sábado, 21 de octubre de 2017

EL VERDUGO DEL KARMA IX


RELATOS ESOTÉRICOS IX

21102017




Como verdugo del karma he tenido que presenciar muchas experiencias insólitas, y las que me quedan…si los dioses no lo remedian y me permiten ascender un peldaño en el escalafón cósmico. Sin embargo nunca me había encontrado hasta el momento con algo semejante. Los iniciados suelen ser bastante tontos, idiotas sin remedio, que se creen los primeros en vivir este tipo de vivencias, exploradores del infinito que llegan por primera vez a tierras inexploradas, cuando en realidad acaban de pisar costas a las que no han dejado de arribar todo tipo de expediciones, playas tan holladas que no hay un solo granito de arena que no haya sido pisoteado una y mil veces, millones de veces. Se hinchan como pavos que acabaran de tragarse un elefante, caminan como borrachos, tan intoxicados por su ego desmesurado que se tambalean como si llevaran a sus espaldas todo el peso del mundo, nuevos Atlas que supuestamente han aceptado cargar el mundo sobre sus hombros para evitar que otros sufran, que otros tengan que dar un solo paso, no sea que terminen agotados. Se sienten tan orgullosos de sus supuestas misiones que no pueden mirarse a un espejo sin reverenciarse, como auténticos dioses. Por suerte yo nunca llegué a tan patéticos extremos, en realidad nunca fui un iniciado, ni falta que hace, siempre práctico, siempre hedonista, buscando exprimir el néctar de la vida, buscando sexo en cualquier parte, liándome con mujeres que terminaban complicando tanto mi vida que no me sorprende que acabara como acabé. Por suerte había elegido no volver a reencarnarme, y aunque el oficio de verdugo del karma era como el de un auténtico basurero cósmico, también tenía momentos divertidos, como el que estaba viviendo. Regresé mis pensamientos a lo que estaba ocurriendo en el monitor, dejando que los sentimientos y las vivencias del iniciado fueran las mías, como si yo mismo fuera aquel estúpido iniciado que se estaba dejando enredar por uno de esos crueles jueguecitos a los que son tan aficionados los dioses del karma.

A veces le podía la sensación de estar realmente loco y se sentía tentado de arrodillarse en las calles y suplicar ayuda de los viandantes. Algo que acabó ocurriendo, porque en el monitor se enlazaban secuencias reales con otras puramente mentales, tan reales como las anteriores o más. Fue muy hilarante verlo de rodillas, en un momento en que logró dejar de levitar, extendiendo las manos hacia los viandantes, rogando que lo sujetaran, que se formara una cadena humana para que el peso de tantos cuerpos evitara de nuevo su ascensión hacia lo alto, como un nuevo Jesucristo que ascendiera a los cielos a la vista de todos, porque su cuerpo divino era tan liviano que nada podía ya sujetarlo a la tierra. No le hacían caso. Procuraban no mirarlo y pasaban de largo como ante un mendigo repugnante, el cuerpo lleno de pústulas nauseabundas, que clamara a gritos, haciendo gestos histriónicos, para recibir una moneda con la que calmar su sed de vinazo, su necesidad de emborracharse y olvidar su patética realidad. Sin embargo todo cambió cuando un transeúnte compasivo –siempre los hay en todas partes y dimensiones- se acercó y le preguntó qué podía hacer por él. El iniciado le explicó su situación, que el otro no comprendió ni aceptó hasta que su rabia hizo que su cuerpo físico se elevara unos centímetros, como si en un universo paralelo un dios amante del humor negro y cruel hasta extremos demoniacos, hubiera creado un universo regido por las leyes más estúpidas y delirantes que mente alguna pudiera haber imaginado.

El iniciado suplicó, entre lágrimas, que el otro le agarrara la mano, lo que el transeúnte acabó haciendo, tan sorprendido como asustado. Entonces, el dios cruel de las leyes demoniacas, decidió gastar una broma de comedia del cine mudo. El cuerpo del iniciado comenzó a levitar con fuerza, ascendiendo centímetro a centímetro. El incauto viandante quiso desasirse, pero nuestro hombrecito no le dejó, aferrándose con la fuerza de la desesperación a la mano que le había sido tendida, logró arrastrar en su elevación el cuerpo del otro. Los transeúntes, curiosos y pasmados, formaron un círculo a su alrededor. Nadie reaccionó hasta que ambos cuerpos estuvieron por encima de sus cabezas. Entonces, un atrevido, un inconsciente, de los que hay en todas las muchedumbres que se precien, dio un paso y se aferró con sus manos a los tobillos del incauto transeúnte, mientras gritaba a los demás que les ayudaran, poniéndoles de cobardes para arriba. Todos sabemos que el contagio en una multitud es peor que una virulenta gripe transmitida en todas direcciones con un estornudo. Unos cuantos se aferraron al cuerpo del atrevido, abrazándole por la cintura, por las piernas, de las manos, por donde pudieron. Todo fue inútil, el cuerpo del iniciado continuaba ascendiendo, levitando como un gigantesco globo aerostático, impulsado por un ciclón de fuerza titánica que no dejara de dar vueltas y vueltas mientras ascendía hacia lo alto, arrancando los soportes metálicos clavados en el suelo con suma facilidad, con la misma con la que hubiera arrancado un rascacielos, desde los cimientos, llevándoselo por el aire como una casita de papel.

La multitud, tan asustada como atrevida, decidió lanzarse sobre los que ascendían y cada cual se fue agarrando de donde podía del cuerpo más próximo al suelo y conforme ascendían también estos, otros tomaban su lugar y así sucesivamente. Pronto se formó una larga ristra de chorizos –no se me ocurre otra metáfora- que fueron ascendiendo hacia lo alto, conforme lo hacía el iniciado, ahora con menos lentitud, como si el dios cruel los elevara hacia lo alto con su mano gigantesca de dios, procurando que la velocidad de ascensión no superara nunca la de los miembros de la multitud que decidían participar en la experiencia, para que así siempre hubiera alguien que pudiera aferrarse a las piernas del chorizo que despegaba sus piernas del suelo.



Cuando toda la multitud fue tragada por aquel ciclón choricero y no quedó nadie cerca que pudiera correr para aferrarse a los pies del último ascendente, la ciudad pudo ver el espectáculo más milagroso de la historia de la humanidad, si exceptuamos los milagros de Jesucristo y de otros budas milagreros. Una multitud, como una gigantesca ristra de chorizos, encadenados unos a otros de uno en uno o de dos en dos o de tres en tres, conforme se habían agarrado al cuerpo ascendente, se elevó en el aire y fue arrastrada por el invisible ciclón caprichoso, primero hacia el norte, luego al sur, al este y al oeste, como si el dios cruel pretendiera que todos vieran aquel portentoso milagro, todos sin excepción y así pudieran convertirse, arrepentirse de sus muchos pecados y creer por fin.

No pude evitar que la risa, la carcajada, saliera de mi boca de verdugo kármico en la más baja de las dimensiones invisibles, y me tronché de la risa hasta que me embargó una emoción de cólera tan intensa que comprendí que no era mía, sino del iniciado. Desvié la atención del monitor y pude ver a éste, tan rojo, con el rostro tan hinchado, con los puños tan prietos, con la boca tan cerrada y los dientes rechinando, que comprendí de inmediato lo que se avecinaba. Aquel idiota integral se iba a lanzar contra los dioses kármicos, les iba a increpar llamándoles de todo e incluso pretendía golpearles con sus puñitos y darles patadas en sus divinos traseros. No es que me importaran mucho las consecuencias para aquel incauto, cada cual es libre de buscarse sus desgracias y sufrirlas con tanta intensidad como pueda o le dejen, pero no soportaba la idea de que yo fuera castigado también de la misma forma. Es cierto que los dioses del karma son estrictamente justos y lo que aquel idiota estaba haciendo era responsabilidad exclusiva suya, pero sabía muy bien cómo se la gastan los dioses del karma y que siempre encontrarían algún motivo o razón, alguna suciedad kármica en mi piel, como para que yo mismo llegara a aceptar el justo castigo. Lo sabía muy bien porque ya me había ocurrido en alguna que otra ocasión, más de las necesarias, diría yo.

Fue por eso que mis reflejos reaccionaron automáticamente y lanzándome sobre el iniciado le plaqué con una llave de artes marciales verduguiles, que las tenemos, no dejando que se moviera, y como pude, con mucha dificultad, lo arrastré por el suelo, lejos de la presencia de los dioses del karma, que se reían a mandíbula batiente, mientras en el monitor proseguía la escena en la que el iniciado continuaba levitando con su ristra de chorizos humanos aferrados a sus pies. No me costó imaginar todas las posibilidades creativas de semejante gag y sentí un ligero mareo, más bien un vértigo infinito que en parte fue producto de mi mente y en parte de lo que estaba pensando el iniciado, al que no le costaba nada imaginar lo que hubiera llegado a ser su misión de profeta levitante de haber aceptado aquella misión que se le había propuesto en su primer éxtasis como iniciado, en su primera auténtica iniciación.

La cólera de mi amigo no tenía límites y sus pensamientos eran tan irrespetuosos hacia los dioses del karma que me apresuré a sacarlo de la sala de monitores dejando que la puerta automática se cerrara a nuestro paso. Sabía que los dioses del karma los estaban percibiendo, y si hubiera podido hacerlo me habría persignado en aquel momento, rezando porque un milagro me librara de las consecuencias. Por suerte los dioses parecían muy entretenidos en troncharse de risa, tenían un buen día, y pudimos salir indemnes de aquel momento culminante en nuestras respectivas historias. Lo arrastré a toda prisa por el pasillo –el iniciado se dejaba hacer, desmoronado por la impresión, lo que le impulsó a dejarse caer al suelo como un fardo- rezando porque nadie nos viera, y cuando llegué a una especie de trastero que nadie utilizaba, solo yo para guardar algunas cosillas que deseaba nadie viera, tales como algunas mangancias o chorizadas que discretamente me agenciaba aquí y allá, para mis morbosos y perversos entretenimientos, abrí la puerta, arrastré al iniciado al otro lado, y la cerré de un portazo. Solo entonces suspiré, respiré, resoplé y me dejé caer en el suelo a su lado. Pasados unos minutos de tiempo terrestre, y recuperado el aliento y la jovialidad, me tronché de risa hasta que me dolieron los ijares.

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