miércoles, 24 de enero de 2018

MI PRIMERA NOCHE CON KATHY VII


            CRAZYWORLD




MI PRIMERA NOCHE CON KATHY/CONTINUACIÓN




“Al principio nadie les creyó, pensaron que estaban “fumaos”, que tenían alucinaciones, que la droga les había llevado por caminos inexplorados. Pero eso no podía durar mucho, y yo lo sabía, antes o después sufriría las consecuencias, incapaz de renunciar a lo que la vida me ofrecía, tal vez como compensación a tanto sufrimiento. A pesar de mi juventud los avatares de la vida me han hecho sabia, sé muy bien que todo el mundo piensa que ha sufrido más que los demás y se merece mayores premios y otorgados con mayor rapidez. El abandono de mi padre, la triste vida que llevaba mi madre y que me obligaba a compartir, lo quisiera o no, las frustraciones de una niña imaginativa y de una adolescente deseosa de agradar, me hacían pensar que yo me merecía mayores premios que los demás y aquella monstruosidad que volteaba mi vida, erizándola de dificultades, también me ofrecía una fantástica compensación a la que yo no podía ni quería renunciar.

“Los rumores se fueron extendiendo y agrandando, manifestándose en todo tipo de miraditas malvadas, risitas despreciativas, cuchicheos repugnantes y una marginación tan injusta como ostensible. A pesar de ellos los chicos, machitos por naturaleza, no cesaban de aproximarse cuando nadie podía verles. Entre risitas y balbuceos avergonzados se ofrecían para darme placer. Algunos, más machos que otros y más bestiales, auténticos psicópatas, me acechaban constantemente, buscando que estuviera sola en un lugar apropiado, entonces se acercaban, solos, o bien, con más frecuencia, en parejas o grupos, con una ridícula mirada asesina en los ojos y una sonrisita que pretendían malvada en la boca, pero que solo llegaba a estúpida y bobalicona. Pensaban que su poder de machos me convertía en presa fácil, lo que no podían ni imaginar es que yo tuviera un arma que acabaría con ellos en una noche y que lo que pretendían hacerme era precisamente la trampa de conejos en la que siempre caían los cazadores. Luego se debatían entre marcharse lo más lejos posible o dejarse atrapar en una adicción que acabaría con sus vidas antes o después.

Mi madre acabó tomando cartas en el asunto. Me puso en manos del pastor, éste en las de la comunidad y ésta me encerró en una finca vallada y electrificada, en un lugar desconocido, y que utilizaban como reformatorio para chicos malos. Por suerte no estuve allí mucho tiempo porque el pastor conocía a un doctor especializado en toda clase de perrerías médicas para convertir en buenos a los chicos malos por naturaleza. Fui traslada en una furgoneta con barrotes y vigilada a la clínica de aquel doctorcito, a muchos kilómetros de distancia. Allí tampoco duré mucho, porque el doctor y sus ayudantes fueron pan comido para mí y en menos de una semana ya comían en mi mano. Por desgracia el truco empleado para conseguirlo hizo que el doctor se pusiera en contacto con un viejo compañero de universidad, un tal John, a quien todos llamaban Cabezaprivilegiada, no sé si en tono de burla o de admiración. Éste sintió de inmediato una curiosidad demoniaca por conocer a aquel portento de la naturaleza que era yo. Me trasladaron de nuevo, esta vez aún más lejos y a una clínica supermoderna y con unas medidas de seguridad a prueba de portentos.

Al principio fui dócil como una corderita, esperanzada en que aquellas lumbreras embatadas y serias encontraran el remedio para aquel paraíso infernal o aquel infierno paradisiaco, para aquella manzana envenenada del Edén a la que estaba dispuesta a renunciar de mil amores. Durante semanas y semanas me llevaron de acá para allá, me subieron y bajaron, me encerraron dentro de toda clase de artilugios médicos conocidos y algunos inventados por aquella cabecita puritana, perversa y demoniaca a quien todos sus ayudantes llamaban John CP, por lo de Cabezaprivilegiada. No dejaron parte de mi cuerpo por estudiar, todos los órganos internos y cada poro de mi piel, pero no encontraron la piedra filosofal que había transmutado mi cuerpo en una poderosa máquina del placer, capaz de convertir a cualquier macho en un bóvido babeante, en una infernal máquina que podía matar entre gemiditos de placer al más peligroso asesino en serie. 




Con el tiempo comprendí que ni Cabezaprivilegiada ni sus lumbreras llegarían nunca a encontrar el remedio, por lo que me dediqué a seducirles y atontarles prometiéndoles una experiencia inolvidable. No fue sencillo, John les había escogido buscando no solo sus conocimientos y cabecitas privilegiadas, sino también un puritanismo religioso que habría acabado trayendo el apocalipsis antes que una verbena de misiles intercontinentales. Cada seducción era un largo y fino encaje de bolillos. Lo que acabó perdiendo a todos fue su demoniaca curiosidad, superior incluso a su puritanismo. A todos menos a John, aquel larguirucho abuelete, se resistió como si yo fuera una Satanasa, limitándose a cambiar a sus ayudantes conforme eran descubiertos en pecado.

Incluso llegó a utilizarlos para hacer acopio de la sustancia que destilaba mi clítoris hinchado en plena excitación. No sé cómo lo hizo pero cantidades ingentes de esa sustancia pasaron a los sofisticados laboratorios de aquella institución y comenzaron una serie inagotable de experimentos. Me sorprendió que el puritanismo de John Cabezaprivilegiada no le impidiera aquellas añagazas propias de un malvado redomado sin la menor ética ni moral, pero luego comprendería que aquel puritano había caído en la tentación más sutil de Satanás, en el maquiavélico concepto de que el fin justifica los medios y todo se convierte en bueno si el fin lo es. Aceptaba los cuantiosos donativos de un millonario más loco que un cencerro en el cuello de una vaca loca y más lujurioso que si hubiera comido plátanos empapados en la sustancia de mi berenjena. 

Con el tiempo descubriría que aquel millonario no solo estaba loco y se había entregado a la lujuria como la única meta de su vida, sino que además era un astuto malvado, un canalla sin escrúpulos que para deshacerse de un hijo o una hija, no lo sé muy bien, que le había salido rana, enfermo mental o loco o simplemente rebelde, había decidido convertir su finca de caza y refocile, tan extensa como un Estado, en una prisión de por vida para familiares de millonarios locos. Poco imaginaba yo entonces que acabaría también en Crazyworld, el mayor y más sofisticado complejo carcelario para millonarios locos, eso sí, una prisión de cinco estrellas, porque uno no se imagina a un millonario viviendo en otro sitio que no sea el non plus ultra del lujo y la sofisticación.

Aquello se convirtió en una cárcel insufrible para mí y decidí fugarme a cualquier precio, pero no iba a ser fácil. No querían soltarme, creyendo que yo era su gallina de los huevos de oro. No parecían poner mucho empeño en solucionar mi problema, que yo había tratado de hacerles ver como una enfermedad, de las raras, de las muy raras, pero enfermedad al fin y al cabo. En cambio tenían los laboratorios trabajando noche y día, aparcados los restantes experimentos que estaban llevando a cabo antes de que yo apareciera por allí, buscando la fórmula mágica de convertir mis fluidos en el mayor afrodisiaco de la historia, una auténtica revolución en el negocio del sexo… pero solo para hombres, claro, porque todos sus experimentos iban dirigidos a lograr comercializar el producto, haciéndolo estable en forma de pastillas, pomadas, lo que fuera, para transformar a los machos del país, del mundo, en auténticas máquinas de follar. Como pude apreciar, escuchando alguna de sus conversaciones a escondidas, ni siquiera se planteaban crear un producto igualitario, también para mujeres, que tenemos el mismo derecho que los hombres, o más, para disfrutar de la sexualidad que nos ha dado la naturaleza a todos. Creo que en esto tenía la mayor parte de culpa el millonario Arkadín, que se dejaba caer por allí con mucha frecuencia desde que mi adorable presencia “adornaba” aquellas frías instalaciones, tal como él le decía al profesor. El pensaba que lo prioritario era lograr un afrodisiaco, estable y potente, para hombres, con lo que tendrían un gran mercado, suficiente para que él y sus socios y todos los locos científicos de aquel laboratorio se hicieran más ricos que Midas. Luego verían si el afrodisiaco para mujeres lograba ser tan estable y potente, si les compensaba sacarlo al mercado, a la vista de los estudios que se harían sobre los posibles cambios en las relaciones entre hombres y mujeres y las consecuencias en la vida familiar, sopesando entonces si las ganancias de la apertura del mercado femenino para el afrodisiaco compensarían las posibles consecuencias nefastas en la histórica prepotencia del macho en las relaciones de pareja y familiares. No creo que esto hubiera llegado a influir decisivamente en su decisión si la distribución del fármaco entre mujeres hubiera aportado cuantiosas ganancias a sus cuentas corrientes. Por desgracia para ellos y por suerte para mí y todas las mujeres del mundo, ni siquiera la cabeza privilegiada de John lograba estabilizar aquel endiablado compuesto, tal como lo denominaba el profesor, que a pesar de sus esfuerzos no era más que agua con colorantes a la hora de excitar la libido de las cobayas humanas que se ofrecían voluntarias con una sonrisita de machos estúpidos en la comisura de sus asquerosas bocas. Pero mientras tanto el millonario Arkadín buscaba, para sí y sus perversos amigos, una experiencia sexual inimaginable por la que estaban dispuestos a pagar buena parte de su fortuna. Yo era su conejillo de laboratorio, su indefensa presa. Poco podían imaginar que la indefensa cervatilla, como me calificaba Arkadín, terminaría convirtiéndole en un esclavo babeante. Su venganza, que no mis supuestos trastornos mentales o el dinero de mi madre, que era muy poco, acabarían encerrándome en esta prisión, junto con todas estas pobres criaturitas de Dios que has conocido en tu primer día en el infierno, que no tienen otra culpa que padecer algún tipo de trastorno de la personalidad y haber nacido en familias millonarias que no dudaron a la hora de quitarse de encima el problema que para ellos suponían, encerrándoles en esta maldita jaula de oro, en la que tú también has caído, pobre amigo, cegado por el destino que a todos nos pierde, a unos mejor que a otros.

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