METROPOLIS VIRTUAL
Han
pasado los años, mis articulaciones y no son lo que eran. Ahora se resienten,
se quejan como viejas bisagras oxidadas. Las rodillas rechinan tanto y tiemblan
de tal forma que el sentarme o levantarme de mi viejo sillón se ha convertido
en un tormento que cada vez sufro menos porque ya no soporto que me trasladen
del lecho de enfermo hasta el viejo cuartito donde hace ya tantos años que casi
no me quedan recuerdos de ello instalé mi primer ordenador.
Ahora parece la cueva de un viejo dinosaurio
que no se ha dado cuenta de que la raza humana lleva milenios sobre la corteza
de este planeta tras su noble meta de convertir las viejas piedras en
microchips. A veces pienso en el exterior como en un mundo de microchips, el
cielo está dividido en infinitas particiones pegadas una a otra con estos
minúsculos artefactos y el suelo da calambre al ser pisado. En realidad no sé
muy bien cómo andan las cosas ahí fuera porque hace años que no salgo de casa.
A pesar de todo de vez en cuando no puedo reprimir la nostalgia y pido a mis
enfermeros de la Seguridad Social que me trasladen al sillón, frente al
ordenador para así poder visitar a mis viejos amigos como Smart 25 o Reye negro
o Reina blanca o princesa Almarina o Angel poéticus o Sofía milenaria o Alas de
Condor. Todos ellos siguen aún correteando por la Red aunque esta o aquella
enfermedad o achaque les impidan hacerlo todos los días. Nos vemos obligados a
concertar citas y citas suplentes por si fallamos a las primeras como
enamorados encarcelados por verdugos crueles de cuyo humor dependemos para
salir un rato a estirar las piernas.
Mi
enfemero me ha colocado el cinturón de seguridad que hace algunos años acoplé
al sillón por si las moscas. Es una medida de seguridad elemental para que no
me caiga como consecuencia de cualquier movimiento imprevisto. Me he colocado
las gafas virtuales y le he pedido que se vaya, lo que ha hecho discretamente,
cerrando la puerta tras de sí. Sabe que no me gusta nada su presencia cuando
hablo con mis viejos amigos.
Con
un parpadeo del ojo derecho he encendido el ordenador. Las pantallas ahora ya
no son planas sino que tienen forma de huevo de dinosaurio que resplandece al
encenderse. En su interior alguien parece haber encendido una hoguera que no
acaba de coger fuelle; las llamas suben y bajan buscando el lugar justo en el
aire. Dicen que su diseño es imprescindible para que las fagas virtuales
funcionen y uno logre sentirse dentro de Metrópolis, la gran ciudad virtual
donde miles de millones de humanos habitan, al menos durante unas horas al día.
Inmediatamente
bajo por el ascensor a la cochera de mi casa virtual y escojo un mercedes con
interior muellemente acolchado y me pongo al volante revestido con cuerdo
artificial. En realidad no soy yo quien lo hace sino el muñequito virtual que
me representa. Abre la puerta con el mando a distancia y sale al exterior. Hoy
he dejado a un lado al anciano marchoso que me representa y he escogido la piel
de un Adonis con gafas de sol, gorrita verde y vaqueros agujereados por todas
partes. El muñequito conduce con gran pericia mientras no cesa de guiñar el ojo
a todo muñequito que aparece en su radio de visión.
En
el radiocassette pongo música de los Beattles, una antigualla que me devuelve a
mi época de adolescente saltarín, cuando aún no sabía lo que era un ordenador,
¡si seré viejo!. Vivo en una casita baja en las afueras de Metrópolis, rodeada
de grandes árboles y con un cesped esponjoso en el que me hundo cada vez que se
me ocurre entrar o salir a pie de casa. Soy soltero. He elegido esta vida
virtual porque en este mundo nadie tiene tiempo para nada, menos para cuidar
retoños.
Las
calles de la urbanización están casi vacías, es un día de verano, el sol
virtual en lo alto es enorme y parece calentar tanto que mi muñequito empieza a
sudar como si lo estuvieran asando a la parrilla. Miro el termómetro del coche
que marca cuarenta grados y yo mismo comienzo a sudar bajo el casco virtual.
Supongo que con este calor la mayoría de los muñequitos se están echando la
siesta como sus dueños. De no ser así las fachadas de sus casas virtuales
estarían encendidas con un letrerito verde invitando a pasar y echar un trago
con el dueño. La mayoría tienen un inmenso stop rojo en la fachada lo que
indica que su dueño está roncando a pierna suelta.
Metrópolis
está diseñada de tal forma que nadie siente necesidad de ir al centro o a un
punto concreto de su perímetro ya que en todas partes hay los mismos
supermercados del sexo o centros multiculturales o lo que sea, porque la
realidad es que no falta de nada. Sus habitantes se van distribuyendo al azar y
si por casualidad alguna via de comunicación tiene excesivo tráfico a una hora
punta se habilita otra inmediatamente. Los vehículos son cambiados de vía por
una gigantesca mano artificial que sale del cielo color azul oscuro –dicen que
el claro era difícil de conseguir para los diseñadores- como un sorprendente
“deus ex machina” un tanto cutre, lo reconozco, pero muy práctico.
Aquella
tarde las vias de comunicación estaban muy despejadas por lo que mi cochecito
se movía a gran velocidad sin encontrar mas que alguno que otro coche de diseño
estrambótico y matrícula extranjera –aquí es lo que se lleva aunque todos
vivamos en Metrópolis- que se deslizaba sin prisas como viendo el paisaje. La
Red ha avanzado tanto que recordar los viejos tiempos de los “alias” - tenían que ir de puerta en puerta echando
su nombre ficticio con su correspondiente contraseña en los buzones- da la
risa. Ahora cada uno tiene su cochecito por modesto que sea, con su
correspondiente matrícula “ad libitum” para poder ser identificados,
controlados y hasta detenidos por la policía de la Red que ha hecho de
Metrópolis un lugar tan seguro que solo viejos chochos como mis amigos y yo nos
atrevemos a salir de su seguridad y adentrarnos en las ciudades piratas, los
barrios bajos de la Red, que cada día pululan más, lo que no es de extrañar ya
que las autoridades de Metrópolis intentan controlar hasta la marca de ropilla
interior de los muñequitos. Nosotros no llevamos ropa interior, un escándalo
para los muñequitos policías que nos cachean al detenernos por exceso de
velocidad o cualquier otro motivo tan nimio como este.
La
tecnología está tan avanzada que cualquiera puede fundar su ciudad donde le
plazca. Las Vegas virtual es la ciudad del juego, controlada por diferentes
mafias que no cesan de pulular en la Red. Uno las puede distinguir fácilmente
por sus muñequitos de anchos hombros, sombrero calado sobre los ojos y trajes a
la vieja moda de los años cuarenta del siglo XX. La moda retro sigue haciendo
estragos y cada vez son más los que buscan en un pasado remoto la pátina de
individualidad que todos pierden, incluso los muñequitos más rebeldes, en
cuanto se mueven un par de días por Metrópolis.
No
existe indicador alguno para llegar a estas ciudades piratas pero los viejos
internautas sabemos muy bien dónde encontrarlas. Basta con acercarse por las
proximidades para que un muñequito con pinta de vagabundo salga a la carretera
moviendo las manos como un muñequito loco. Paras el coche y él te indica una
dirección extendiendo la manita roja. No importa que la carretera no esté
señalizada, tu metes el coche entre los arbustos de un campo semidesértico y a
los pocos metros surge de la nada una amplia carretera, recién asfaltada, que
te atrapa con sus luces multicolores y su musiquilla marchosa.
Continuará
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