"Se
masturbaba al levantarse, luego se rozaba en la misa, iba al servicio después
del desayuno y allí permanecía un buen rato hasta que sonaba el timbre para
empezar las clases. Si veía, por casualidad, a una chica de la lavandería,
colgando ropa en los tendederos que habían instalado para este menester cerca
de la huerta, se arrastraba como un soldadito en el frente, para evitar ser
visto por los curas y castigado duramente, y trataba a toda costa de ver las
braguitas de la joven. Algo no muy difícil puesto que con el ajetreo de doblar
la cintura para coger las prendas de ropa del balde, luego estirarse hasta
alcanzar la cuerda y colocar las piezas de ropa, más de una vez le quedaban los
muslos al aire.
"Zoilín
tenía una imaginación tan calenturienta que se iba antes de llegar a quitarle,
en su fantasía, las braguitas a la chica. Esto le obligó a llevar dos y tres
calzoncillos bajo los pantaloncitos cortos, con el fin de que no traspasara al
exterior el líquido pecaminoso. Uno de los secretos que más le costó babear
sobre los pechos de Ani fue precisamente éste, que llevaba pañales
habitualmente. Tan pronto soltó este secreto comenzó a gemir como una monjita
en Semana Santa. Me puso hasta los pezones de lágrimas y babas. Tuve que
consolarlo como pude o se me hubiera muerto de vergüenza entre los pechos.
Aquí
interrumpo o hago un pequeño paréntesis en la narración que Anabel nos hace por
mi boca, para hacer un apunte de erudición sexológica. Cuando escuché esta
historia de sus labios lo primero que pensé fue que ella me tomaba el pelo,
exagerando un simple caso de eyaculación precoz. O bien Zoilín era un
avispadillo que se estaba quedando con ella contándole historias propias de un
Decamerón moderno o bien su patología no estaba recogida en los libros de medicina.
No sería hasta años más tarde, viendo en la televisión por cable un
sorprendente documental, cuando comprendí que tal vez su caso no fuera tan
sorprendente. En aquel documental se narraba la triste historia de al menos una
cincuentena de mujeres que padecían un misterioso síndrome del que no recuerdo
ahora el nombre. Eran multiorgásmicas hasta tal punto que se pasaban el día
sufriendo orgasmo tras orgasmo. ¡Quién lo pillara!, pensaremos todos los
machos. Pero aquella era una auténtica enfermedad, una patología que convertía
la vida de aquellas mujeres en un verdadero infierno.
Cada una de
ellas lo llevaba a su manera. Casi todas necesitaban masturbarse constantemente
o hacer el amor. Solo así se les pasaba el terrible agobio. Otras no podían
sufrir que el marido las tocara ni un pelo y dormían solas, con su marido en la
cama de alguno de los hijos. Creyéndose unas auténticas monstruosidades o estar
poseídas por Satanás, ninguna de ellas se atrevía a comentar su problema con
nadie, ni con sus parejas. Una de las protagonistas del documental manifestaba
su alivio cuando en una página de Internet descubrió que no estaba sola en este
infierno multiorgásmico. Al menos otras cincuenta comentaban sus casos en dicha
página. El tratamiento no era precisamente fácil. Los profesionales de la
medicina no entendían de dónde surgía aquella patología y dejaban en manos de
la medicina naturista o alternativa la solución al problema.
Algunas
encontraron un cierto alivio en terapias alternativas y cuando lograron pasarse
algunos días sin el agobio del orgasmo perpetuo manifestaron la felicidad que
suponía no estar siempre pendientes de satisfacer una necesidad tan perentoria
que no admitía dilación. El problema subsistió y otro enigma de la medicina
moderna quedó en el aire. No eran ninfómanas, sencillamente algo les sucedía a
sus cuerpos que provocaban orgasmo tras orgasmo, en una sucesión de placer que
al prolongarse en el tiempo se transformaba en algo odioso.
Nuestro
protagonista debió de padecer algo parecido. Sus constantes eyaculaciones y
orgasmos debieron amargar su vida de la misma forma que les sucedía a estas
mujeres. Creyéndose un monstruo no es extraño que no hablara de ello con nadie
y cuando encontró en Anabel la confidente ideal no sorprende que se hiciera un
adorador suyo y tuviera un papel tan importante para salvar a Lily de sus
secuestradores. Lo hizo en atención al cariño y comprensión recibido de Ani y
logró facilitarnos a todos una salida, aunque en ello se le fuera la vida.
Nadie es más agradecido que quien creyéndose un monstruo encuentra una persona
comprensiva que sabe tratarlo con humanidad. Su agradecimiento será eterno.
Pero esta es otra historia que ya llegará en su momento. Ahora sigamos con la
historia de Anabel.
"Zoilín
es pequeñito, poquita cosa, casi un enano, muy delgadito y con cabeza alargada
y pepinuda. Tendrías que haberlo visto, Johnny, desnudo y encogido como un
fetillo, arrimadito a mi costado y con las narices soltando mocos, donde se
había refugiado tras sollozar como un bebé sobre el canalillo de mis pechos.
Sentí su deseo de regresar al vientre materno y desaparecer de la vida. Debió
de darse cuenta de lo mucho que estaba mostrando sus sentimientos porque se
volvió hacia el otro lado de la cama y dándome el culo se encogió y allí se
quedó durante varias horas, como muerto, sin mover un músculo.
"Daba
pena, Johnny, cariño. A mi se me deshizo algo muy dentro y solté el trapo.
Luego me quedé dormida. Cuando desperté Zoilín no dejaba de dar vueltas por la
habitación, desnudo, como un leoncillo enjaulado. De pronto se puso a gritar y
blasfemar, maldiciendo de lo alto por haberle hecho un monstruito del que huían
todas las mujeres. La naturaleza le había dado un pequeño flautín que apenas
servía para dar una nota y en cambio le puso para alimentarlo unas inmensas
pelotas que se pasaban las horas
frabricando espermatozoides que salían disparados en cuanto veían una
mujer. Se pasaba los días y las noches salido como un mono, masturbándose o
dejando que su pollita se estirara y soltara la carga en el momento más
inoportuno.
"Era un
castigo infernal. Si al menos hubiera salido guapo del vientre materno. Gritaba
con su voz de pito. Entonces me pasaría las horas follando con las mujeres más
hermosas y no como ahora, yéndome en el pañal, que no me llega el sueldo para
tanto dodotis. Por fin se calmó. Regresó al lecho y hundió de nuevo su pepino
entre mis pechos. Ya más calmado yo le pasaba la mano por el cogote, al tiempo
que pensaba en ti, Johnny. Pensaba que si la naturaleza te hubiera dado las
pelotas de aquel hombrecillo serías el enemigo público número uno. Y encima no
irías a la cárcel, porque las mujeres se arrojarían sobre tus pelotas como una
pantera hambrienta sobre un corderillo.