EL BUSCADOR DEL
DESTINO X
Pues ese parece ser mi destino, porque cuando bajo a retomar
mi ardua tarea me encuentro con más gatos que andan por allí olisqueando. Me
siento en el suelo para trabajar, porque de pie me canso mucho. Los gatos
también se sientan, ponen su culito en el suelo y me miran con ojos como
platos, como si yo fuera un extraño dios que hace cosas raras pero que también
puede darles de comer. Sin saber por qué me pongo a catalogar a los gatos que
me están haciendo compañía. Hay algún “grisín”, así he decidido llamarlos
porque tienen la pelambrera gris, mira tú que bien y qué sencillo. Hay otros a
los que llamo “tigrines” o “tigretones” o “rubitos” porque tienen la pelambrera
amarilla o de un color paja. Me entretengo divinamente catalogando a los gatos
y atornillando tornillos en la madera, hasta que veo que se van acercando un
poco mas y hasta Silvestre se pone a gruñir en tono de amenaza. Este va a ser
otro problema, como si no tuviera pocos. Me levanto con dificultad y decido
poner comida en el jardín para todos los gatos visitantes, pondré unos cuantos
comederos improvisados y esperaré a ver si consigo que no se peleen, porque una
riña de gatos tiene que ser bastante desagradable.
Me hago con unos platos, unas latas, unos cuencos, todo lo
que pueda servir para llenarlo de pienso. Los coloco a lo largo y ancho del
jardín. Me doy cuenta de que los gatos también beben, como cualquier ser
humano, y decido llenar un par de tazones de desayuno con agua del grifo.
Entonces decido volver a sentarme junto a la valla y seguir atornillando
tornillos como un nuevo Sísifo, moderno y cabreado por tener que trabajar en
vacaciones. El tornillo de turno no quiere penetrar más en la madera, me cabreo,
me “recabreo” y me vuelvo a cabrear. Al final comienzo a martillazos hasta que
el tornillo se doble y queda pegado a la madera. Esta madera es más dura que la
piedra, va a ser un tormento dejar la valla de madera como estaba. Me paso la
mano por la frente y noto que sudo. Ganarás el pan con el sudor de tu frente, o
mejor dicho con el sudor del de enfrente como dicen los capitalistas, como le
oí decir a un graciosillo. En ese momento oigo unos maullidos feroces y veo a
Silvestre salir de estampida tras un gato grisín. Imagino que se ha metido en
su territorio, es decir en su comedero y Silvestre se ha cabreado. Saltan el
muro y se persiguen como si les fuera en ello la vida. No debe ser para tanto,
por eso lo llaman “riña de gatos”.
Decido que no estoy dispuesto a seguir sudando. Hace un calor
terrible. Entro al interior y dejo la puerta abierta. Los gatos son demasiado huidizos
para estar cerca de mí. Saco una cerveza del frigorífico y le doy un buen
trago. Aún es pronto para comer, pero tengo hambre y hace demasiado calor para
seguir fuera, al sol. Veremos por la tarde, o tal vez mañana. ¿Y ahora qué me hago
para comer? Con este calor apetece una buena y fresca ensalada. Me pongo a
ello. Un bol grande, una lechuga, pepinos, cebolla, tomate… todo muy rico. Pico
mientras corto. Bebo cerveza entre picoteo y picoteo. Un poco de sal, un poco
de aceite de oliva, un poco de vinagre. Encuentro un botecito de especies. Miro
la etiqueta, pero no puedo leer nada, bueno qué más da, serán hierbas de cocina.
Salpico la ensalada. ¿Y de segundo? No se me ocurre nada. Miro por aquí, miro
por allá. Nada, sigue sin ocurrírseme un segundo aceptable. Encuentro una lata
de fabada asturiana. No recuerdo haberla comprado, o tal vez sí. O puede que el
propietario la dejara por allí o el anterior inquilino, o yo mismo que soy tan
bruto que en plena canícula y con amenaza de ola de calor se me ha ocurrido
comprar lo más indigesto para un verano que empieza a ser agobiante. Decido
calentarla y ponerme a comer, un poco de ensalada, una cucharadita de fabada
asturiana… Se me ocurre que tal vez esté caducada si no la he comprado yo. Me
importa un bledo… No, mejor dicho, voy a mirar, no sea que luego me entre una
diarrea explosiva que te cagas. Pues qué bien, no está caducada, o sea que la
he comprado yo. Solo a un cafre como yo se le ocurre comprar fabada en pleno
verano y asomando una ola de calor.
Busco un cazo para el fuego pequeño, tiro del abre fácil,
encuentro una cuchara, vuelco todo el contenido petrificado del bote en el cazo.
Y me pongo a encender la vitro. Nada no hay manera. Un dedo aquí, otro allá.
Nada. Dos dedos por aquí, otros dos por allí. Nada. Me enfado, me cabrero, me
sulfuro. Suelto una patada. ¡Qué dolor, qué dolor, ay qué dolor! Me doy a todos
los demonios. Soy un idiota. Me quedo sin respiración. Dejo un dedo sobre la
vitro, al azar. Se enciende. Ahora solo queda encender el fuego pequeño. Nada.
Dos dedos, dos dedos rotando. Por fin se enciende. Coloco el cazo. Necesito un
fuego moderado, que no se queme, pero tampoco que me den las uvas. El cuatro,
el cuatro parece muy moderado. Ahora regreso a la mesa y picoteo un poco de ensalada.
¡guau u! ¡Cómo pica esto! Pienso, reflexiono, antes echo un buen trago de cerveza
fría. A este paso me voy a emborrachar. Claro, el frasquito de hierbas. La
culpa es del frasquito de hierbas. No sé qué contiene, pero es picante como una
guindilla. Está bien comeremos ensalada picante. Casi me dan ganas de echar del
frasquito a la fabada. No, ni se te ocurra. Puedes pillar una cagalera de
campeonato, y recuerda que ayer ya tuviste una y de órdago. Calma, calma. Aquí
no pasa nada. Me calmo, me contengo. Voy y pruebo la fabada, un poco más.
Escucho un estrépito. Miro. Se ha colado un gato. Estaba husmeando la ensalada
y ha tirado cosas de la mesa. Ha salido de estampida. Voy y cierro la puerta,
dando un portazo. Hoy no voy a poder comer a gusto. Termino la cerveza y voy al
frigo a por otra lata. La abro tirando del abrefácil, me doy otro trago. Ya
puestos, acabemos con una cogorza. Regreso a la fabada. Ahora sí. Saco un plato
hondo. Ya tengo en la mesa la ensalada, la fabada y la cerveza. Comienzo a
comer con un apetito devorador. Sudo como un picapedrero en pleno verano. Pico
la ensalada, porque no la voy a tirar. Bebo, porque no hay quien aguante este
picante. Termino con un eructo de satisfacción. Noto que las tripas rugen. Me
lanzo hacia las escaleras. Caigo de culo. No se puede estar tan gordo para
subir escaleras. Subo a cuatro patas, solo que dos son manos. Llego al
servicio, me siento en la taza. Me duele el culo, me duele en todos los
sentidos. Una explosión. Diarrea explosiva. No tengo remedio.
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