi vida y que son capaces de
imitar casi cualquier voz que se propongan, algunas con más perfección y gracia
que otras, porque no todos, ninguno, diría yo, han alcanzado las cumbres
nevadas a las que llegó Luciferino, casi sin esfuerzo, y por supuesto sin
oxígeno. Dentro de los especímenes humorísticos, los imitadores de voces,
apoyados en el soporte de marionetas o muñecos, están entre los más admirados
por el autor. Reconozco que a veces, alguno de ellos no es precisamente muy
creativo y original, y a mi juicio no saca todo el partido posible –que me
atrevo a pensar que yo sí conseguiría de haber sido agraciado con el don de la
imitación de voces- de sus muñecos y de los diálogos que mantienen con ellos.
El hecho de poder poner una voz distinta y graciosa a un muñeco con el que el
humorista dialoga, es un instrumento casi mágico para el humorista que he
echado mucho de menos al dar la vida y el aliento a mis personajes. A veces se
me ha ocurrido intentar poner voz a mis personajes, pero salen tan impostadas,
tan artificiales, que me he sonrojado de vergüenza. Si no tienes un determinado
don, acéptalo con humildad y desarrolla los que sí has recibido de la vida.
Es posible que haya sido eso, mi
incapacidad absoluta para la ventriloquía, lo que he hecho que me olvidara de
este personaje, sin ser muy consciente de ello. Las posibilidades humorísticas
de Luciferino son fantásticas, y sin duda hubiera intentado sacar partido de
ello de no haber sido por la frustración de no poder poner voz a sus muñecos o
marionetas. Se me ocurrió incluso buscar documentación sobre ventriloquía y el
control y dominio de la voz, pero todo fue inútil. De haber sido yo un Carlos
Latre hubiera disfrutado lo impensable poniendo voz a todos mis personajes
humorísticos, y sin duda habrían alcanzado personalidades mucho más sólidas y
divertidas de las que tienen actualmente. De niño recuerdo haber visto en la
televisión a Herta Frankel y sus muñecos, luego a Maricarmen y los suyos o a
Jose-Luis Moreno. Si hago memoria no encuentro demasiados ventrílocuos en mi
vida, de lo que deduzco que no debe ser un arte precisamente fácil. Intrigado
por este noble arte me propuse crear un personaje con el que pudiera jugar
hasta tantear los límites del humor, de esta curiosa aventura nació Luciferino,
a quien ahora pongo en pie para ver hasta dónde me lleva y hasta dónde no
debería llegar el humor. Es un experimento divertido y gracioso, aunque un
tanto arriesgado. Tal vez sea una vuelta de tuerca a mis personajes
humorísticos clásicos, aunque el esquema creativo sea el mismo para todos
ellos.
Acompaño algunos enlaces sobre el arte de la
ventriloquía, que por lo visto es tan antiguo o más que la democracia, algo que
ignoraba porque mi documentación para el personaje no fue precisamente
exhaustiva.
LUCIFERINO, IMITADOR DIVINO
NARRADO POR EL PRODIGIOSO
FIGURINISTA QUE LE REGALARA SUS MARIONETAS A MUY TEMPRANA EDAD
Ya de niño imitaba la voz
histérica de su mamá cuando le regañaba, con tal gracia y perfección que ésta
se vio obligada a delegar las broncas en el papá, quien con la pachorra y
sarcasmo que le caracterizaba no sólo aceptaba las imitaciones que le hacía su
hijo sino que las buscaba con cualquier pretexto, disfrutando tanto de sus
parodias que la mamá perdía los estribos y procuraba mantenerse lo más alejada
posible de ambos cuando preveía que éstos se iban a enzarzar en uno de sus
repugnantes shows, puesto que el padre no le andaba a la zaga al hijo y aunque
sus intentos de parodiar a su hijo eran bastante groseros, ambos podían pasarse
horas diciéndose disparates y gesticulando como dos payasos de juguete con el
mecanismo roto.
En el colegio los maestros huían
como de la peste de Luciferino, un nombre que le pusiera su progenitor y con el
que luchó en el registro civil hasta agotar a los funcionarios, al juez
encargado del registro, a la Dirección general de los registros y el notariado
y a todo el mundo que se cruzó en su camino. Al final se salió con la suya,
alegando que él no tenía la culpa de la mala prensa, la leyenda negra de este
nombre demoniaco, puesto que nada había en él, en su esencia y naturaleza, que
fuera intrínsecamente malo y que si uno no podía poner a su retoño el nombre de
un ángel, aunque luego cayera, lo que nos sucede a todos a lo largo de la vida,
tampoco iba a consentir que otros niños llevaran nombres de santos, algo tan
blasfemo o más como poner al niño el nombre de un ángel, puesto que los ángeles
eran superiores a los santos, eran entidades más elevadas y espirituales y blá,
blá y blá. Mareó a todo el mundo hasta salirse con la suya, y así a nuestro
personaje y amigo se le endosó un nombre que con el tiempo resultaría casi
profético puesto que su arte fue calificado por muchos como algo demoniaco. No
voy a extenderme mucho sobre la reacción de su madre ante la excentricidad de
su padre, porque eso nos llevaría casi las tres cuartas partes de esta
historia, baste decir que la cosa no acabó en divorcio de milagro y que la mamá
solo accedió y se contentó cuando el papá firmó un documento notarial
comprometiéndose a ceder 999 veces de cada mil en las decisiones familiares.
Preguntado años más tarde por la prensa rosa, la prensa amarilla, la verde y la
esmeralda, sobre semejante desatino, se rió a carcajadas manifestando y
preguntando si no se habían dado cuenta de que 999 bien podría ser 666 si se le
daba la vuelta y se le ponía patas arriba. El número apocalíptico era el signo
de los tiempos venideros y su hijo sería el anticristo que llamara al
apocalipsis para terminar y exterminar a la especie humana, la única que merece
semejante castigo de todo el universo, incluidas las galaxias más cercanas. Visto lo visto y teniendo en cuenta la
trayectoria de Luciferino debo decir que su progenitor no andaba muy
descaminado, puesto que a lo largo de su joven trayectoria –acaba de cumplir
los veinticinco años- no dejó títere con cabeza, nunca mejor dicho, y acabó
colapsando la justicia de medio mundo, ante el cúmulo de procedimientos que
contra él se dirigieron por parte de los ofendidos, especialmente políticos. Fue
expulsado de todas las televisiones del mundo hasta que él mismo fundó la suya
propia que hoy es la más vista del planeta y con la que gana tantos dividendos
que le salen por las orejas. A pesar de su nombre, Luciferino es la persona más
bonachona del planeta –cuando no está actuando- y lo prueba el hecho, por mí
sabido y constatado, de que ha realizado cuantiosas donaciones para acabar con
las lacras más terribles de la humanidad.
Pero se me ha ido la olla y he
desvariado como títere sin cabeza. Debo confesar con toda humildad que en
cuanto menciono a su padre se me sube la bilis a la boca; él y solo él es
culpable de la mala trayectoria de su hijo, a quien puso semejante nombre sin
su consentimiento y luego espoleó sin bondad ni ética para que terminara
burlándose de todo el mundo, puesto que ya lo hacía de sus progenitores sin
consecuencias, y le transformó en un consentido monstruito que no respetaba a
nada ni a nadie. Algo de culpa también tengo yo que le facilitó sus primeros
muñecos, a la tierna edad de cinco años. Y aquí me urge confesar un dato
imprescindible para la comprensión de esta historia y del narrador. En efecto,
yo soy su padrino, viejo amigo de su padre, al que odio con todas mis fuerzas,
sin dejar de ser buenos amigos. Aunque, pensándolo bien, mejor que utilizara
mis muñecos, magistralmente realizados y con caritas angelicales, que otros
cualesquiera construidos por artesanos sin entrañas, sin amor al arte,
mecanicistas sin el menor aliento de espiritualidad.
Pero debo disculparme una vez más
y ésta sí, continuaré con la historia. Sus maestros, como decía huían de
sacarle al encerado o de hacerle preguntas sobre la asignatura o cualquier otro
tipo de preguntas. Al principio de cada curso el maestro de turno, delante de
toda la clase, prohibía a Luciferino decir ni media palabra, bajo pena de santa
excomunión. Al pasar la lista se saltaban su nombre y si faltaba algún día a
clase, mejor para todos, incluso le premiaban con una piruleta cuando faltaba.
Le aprobaban todas las asignaturas, por miedo a que tuviera que repetir curso
con ellos y hacían como si fuera invisible, no le veían, no eran conscientes de
su presencia, y hasta en alguna ocasión memorable pusieron a un alumno nuevo en
el mismo pupitre que Luciferino, a tal punto llegaba su ansia loca de olvidarse
de él. Si Luciferino se pasaba la mayor parte del tiempo en Babia, imaginando
diálogos con sus muñecos, alguna que otra vez el aburrimiento y hastío de la
vida le llevaba a dirigirse al profesor con voces disparatadas. Entonces se
armaba el circo y el profesor de turno, aliviado, le castigaba al menos con la
expulsión durante una semana, y si el director no ponía pegas, hasta con un
mes.