viernes, 17 de noviembre de 2017

ALFREDO, EL MONTAÑERO III

                                        ALFREDO, EL MONTAÑERO III



                                        UN MONTAÑERO SOLITARIO

Hay muchas versiones respecto a las excursiones montañeras en solitario de mi papá. Mi mamá dice que no hay quien le aguante, por eso tiene que ir solo a todas partes, incluida la montaña. Pero es una versión interesada, sesgada, de la que solo aprovecharé los flecos, porque el resto forma parte de esa bronca perpetua que los matrimonios suelen emprender desde muy pronto, tan pronto como acaba la pasión, un año, a veces menos. Los tiernos infantes nos acostumbramos a ellas como quien oye llover. Sus amigos, pocos y mal avenidos, dicen que es tan cabezón que no les deja tomar decisión alguna, ni siquiera la tortilla que hay que llevar, siempre la suya. Alguno se ha atrevido a decir, sin estar él presente, claro, pero que yo escuché escondido tras la barbacoa, cuando papi salió corriendo al servicio –la maldita próstata como él dice- en una de las pocas barbacoas festivas que hemos celebrado en el jardín de nuestra modesta casa, que en una remota ocasión se atrevió a acompañarle a una excursión sencilla por un parque natural con montañitas asequibles y mapas perfectamente trazados, pero que aún así se perdieron, por cabezonería de papi, claro y estuvieron varios días dando vueltas y más vueltas a un hipotético trazado que mi progenitor había recorrido tantas veces que se lo sabía de memoria. El supuesto amigo, porque esas cosas los amigos las dicen a la cara, cuchicheó, aunque yo lo pude escuchar perfectamente, que al final tuvo que tomar la decisión de abandonarlo a su suerte y seguir la senda marcada y remarcada en rojo en el mapa. Se marchó con las bendiciones de papi, quien le obligó a jurar y perjurar que no se lo diría a nadie… Y no se lo dijo, aunque se supo que él había regresado tres días antes de que lo hiciera el gran montañero.

Mi historia como montañero, a la sombra del gran hombre, es muy sencilla, pero no tan fácil de contar. Cuentan las crónicas –mi memoria no es tan fina- que con tres, tal vez cuatro años, quiso llevarme por primera vez a conocer la montaña y ver si me gustaba. Según su versión fui yo, quien no dejaba de decirle a papi que me llevara con él en cuanto le veía preparar su logística de Anibal a la conquista de Italia, solo le faltaban los elefantes. Según la versión de mi mami fue el idiota de papi quien insistió en llevarme, incluso contra mi voluntad, porque estaba ya harto de sus excursiones en solitario y quería prepararme como su ayudante, su sherpa, para las grandes aventuras que estaba preparando, siempre estaba preparando alguna, como decía mami con retintín. Según las hilachas que quedan de mis recuerdos, esta vez le doy más razón a papi que a mami. Tengo un vago recuerdo de mi fascinación por las correrías de papi, quien salía de casa con la mochila al hombro, la bolsa de la tienda de campaña en una mano, la bolsa del Corte Inglés con las bombonitas de camping gas y el quemador, así como linternas, pilas y otros artilugios en la otra.  Posaba una en el suelo, buscaba la llave del coche en el bolsillo del pantalón de chándal, que tardaba en encontrar, abría el maletero del coche y tiraba todo allí, de cualquier manera, luego entraba a por más y así se pasaba un buen rato. Mami decía que no quería verlo, pero yo la sorprendí muchas veces mirando con ojos “ojipláticos” tras los visillos de una ventana.

El hecho en sí, escueto, es que un fin de semana lo preparó todo como si se fuera al Tibet. Como yo me acercara por allí, siempre curioso, me preguntó si quería acompañarle y como le dijera que sí, con mucho entusiasmo, preparó una bolsa de deporte con mi ropita, me enfundó en uno de mis chandals, buscó en la despensa algo que me pudiera gustar, espaguetis, macarrones, mis galletitas especiales, un tetrabrik de leche, colacao y un bote gigante de aceitunas, que me gustaban casi tanto como a él. Comenzó el trasiego, con mi menguada ayuda y entonces salió mami a la puerta y le puso de vuelta y media delante de todo el vecindario, que seguramente nos espiaba tras las cortinas, aunque yo no vi a nadie. Mi papi se puso cabezón y al final mami le hizo prometer que me traería en cuanto me entrara miedo y me pusiera a llorar. Papi dijo que yo era un valiente y no lloraba, yo asentí, con los ojos brillantes y en cuanto mami me vio preparado para una pataleta, se encogió de hombros y le dijo a papi, con ojos que echaban chispas, que como le pasara algo al niño se iba a enterar, le iba a cortar algo que yo no entendí muy bien porque era pequeñito.

El hecho en sí, escueto, es que nos subimos al coche, yo atrás, sin sujeción, no sé si porque en aquellos tiempos no era obligatoria o porque papi pasaba de todo y yo también.  Puso su consabida y proverbial música, que siempre le acompañaba en el coche, fuera a donde fuera, y si iba a la montaña, pues más música, y durante el corto trayecto no dejó de ensalzar los placeres de la montaña. Digo que fue un trayecto corto porque como luego contaría mami, con mucha ironía y entre risas, papi se limitó a llevarme a una zona cercana a la capital, camino de la montaña, eso sí y de algunos pueblos muy bonitos, donde había algo de bosque, alguna colina que yo pudiera trepar como si fuera un ocho-mil, y un camino de tierra que permitía salirse de la carretera y esconder el coche tras unas matas. Allí instalamos el campamento base, ayudé a montar la tienda, con tanta impericia como papi, a pesar de que no dejaba de pavonearse de lo mucho que sabía de estas cosas. No encontraba esto, no encontraba lo otro, no encontraba lo de más allá. Maldijo su despiste, seguramente se lo había dejado en casa, con las prisas. Rebuscó en el maletero y rebuscó, y yo comencé a ponerme nervioso y al fin papi encontró parte de lo que buscaba en el suelo del coche.  Terminamos de montar la tienda y me hizo pasar al interior como si fuera un príncipe. Introdujo su saco de dormir, viejo y rancio, pero muy bueno, que había comprado antes de casarse y de que yo naciera, en una ocasión remota y para mí muy confusa en la que fue a pasar unos días con mami que trabajaba no sé dónde e hicieron no sé qué, pero como los hoteles, hostales y pensiones estaban repletos papi se compró una tienda de campaña, un saco de dormir y otros artilugios que dijo le habían costado un ojo de la cara en una tienda de deportes. Mami se burlaba de él, de ojo de la cara nada, porque bien que se había regodeando mirando a una compañera de trabajo, en bikini, el día que se fueron a la playa porque libraban. Puede que mami trabajara de camarera, o de enfermera, o de lo que fuera,  porque a ella siempre le gustó mucho trabajar, mientras que papi era un vago de siete suelas y él mismo lo decía, si pudiera vivir sin trabajar, pues viviría tan rícamente.



Ese saco de dormir era muy bueno, según él, de alta montaña (años más tarde me preguntaría cómo se le ocurrió comprarse un saco de alta montaña para dormir dentro de él en una playa) y nunca había pasado frío en sus acampadas de los dos mil, de las que él hablaba como si fueran de los ocho mil que había subido como Hillary y su sherpa.  Luego entró una bolsita pequeñita y dijo que era mi saco de dormir, comprado expresamente sin que mamá se enterara y guardado celosamente en un escondrijo secreto para que mami no se enterara.  Me pidió que abriera la bolsa y desenrollara el saco, pero como no se me diera muy bien, él mismo entró como un elefante en una cacharrería, me ayudó, lo abrió y me pidió que entrara en él.  Tuvo que ayudarme también y luego él mismo se coló en el suyo, con cierta dificultad, porque tenía algunos descosidos y desgarros.  Una vez los dos tumbaditos, infló mi patito de goma de la piscina y me lo puso bajo la nuca. Y así permanecimos, felices, mientras papi me contaba su excursión a los Picos de Europa, en una ocasión memorable, en la que había subido Posada de Valdeón arriba, pero no por el camino de Caín, sino por un sendero de montaña a la derecha del pueblo, por la carretera que va a Santa Marina de Valdeón, y había instalado su tienda en un vallecito muy bonito, pero por la noche bajó el cierzo, la niebla así llamada por él y al parecer por otros muchos, y aquella noche fue una de las noches más aventureras y memorables de su vida.  Se despertó en plena noche muerto de frío, y eso que estaba en su saco de alta montaña  y estaba embutido en dos pares de calcetines gruesos y los pies dentro de unas deportivas, y las piernas dentro de dos pantalones de chándal y bajo ellos unos calzoncillos marianos que yo no sabía que eran y él me lo tuvo que explicar, y sobre su torso de toro, como le gustaba llamar a su pecho, una camiseta de felpa y dos chaquetas de chándal, y allí permaneció, confiando en que  su cuerpo reaccionara, pero no lo hizo, por lo que se vio obligado a salir de la tienda y correr por una pequeña terraza herbosa, en cuesta, de acá para allá y de allá para acá, intentando entrar en calor, lo suficiente para no sufrir una hipotermia y morir. ¿Qué es eso, papi? Me lo explicó con pelos y señales, lo que me produjo un estremecimiento de miedo que intenté controlar como pude, imaginando que aquella noche bien podría hacer tanto frío y los dos nos viéramos obligados a salir de la tienda y correr como dos tontos muy tontos.

Por fin terminó su historia, antes de que mis dientes comenzaran a castañetear, los de arriba con los de abajo, y salimos al exterior, donde me enseñó unas nubecillas que asomaban por el horizonte. No te preocupes chaval, me dijo, llevo demasiado tiempo en la montaña como para no saber que esas nubes no son de lluvia. Como se acercaba la hora de comer sacó el camping gas de la bolsa del Corte Inglés, llenó una sartén-cazo con agua de una cantimplora y se puso a cocinar unos espaguetis. Como a todos los niños a mí me gustaba mucho la pasta, por lo que papi no se rompió la cabeza buscando vituallas para que yo pudiera comer en la montaña, espaguetis y macarrones, que junto con un tetrabrik de leche y mis galletas favoritas deberían alimentarme durante todo aquel fin de semana, tal como lo había programado el gran montañero. Cuando el agua estuvo caliente echó los espaguetis y luego el contenido de una bolsita de plástico. Al cabo de unos minutos ya nos encontrábamos comiendo unos sabrosos espaguetis a la boloñesa sentados sobre dos piedras y con los platos de plástico en el regazo.



Papi no acertó en sus predicciones metereológicas, algo que se me quedaría grabado en la cabecita para el resto de mis días. Todo el mundo llegaría a saber con el tiempo que no había mejor metereólogo que él, bastaba con asumir que haría el tiempo contrario al que él pronosticaba, así si anunciaba lluvia todo el mundo preparaba sus sombreros para hacer frente a un sol de justicia, y cuando anunciaba sol, llovía, y cuando decía que esa noche despejaría y podrían contemplarse las estrellas, todo el mundo se preparaba para una tormenta de las buenas, con aparato eléctrico, lluvias torrenciales, vientos huracanados y alguna que otra desagradable sorpresa. Mami le tomaba mucho el pelo con sus dotes de vidente metereológico, pero de vez en cuando papi acertaba, yo creo que para llevarle la contraria, porque aunque yo era aún muy pequeñito enseguida supe cómo se las gastaban los matrimonios, y por eso siempre procuré llevarme bien con los dos, lo que no era fácil. Así cuando me preguntaban a quién quería más, yo respondía siempre que a los dos, y si insistían demasiado decía que primero a uno y luego al otro, y si querían saber quién era el primero, yo les decía que dependía, si papi me contaba cuentos en la cama, él era primero, pero si mami me achuchaba y me decía cosas bonitas, entonces era mami. Ellos se reían mucho, pero a mí me iba bien sabiendo que el matrimonio era “militia est vita hóminis super terram”, como decía papi cuando quería fardar de latín y de sus estudios clericales, y que a las víctimas inocentes nos iba mejor si nos rendíamos siempre al ganador, fuera quien fuera, y si  ganaban o perdían los dos… pues entonces los quería a los dos y santas pascuas.

Aquella tarde aciaga me convencí para siempre de que era de tontos no hacer caso de lo que pronosticara papi… solo que al revés. Apenas pudimos terminar de comer y ya estaban encima de nuestras cabezas unas nubes negras, muy negras, negrísimas, y se escucharon los primeros truenos. Pronto comenzaron a caer gotas y papi recogió todo deprisa, luego me pidió que me quedara en el coche para ver lo que era una buena tormenta de montaña. Y sí que la vi, sí, rayos mortíferos cruzando el cielo, truenos que retumbaban como bolos en una bolera, como me dijo la abuela una vez que pasé un fin de semana con ella –se llevaba mal con papi y peor con mami, por lo que la vi poco durante mi niñez- y tuvo que coincidir con una buena tormenta. Son los angelitos que juegan a los bolos en el cielo, niño, me dijo ella intentando calmarme, pero no hubo manera, las tormentas eran mi debilidad. Y así ocurrió ahora, papi no intentó calmarme hablándome de los angelitos en el cielo, pero sí lo hizo hablándome de que yo era ya un hombrecito y que los hombrecitos no lloraban y sobre todo que qué pensaría mami si regresábamos tan pronto, se iba a partir el culo de la risa, y lo peor es que luego no me volvería a dejar hacer más excursiones a la montaña. Eso me calmó durante un rato, pero la tormenta era infernal, así que papi me llevó a la tienda para que no viera los rayos, pero éstos rasgaban la tela como cuchillos de fuego y de nada sirvió que me pidiera que cerrara los ojos y me tapara las orejas, hice pucheros y luego se asomó una lagrimita al ojo derecho y luego comencé a suplicarle que regresáramos a casa.

Papi no se enfadó conmigo, porque nunca se enfadaba, y menos si estaba en juego su futuro sherpa para sus aventuras de los ocho mil, pero no le hizo mucha gracia. Me llevó otra vez al coche y recogió la tienda como Dios le dio a entender, doblándolo todo para que cupiera en el maletero y revisando el suelo para no dejarse nada, porque mami siempre ponía el grito en el cielo cuando él compraba algo para la montaña. Y así que nos fuimos como dos derrotados en la dura batalla de la vida. Lo gracioso fue que cuando entrábamos en la ciudad la tormenta, que había ido flojeando por el camino, se deshinchó por completo y salió el sol. Las risas de mi madre se oyeron en Katmandú, que debe de estar cerca del Tibet, y mi padre se marchó de casa, todo corrido, con la disculpa de que no le había dado tiempo a doblar bien la tienda.  Todo esto lo recuerdo bastante bien, lo que no tengo claro es si lloré como un corderito que a perdido a su mamá, como dijo mami, o si fui un valiente, que solo hizo pucheros, como luego me contaría papi, siendo ya un adolescente avanzado, cuando me llevó por segunda vez a la montaña y ésta fue la definitiva, porque le hinqué el diente y me supo muy bien.  Pero desde la tormenta hasta aquella agradable excursión, que relataré en otro momento, pasaron unos años en los que papi ni se atrevió a proponerle a mami llevarle con él. Fueron sus años más solitarios como montañero, como luego contaría él, casi con lágrimas en los ojos. 





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