ALFREDO, EL
MONTAÑERO III
UN MONTAÑERO SOLITARIO
Hay muchas versiones respecto a
las excursiones montañeras en solitario de mi papá. Mi mamá dice que no hay
quien le aguante, por eso tiene que ir solo a todas partes, incluida la
montaña. Pero es una versión interesada, sesgada, de la que solo aprovecharé
los flecos, porque el resto forma parte de esa bronca perpetua que los
matrimonios suelen emprender desde muy pronto, tan pronto como acaba la pasión,
un año, a veces menos. Los tiernos infantes nos acostumbramos a ellas como
quien oye llover. Sus amigos, pocos y mal avenidos, dicen que es tan cabezón
que no les deja tomar decisión alguna, ni siquiera la tortilla que hay que
llevar, siempre la suya. Alguno se ha atrevido a decir, sin estar él presente,
claro, pero que yo escuché escondido tras la barbacoa, cuando papi salió
corriendo al servicio –la maldita próstata como él dice- en una de las pocas
barbacoas festivas que hemos celebrado en el jardín de nuestra modesta casa,
que en una remota ocasión se atrevió a acompañarle a una excursión sencilla por
un parque natural con montañitas asequibles y mapas perfectamente trazados,
pero que aún así se perdieron, por cabezonería de papi, claro y estuvieron
varios días dando vueltas y más vueltas a un hipotético trazado que mi
progenitor había recorrido tantas veces que se lo sabía de memoria. El supuesto
amigo, porque esas cosas los amigos las dicen a la cara, cuchicheó, aunque yo
lo pude escuchar perfectamente, que al final tuvo que tomar la decisión de
abandonarlo a su suerte y seguir la senda marcada y remarcada en rojo en el
mapa. Se marchó con las bendiciones de papi, quien le obligó a jurar y perjurar
que no se lo diría a nadie… Y no se lo dijo, aunque se supo que él había
regresado tres días antes de que lo hiciera el gran montañero.
Mi historia como montañero, a la
sombra del gran hombre, es muy sencilla, pero no tan fácil de contar. Cuentan
las crónicas –mi memoria no es tan fina- que con tres, tal vez cuatro años,
quiso llevarme por primera vez a conocer la montaña y ver si me gustaba. Según
su versión fui yo, quien no dejaba de decirle a papi que me llevara con él en
cuanto le veía preparar su logística de Anibal a la conquista de Italia, solo
le faltaban los elefantes. Según la versión de mi mami fue el idiota de papi
quien insistió en llevarme, incluso contra mi voluntad, porque estaba ya harto
de sus excursiones en solitario y quería prepararme como su ayudante, su
sherpa, para las grandes aventuras que estaba preparando, siempre estaba
preparando alguna, como decía mami con retintín. Según las hilachas que quedan
de mis recuerdos, esta vez le doy más razón a papi que a mami. Tengo un vago
recuerdo de mi fascinación por las correrías de papi, quien salía de casa con
la mochila al hombro, la bolsa de la tienda de campaña en una mano, la bolsa
del Corte Inglés con las bombonitas de camping gas y el quemador, así como
linternas, pilas y otros artilugios en la otra.
Posaba una en el suelo, buscaba la llave del coche en el bolsillo del
pantalón de chándal, que tardaba en encontrar, abría el maletero del coche y
tiraba todo allí, de cualquier manera, luego entraba a por más y así se pasaba
un buen rato. Mami decía que no quería verlo, pero yo la sorprendí muchas veces
mirando con ojos “ojipláticos” tras los visillos de una ventana.
El hecho en sí, escueto, es que
un fin de semana lo preparó todo como si se fuera al Tibet. Como yo me acercara
por allí, siempre curioso, me preguntó si quería acompañarle y como le dijera
que sí, con mucho entusiasmo, preparó una bolsa de deporte con mi ropita, me
enfundó en uno de mis chandals, buscó en la despensa algo que me pudiera
gustar, espaguetis, macarrones, mis galletitas especiales, un tetrabrik de
leche, colacao y un bote gigante de aceitunas, que me gustaban casi tanto como
a él. Comenzó el trasiego, con mi menguada ayuda y entonces salió mami a la
puerta y le puso de vuelta y media delante de todo el vecindario, que
seguramente nos espiaba tras las cortinas, aunque yo no vi a nadie. Mi papi se
puso cabezón y al final mami le hizo prometer que me traería en cuanto me entrara
miedo y me pusiera a llorar. Papi dijo que yo era un valiente y no lloraba, yo
asentí, con los ojos brillantes y en cuanto mami me vio preparado para una
pataleta, se encogió de hombros y le dijo a papi, con ojos que echaban chispas,
que como le pasara algo al niño se iba a enterar, le iba a cortar algo que yo
no entendí muy bien porque era pequeñito.
El hecho en sí, escueto, es que
nos subimos al coche, yo atrás, sin sujeción, no sé si porque en aquellos
tiempos no era obligatoria o porque papi pasaba de todo y yo también. Puso su consabida y proverbial música, que
siempre le acompañaba en el coche, fuera a donde fuera, y si iba a la montaña,
pues más música, y durante el corto trayecto no dejó de ensalzar los placeres
de la montaña. Digo que fue un trayecto corto porque como luego contaría mami,
con mucha ironía y entre risas, papi se limitó a llevarme a una zona cercana a
la capital, camino de la montaña, eso sí y de algunos pueblos muy bonitos,
donde había algo de bosque, alguna colina que yo pudiera trepar como si fuera
un ocho-mil, y un camino de tierra que permitía salirse de la carretera y
esconder el coche tras unas matas. Allí instalamos el campamento base, ayudé a
montar la tienda, con tanta impericia como papi, a pesar de que no dejaba de
pavonearse de lo mucho que sabía de estas cosas. No encontraba esto, no
encontraba lo otro, no encontraba lo de más allá. Maldijo su despiste,
seguramente se lo había dejado en casa, con las prisas. Rebuscó en el maletero
y rebuscó, y yo comencé a ponerme nervioso y al fin papi encontró parte de lo
que buscaba en el suelo del coche.
Terminamos de montar la tienda y me hizo pasar al interior como si fuera
un príncipe. Introdujo su saco de dormir, viejo y rancio, pero muy bueno, que
había comprado antes de casarse y de que yo naciera, en una ocasión remota y
para mí muy confusa en la que fue a pasar unos días con mami que trabajaba no
sé dónde e hicieron no sé qué, pero como los hoteles, hostales y pensiones
estaban repletos papi se compró una tienda de campaña, un saco de dormir y
otros artilugios que dijo le habían costado un ojo de la cara en una tienda de
deportes. Mami se burlaba de él, de ojo de la cara nada, porque bien que se
había regodeando mirando a una compañera de trabajo, en bikini, el día que se
fueron a la playa porque libraban. Puede que mami trabajara de camarera, o de
enfermera, o de lo que fuera, porque a
ella siempre le gustó mucho trabajar, mientras que papi era un vago de siete
suelas y él mismo lo decía, si pudiera vivir sin trabajar, pues viviría tan
rícamente.
Ese saco de dormir era muy bueno,
según él, de alta montaña (años más tarde me preguntaría cómo se le ocurrió
comprarse un saco de alta montaña para dormir dentro de él en una playa) y
nunca había pasado frío en sus acampadas de los dos mil, de las que él hablaba
como si fueran de los ocho mil que había subido como Hillary y su sherpa. Luego entró una bolsita pequeñita y dijo que
era mi saco de dormir, comprado expresamente sin que mamá se enterara y
guardado celosamente en un escondrijo secreto para que mami no se
enterara. Me pidió que abriera la bolsa
y desenrollara el saco, pero como no se me diera muy bien, él mismo entró como
un elefante en una cacharrería, me ayudó, lo abrió y me pidió que entrara en
él. Tuvo que ayudarme también y luego él
mismo se coló en el suyo, con cierta dificultad, porque tenía algunos
descosidos y desgarros. Una vez los dos
tumbaditos, infló mi patito de goma de la piscina y me lo puso bajo la nuca. Y
así permanecimos, felices, mientras papi me contaba su excursión a los Picos de
Europa, en una ocasión memorable, en la que había subido Posada de Valdeón
arriba, pero no por el camino de Caín, sino por un sendero de montaña a la
derecha del pueblo, por la carretera que va a Santa Marina de Valdeón, y había
instalado su tienda en un vallecito muy bonito, pero por la noche bajó el
cierzo, la niebla así llamada por él y al parecer por otros muchos, y aquella
noche fue una de las noches más aventureras y memorables de su vida. Se despertó en plena noche muerto de frío, y
eso que estaba en su saco de alta montaña y estaba embutido en dos pares de calcetines
gruesos y los pies dentro de unas deportivas, y las piernas dentro de dos
pantalones de chándal y bajo ellos unos calzoncillos marianos que yo no sabía
que eran y él me lo tuvo que explicar, y sobre su torso de toro, como le
gustaba llamar a su pecho, una camiseta de felpa y dos chaquetas de chándal, y
allí permaneció, confiando en que su
cuerpo reaccionara, pero no lo hizo, por lo que se vio obligado a salir de la
tienda y correr por una pequeña terraza herbosa, en cuesta, de acá para allá y
de allá para acá, intentando entrar en calor, lo suficiente para no sufrir una
hipotermia y morir. ¿Qué es eso, papi? Me lo explicó con pelos y señales, lo
que me produjo un estremecimiento de miedo que intenté controlar como pude,
imaginando que aquella noche bien podría hacer tanto frío y los dos nos
viéramos obligados a salir de la tienda y correr como dos tontos muy tontos.
Por fin terminó su historia,
antes de que mis dientes comenzaran a castañetear, los de arriba con los de
abajo, y salimos al exterior, donde me enseñó unas nubecillas que asomaban por
el horizonte. No te preocupes chaval, me dijo, llevo demasiado tiempo en la
montaña como para no saber que esas nubes no son de lluvia. Como se acercaba la
hora de comer sacó el camping gas de la bolsa del Corte Inglés, llenó una
sartén-cazo con agua de una cantimplora y se puso a cocinar unos espaguetis.
Como a todos los niños a mí me gustaba mucho la pasta, por lo que papi no se
rompió la cabeza buscando vituallas para que yo pudiera comer en la montaña,
espaguetis y macarrones, que junto con un tetrabrik de leche y mis galletas
favoritas deberían alimentarme durante todo aquel fin de semana, tal como lo
había programado el gran montañero. Cuando el agua estuvo caliente echó los
espaguetis y luego el contenido de una bolsita de plástico. Al cabo de unos
minutos ya nos encontrábamos comiendo unos sabrosos espaguetis a la boloñesa
sentados sobre dos piedras y con los platos de plástico en el regazo.
Papi no acertó en sus
predicciones metereológicas, algo que se me quedaría grabado en la cabecita
para el resto de mis días. Todo el mundo llegaría a saber con el tiempo que no
había mejor metereólogo que él, bastaba con asumir que haría el tiempo
contrario al que él pronosticaba, así si anunciaba lluvia todo el mundo
preparaba sus sombreros para hacer frente a un sol de justicia, y cuando
anunciaba sol, llovía, y cuando decía que esa noche despejaría y podrían
contemplarse las estrellas, todo el mundo se preparaba para una tormenta de las
buenas, con aparato eléctrico, lluvias torrenciales, vientos huracanados y
alguna que otra desagradable sorpresa. Mami le tomaba mucho el pelo con sus
dotes de vidente metereológico, pero de vez en cuando papi acertaba, yo creo que
para llevarle la contraria, porque aunque yo era aún muy pequeñito enseguida
supe cómo se las gastaban los matrimonios, y por eso siempre procuré llevarme
bien con los dos, lo que no era fácil. Así cuando me preguntaban a quién quería
más, yo respondía siempre que a los dos, y si insistían demasiado decía que
primero a uno y luego al otro, y si querían saber quién era el primero, yo les
decía que dependía, si papi me contaba cuentos en la cama, él era primero, pero
si mami me achuchaba y me decía cosas bonitas, entonces era mami. Ellos se
reían mucho, pero a mí me iba bien sabiendo que el matrimonio era “militia est
vita hóminis super terram”, como decía papi cuando quería fardar de latín y de sus
estudios clericales, y que a las víctimas inocentes nos iba mejor si nos
rendíamos siempre al ganador, fuera quien fuera, y si ganaban o perdían los dos… pues entonces los
quería a los dos y santas pascuas.
Aquella tarde aciaga me convencí
para siempre de que era de tontos no hacer caso de lo que pronosticara papi…
solo que al revés. Apenas pudimos terminar de comer y ya estaban encima de
nuestras cabezas unas nubes negras, muy negras, negrísimas, y se escucharon los
primeros truenos. Pronto comenzaron a caer gotas y papi recogió todo deprisa,
luego me pidió que me quedara en el coche para ver lo que era una buena
tormenta de montaña. Y sí que la vi, sí, rayos mortíferos cruzando el cielo,
truenos que retumbaban como bolos en una bolera, como me dijo la abuela una vez
que pasé un fin de semana con ella –se llevaba mal con papi y peor con mami,
por lo que la vi poco durante mi niñez- y tuvo que coincidir con una buena
tormenta. Son los angelitos que juegan a los bolos en el cielo, niño, me dijo
ella intentando calmarme, pero no hubo manera, las tormentas eran mi debilidad.
Y así ocurrió ahora, papi no intentó calmarme hablándome de los angelitos en el
cielo, pero sí lo hizo hablándome de que yo era ya un hombrecito y que los
hombrecitos no lloraban y sobre todo que qué pensaría mami si regresábamos tan
pronto, se iba a partir el culo de la risa, y lo peor es que luego no me
volvería a dejar hacer más excursiones a la montaña. Eso me calmó durante un rato,
pero la tormenta era infernal, así que papi me llevó a la tienda para que no
viera los rayos, pero éstos rasgaban la tela como cuchillos de fuego y de nada
sirvió que me pidiera que cerrara los ojos y me tapara las orejas, hice
pucheros y luego se asomó una lagrimita al ojo derecho y luego comencé a
suplicarle que regresáramos a casa.
Papi no se enfadó conmigo, porque
nunca se enfadaba, y menos si estaba en juego su futuro sherpa para sus
aventuras de los ocho mil, pero no le hizo mucha gracia. Me llevó otra vez al
coche y recogió la tienda como Dios le dio a entender, doblándolo todo para que
cupiera en el maletero y revisando el suelo para no dejarse nada, porque mami
siempre ponía el grito en el cielo cuando él compraba algo para la montaña. Y
así que nos fuimos como dos derrotados en la dura batalla de la vida. Lo
gracioso fue que cuando entrábamos en la ciudad la tormenta, que había ido flojeando
por el camino, se deshinchó por completo y salió el sol. Las risas de mi madre
se oyeron en Katmandú, que debe de estar cerca del Tibet, y mi padre se marchó
de casa, todo corrido, con la disculpa de que no le había dado tiempo a doblar
bien la tienda. Todo esto lo recuerdo
bastante bien, lo que no tengo claro es si lloré como un corderito que a
perdido a su mamá, como dijo mami, o si fui un valiente, que solo hizo
pucheros, como luego me contaría papi, siendo ya un adolescente avanzado,
cuando me llevó por segunda vez a la montaña y ésta fue la definitiva, porque
le hinqué el diente y me supo muy bien.
Pero desde la tormenta hasta aquella agradable excursión, que relataré
en otro momento, pasaron unos años en los que papi ni se atrevió a proponerle a
mami llevarle con él. Fueron sus años más solitarios como montañero, como luego
contaría él, casi con lágrimas en los ojos.