sábado, 12 de junio de 2021

APOCALIPSIS VENTOSO

 


LA PRÓXIMA PANDEMIA (APOCALIPSIS VENTOSO)

Hay escritores que en su tiempo –después de su muerte, claro- fueron considerados como una especie de profetas o videntes porque narraron acontecimientos considerados imposibles en su momento y que años después –tras su muerte, por supuesto- sucedieron como la cosa más natural del mundo.  Se me ocurre el caso, muy conocido, de Julio Verne y el submarino Nautilus de su capitán Nemo. También habrán oído hablar del escritor que tenía un manuscrito en un cajón y que cuando se publicó, durante la famosa pandemia del Covid, muchos críticos y lectores coincidieron en que parecía una auténtica profecía de lo que efectivamente ocurrió. Seguro que se acuerdan porque la pandemia de la que les hablo sucedió no hace muchos años. En aquel momento se elucubró sobre la siguiente pandemia que asolaría a la humanidad. Lo que nadie pudo prever entonces fue que un escritor desconocido y bastante malucho, por emplear un término despectivo que no me hiera salvajemente, porque ese escritor soy yo, el mismo que viste y calza, acertara a describir con tal cúmulo de matices, la próxima pandemia que sufriría la humanidad y que por desgracia ya estamos viviendo todos.

Los hechos escuetos y tan tontos que dan risa fueron los siguientes: En una de las muchas etapas depresivas por las que ha atravesado mi vida se me ocurrió una idea para un relato. La idea era tan delirante que yo mismo la arrinconé en una carpeta de mi ordenador. Seré un escritor malucho y desconocido, pero tengo fama, reducida, por supuesto, de ser el escritor más delirante que ha parido madre. Pero aquella historia sobrepasaba todos los límites, todas las líneas rojas de la imaginación más delirante. En aquella carpeta de mi ordenador vivió durante años el sueño de los justos, hasta que un día, no recuerdo cuál, debido a un episodio que aparece confuso en mi mente, tal vez un simple enfado contra la humanidad, algo que me sucede un día sí y otro también, decidí escribir de una vez aquel relato y librarme para siempre de aquel apestoso olor que desprendía aquella historia. Lo hice, subí el relato a mi blog, donde fue visto por tan pocos lectores que más me hubiera valido leérselo a mis gatitos, ellos me habrían hecho más caso.

Sin embargo por uno de esos azares del destino que me persiguen con tanta malevolencia  como al personaje de mi novela inacabada, El buscador del destino, en cuanto ocurrieron realmente los hechos sobre los que versaba mi relato, un lector despistado llegó hasta mi blog, leyó aquella delirante historia atrasada y le llamó tanto la atención que lo compartió en las redes. De pronto pasé de ser un escritor desconocido y malucho a convertirme en el nuevo Julio Verne de los tiempos modernos. Por suerte había elegido un alias impronunciable, Slictik, y nadie lo pudo pronunciar, ni siquiera los temidos hackers lograron conocer mi identidad que permanece en el más estricto anonimato, ahora y para siempre.

Para que se hagan una idea de si tanta algazara es o no merecida, haré una escueta comparación entre mi relato y la realidad que por desgracia estamos viviendo. En mi historia el nuevo virus se escapaba de un laboratorio militar que trabajaba en la guerra biológica que terminaría con todas las guerras. Se les escapó, no porque no hubieran tomado todas las precauciones posibles, simplemente unos bichitos tan pequeños se acaban escapando de cualquier sitio donde los encierren. ¿Por qué algunos Estados, o todos, o casi todos, continuaron experimentando en sus laboratorios de guerra biológica tras la famosa y terrible pandemia del Covid 19? Es un misterio que ni las mentes más sabias de un futuro distópico podrán nunca dilucidar. El bichito se escapó y se produjo la próxima pandemia que todos esperaban pero nadie imaginó de esa manera. Todos trataron de ocultar la verdad, pero ésta fue tan explosiva que no quedó otro remedio que admitir los hechos. Ahora sabemos de qué laboratorio se escapó el nuevo virus, cuándo, por qué, debido a qué, y sobre todo todos conocemos sus truculentos efectos.

Ni al famoso tonto que asó la manteca se le pudo ocurrir un diseño vírico tan ridículo. En su disculpa deberíamos decir que no quiso matar a nadie y sí terminar con todas las guerras de la forma más humana y menos calamitosa posible. Pensarán que era aún más tonto que el que asó la manteca porque se supone que un país en guerra biológica debe tener un antídoto para los bichos con los que rocían a sus enemigos, pero en este caso el virus se escapó antes del antídoto y eso no es culpa de nadie, antes de tener un antídoto contra un bichito debes tener primero el bichito. Elemental, querido Watson.

Como en mi relato, delirante pero también humorístico, o al menos esa fue mi intención, los efectos fueron tan esperpénticos, tan hilarantes, que la gente tardó en reaccionar, incluso los gobiernos que no dieron la menor importancia a que unos cuantos contagiados comenzaran a ventosear a diestro y siniestro, en público y en privado. Porque este fue el primer síntoma. Lo achacaron a que todo el mundo se había puesto a comer fabada asturiana después de que un experimento científico concluyera que era mucho mejor que la dieta mediterránea. Esto cayó por su propio peso cuando un número estadístico relevante de contagiados no habían probado la fabada asturiana y seguían con sus estrambóticas dietas para adelgazar.

Solo con el tiempo los gobiernos empezaron a preocuparse. Al fin y al cabo que todo el mundo ventoseara, en público y en privado, solo ocasionaba una vergüenza ruborosa. No había muertos, los hospitales no colapsaban, como mucho en algunos casos concretos y estadísticamente irrelevantes, uno por millón, al ataque ventoso se unía una diarrea explosiva de no te menees que obligaba al internamiento del paciente, pero como les hidrataban muy bien y les cortaban las terribles diarreas con medicamentos ya existentes en el mercado, no pareció suficiente para decretar una emergencia planetaria con toques de queda, de alarma, declaraciones de estados de sitio y toda la parafernalia. Al principio costó adaptarse a los nuevos tiempos, a la nueva normalidad, no era fácil ver telediarios entre toques de saxofón sincopados, por emplear una metáfora que me permita seguir hablando de algo tan repugnante sin sufrir una censura inquisitorial. Los no contagiados se tronchaban de la risa y algunos sufrieron colapsos histéricos que obligaron a ser internados de inmediato. Esto comenzaba a ser preocupante.

Costó asumir la nueva normalidad. Telediarios trompeteros, transmisiones deportivas con orquesta de viento, conversaciones políticamente correctas que terminaban a la greña porque alguien no había podido controlar el viento huracanado que soplaba en su vientre, tertulianos que aprendieron a responderse más con código morse a volumen sensoround que con las clásicas interrupciones, políticos que discurseaban intentando subir el tono más que sus enemigos políticos e ideológicos. Todo aquello tenía mala pinta, muy mala pinta. Hubo quien comenzó a hablar de un apocalipsis ventoso que acabarían con toda la humanidad, si no hoy, seguro que mañana. Esa era la próxima pandemia, que todo el mundo había profetizado. Al menos, pensaban algunos, no hay muertos, y lo que no mata engorda, sin darse cuenta de que todo el mundo estaba adelgazando a marchas forzadas, porque procuraban comer lo menos posible, o más bien nada, para evitar que fermentaran gases donde quiera que se produjera la fermentación, estómago, intestino, donde fuera. Algunos no lo sabían y yo tampoco. Solo que en mi caso, como vivía solo, aislado, en plena naturaleza, lejos de todo mundanal ruido continué comiendo como de costumbre, mucho. Aprendí a tocar el saxofón, canciones incluso líricas, me divertía, lo pasaba en grande. El problema es que no podía dormir, sufrí de insomnio, como toda la población pero elevado a la enésima potencia. Eso ya era un serio problema, pero el mayor de los problemas fue que todos mis adorables gatitos, a los que tanto quería y tanto me querían, salían disparados, completamente aterrorizados ante semejante tormenta que no habían visto nunca en sus cortas vidas.  Los animales no sufrían el contagio del virus apocalíptico, ni fueron culpados por un virus biológico escapado de un laboratorio de guerra bacteriológica… digo virológica, digo biológica, digo… Estoy harto de decir contra mi voluntad.  El caso es que tuve que ponerme a dieta, aún más, dejé de comer, porque mis gatitos eran lo primero. Les continué dando su comidita rica pero yo no comía, nada de nada. Adelgacé tanto que tuve que comprar tirantes para que no se me cayeran los pantalones, y otros, interiores, para que no se me cayeran los calzoncillos. Eso era bueno, muy bueno, por primera vez estaba delgado, muy por debajo del peso normal para mi estatura, baja. Estaba tan guapo que hasta podría ligar si me lo proponía, algo que no había conseguido en toda mi vida. Lo malo es que eso también estaba desapareciendo, nadie intentaba ligar porque hasta el momento no se había conseguido acompasar los diferentes instrumentos para crear duetos clásicos, ni orquestas sinfónicas, ni nada de nada. No se ligaba, el sexo desapareció. El amor también hubiera desaparecido si antes hubiera existido sobre la faz de este planeta de nuestros pecados. A nadie le preocupó la desaparición del amor, pero sí la del sexo. Ya no habría placer, la humanidad desaparecería porque no se harían más niños. Se intentó en laboratorio, sin embargo nadie quería donar esperma ni óvulos, nadie estaba de humor para semejantes tonterías. El carácter se agrió, las risas se convirtieron en lágrimas. La gente está saliendo a las calles, con sus músicas trompeteras y clamando por justicia para los culpables. ¿Pero quiénes son los culpables? Todos, todos sin excepción, solo que algunos más que otros y otros muchísimo más que algunos.

Yo mismo, temiendo morir y dejar indefensos a mis adorables gatitos, tomé la decisión de salir a la calle con una pancarta en la que me reconocía como Slictik, el malucho e ignorado escritor que había anticipado la próxima pandemia en un relato titulado “Apocalipsis ventoso”. La pancarta era enorme porque en ella había escrito un manifiesto sobre el amor y sobre cómo la humanidad podría salir de este bache si hiciera esto y lo otro y lo de más allá. Siempre he sido un escritor muy prolífico. Tras de mí y la pancarta todos mis gatitos y los que se fueron uniendo en los pueblos que atravesaba, a paso tortuga, por supuesto, maullaban lastimeramente, no porque tuvieran hambre, porque tras de mí llevaba mi coche cargado de pienso y comidita rica para gatitos. Como no me quedaba para gasolina, me até los cinturones de cuero que no utilizaba a la cintura, ya tan magra que daba pena. Menos mal que mi pueblo está muy alto y de momento todo es cuesta abajo. Nadie me creyó, todos se burlaron de mí, me despreciaron como el escritor ignorado y malucho que soy. No creyeron que fuera vidente ni profeta ni nada. A grandes voces clamaba que podía demostrar que mi relato era anterior a la pandemia ventosa. Se rieron con más ganas, las fechas se pueden manipular en Internet, todo se puede manipular en el mundo virtual.

No me importa, seguiré clamando en el desierto.  Al menos algo bueno ha tenido esta pandemia. No sé si fue debido a la programación del genetista más tonto que el que asó la manteca, que trabajaba en un laboratorio de guerra biológica para alguna gran potencia o a una extraña y milagrosa mutación, lo importante es que todos los psicópatas, sociópatas, asesinos en serie, asesinos de niños del mundo fueron reconocidos por el silbido de serpiente de sus ventosidades. Algunos se arrojaron al mar, con las piedras de molino que encontraron, pocas, para cumplir con la maldición evangélica sobre los que escandalizaren a los pequeñuelos, mucho más si los matan. El resto fue encerrado en estrechas celdas donde sus ventosidades de silbidos de serpiente rebotaban en las paredes y regresaban a ellos una y otra vez.

Esto es un infierno, me tiemblan las piernas y he decidido castigarme con un látigo de piel de serpiente por haber comido tanto en esta vida. Pero a pesar de ello sigo mi cruzada profética. De vez en cuando descanso y todos los gatos vienen a mí, les acaricio, les beso en sus cabecitas angelicales y les doy su comidita rica. Yo también como algo para sobrevivir y continuar con la cruzada y no dejar huérfanos a mis gatitos. No me importa volverme trompetero, porque las trompetas del apocalipsis pueden ser también las trompetas del amor que se acerca tocando y cantando la novena sinfonía de Beethoven. Que así sea.

 

 

                   

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