LA ENFERMEDAD
Y LAS ENFERMERAS
Me
encontraba a punto de cerrar mi consulta tras un día anodino, yo diría que
hasta aburrido. La gente, en general, no quiere curarse de sus enfermedades mentales.
La mayoría sabe cuál sería la solución a sus problemas vitales, pero no tiene
valor para enfrentarse a ellos, por eso se deja atrapar en el bucle y dale que
dale, te repiten lo mismo una y mil veces. No les he dicho que soy psiquiatra,
particular, con consulta propia, donde recibo sobre todo a depresivos y algún
que otro bipolar, esquizofrénico, psicótico y algún caso interesante, pero la
mayoría son depresivos que no son capaces de tomar el toro por los cuernos y
afrontar las consecuencias. No sé por qué razón me vino a la cabeza un curioso
paciente que estaba obsesionado con las enfermedades y las enfermeras. En
realidad, la causa de su patología no podía estar más clara. Le gustaban las
mujeres, especialmente las enfermeras y no se atrevía a dar la cara e intentar
seducirlas con las dotes que le dio la naturaleza, si es que tenía alguna.
Sufría delirios extraños, retorcidos, que a mí me parecieron muy interesantes,
aunque eso de Eros y Thanatos y los tangos que bailan juntos está ya muy visto.
Un día desapareció y ya no volví a saber más de él. Me quedé medio traspuesto,
no me apetecía regresar a casa y ponerme a buscar series y películas en las
grandes plataformas. Estaba ya hasta el moño de prolongar mi trabajo estudiando
las patologías de los personajes de series y películas. Soy divorciado y sin
hijos y con pocas ganas de repetir experiencias sentimentales. Sonó el móvil y
lo miré de reojo. Se trataba de un amigo y colega, otro psiquiatra que solo me
llamaba cuando quería algo de mí. Esta vez, no sé por qué aquello me olió a
chamusquina. Y no me equivoqué.
Al
parecer en el hospital de la Seguridad Social, donde trabajaba tenían un
problema con un paciente al que los médicos que le trataban consideraban un
impostor, pero no había forma de demostrarlo por más pruebas que le hicieran.
La dirección del centro le había pedido un informe sobre su salud mental y la
posibilidad de que estuviera fingiendo su enfermedad. Y ahí estaba el problema,
él, mi amigo, no encontraba patología psiquiátrica que permitiera explicar su
supuesto fingimiento y los conocimientos médicos que se requieren para fingir
una enfermedad sin ser descubierto. Quería mi asesoramiento, a cambio me
invitaría a cenar donde yo quisiera. Me importaba un rábano la cena, y más si
era con él, pero el caso no dejaba de atraerme. Así que le pregunté dónde
estaba y al contestar que aún seguía en su despacho del hospital, sin saber qué
hacer, quedamos en media hora. Cuando llegué me estaba esperando en el pasillo,
muy nervioso, se retorcía las manos y se miraba fijamente la punta de los
zapatos, como si allí estuviera la solución. Sin perder más tiempo me condujo a
la habitación del paciente que tenía solo para él, no quiso explicarme si
pertenecía a una sociedad privada o le habían aislado para poder estudiarle
mejor. Encendió la luz, estábamos en invierno y anochece muy pronto, y al mirar
a aquel paciente algo se removió en mis tripas y a punto estuve de echar la
papilla. Era mi paciente, aquel en el que había estado pensando antes de cerrar
la consulta. Imagino que Jung pondría como ejemplo esta sincronía en su
retorcida teoría al respecto. A pesar de que los años no habían pasado en vano
por él, no me cabía la menor duda, su calva, como puesta en barbecho, sus
gafas, colgadas de la nariz, las bolsas bajo sus ojos y sobre todo aquella
mirada de cordero degollado que parecía suplicar que le dejaran vivir un poco
más, no se sabía para qué. Tomé a mi amigo del brazo y le conduje al pasillo,
donde le expliqué la situación. Me llevó a su despacho y me enseñó su historial
clínico. Ni el nombre ni demás circunstancias coincidían, pero yo no tenía la
menor duda de que se trataba de mi paciente desaparecido. Le propuse algo que
podía salir muy bien o muy mal. Que me dejara a solas con él, intentaría sonsacarle,
no con hipnosis porque no me había dado resultado cuando le traté, pero tal vez
pillado por sorpresa lo confesara todo, como el delincuente que parecía ser.
En
efecto, no sé si se asustó al reconocerme o tuvo miedo de que me convirtiera
una vez más en su terapeuta el caso es que acabó confesándolo todo, hasta que
se había dejado colocar pañales, mintiendo sobre su incontinente urinaria. No
quise saber nada de su supuesta enfermedad actual, me centré en que me contara
todo lo que había hecho desde la desaparición de mi consulta. Y lo hizo, vaya si lo hizo. No podía soportar
sus delirios, el bucle en el que había entrado y del que era incapaz de salir.
Amaba a las enfermeras. Le pregunté a cuáles. A todas, me contestó. Y claro
para que te atendiera una enfermera, era preciso estar enfermo. Se estudió
todas las enfermedades habidas y por haber, hasta escoger las más sencillas de
fingir. El resto era fácil, se iba a urgencias y allí se dejaba hacer. Su vida
como paciente era un culebrón sin principio ni fin. Cuando le daban el alta
volvía con unas flores y unos bombones. Nunca consiguió ligar con ninguna, ni
siquiera que aceptaran una cena en el mejor restaurante de la ciudad. Pero él
era feliz así, de hospital en hospital, de enfermera en enfermera. De tanto
fingir enfermedades agudizando las suyas, acabó con diabetes tipo 2, con
heridas de todo tipo por todo el cuerpo y con algunas patologías de las que ni
yo mismo había oído hablar. Amaba a las enfermeras y si para estar con ellas
tenía que estar enfermo y en el hospital, pues que viva la enfermedad. Fue
inútil que intentara convencerle del daño que estaba haciendo a otros pacientes
que sufrían las listas de espera, ni del gasto que otros tenían que pagar con
sus impuestos. Al final le dejé por imposible y le dije a mi compañero que le
echara de allí a patadas, eso sí, tenía que dejar que le convenciera de seguir
terapia conmigo. Por lo que respecta a sus identidades falsas (de otra forma,
habría sido descubierto a las primeras de cambio) no se le denunciaría.
Para
convencerme de que no me había contado uno de sus delirios, investigué por mi
cuenta. Descubrí que todo era verdad, incluso hablé con una enfermera en un
centro rural, una tal Marta, encantadora, quien me contó cómo ella había
sospechado de aquel hombre extraño al que tuvo que curar de una herida en el
pie izquierdo. No les voy a contar el resto de la historia porque es muy larga
y aquí no tengo espacio.
DEDICADO A MARTA D.E. EL ANGEL DE MI HERIDA, LA ENFERMERA QUE LLEVA CURANDO MI HERIDA DÍAS Y DÍAS, SEMANAS Y SEMANAS Y LO QUE TE RONDARÉ MORENA