CUMPLEAÑOS DEL MILLONARIO SLICTIK EN EL AÑO 2019 DE NUESTRA ERA
EL NARRADOR
Lo siento, lo siento mucho, pero este año no voy a narrar en “prima persona” otro cumpleaños más de este pazguato. Estoy harto, muy harto, de tener que viajar en el tiempo cada dos por tres para narrar cumpleaños de un personajillo que me la trae al fresco. No se imaginan lo que es levantarme cada dos por tres de mi silla preferente en esta celebración del día del libro del año 3001, aquí en el fantástico parque de la mansión Howard, contemplando la belleza sin par de Elisabeth, una Dulcinea postmoderna, para entrar en la mansión, buscar el museo tecnológico, entrar en la cápsula del tiempo y trasladarme por el agujero de gusano hasta el pasado, para encontrarme un año más con el millonario Slictik y su terrible y apocalíptica vida. Así que este año voy a dejar que Karl Future nos narre sus experiencias con el más insólito de los millonarios, tanto que a partir de él los millonarios se convirtieron en algo muy diferente que no quiero adelantarles porque haría spoiler, les destriparía el final y eso no es propio de un buen narrador. Les dejo con Karl.
LA NARRACIÓN DE KARL FUTURE
Desde cualquier punto del tiempo se puede viajar a otro punto, sea este en el pasado o en el futuro, según como se mire, porque tú estarás en el presente, pero para el que esté en el pasado tú estás en el futuro y para quien viaja hacia algo que aún no ha ocurrido en el momento presente estaría viajando en el futuro y así sucesiva y consecutiva y necesariamente. Si tenemos en cuenta que no existe un presente o un pasado o un futuro fijos, todo depende del color del cristal con que se mire, y desde dónde estás dando el salto y hacia dónde, tendríamos que concluir que el tiempo es relativo y todo lo relativo no existe verdaderamente, porque si fuera relativo que yo lo mismo pudiera ser hombre que mujer, pues no sería ni una cosa ni la otra, ni siquiera existiría.
Les digo todo esto para demostrarles lo poco que importa desde qué punto del tiempo viajé hasta el presente del millonario Slictik, que en aquel momento era presente para él, aunque pasado para mí, que viajaba desde el presente para mí, futuro para él. Lo que importa es que yo tenía que hacer algo muy importante para ahorrarnos a los habitantes del presente actual, el mío, la revolución francesa de los libros que iban a cortar cabezas por doquier, cabezas humanas, por supuesto, porque las cabezas de robots son mucho más difíciles de cortar, solo con un rayo láser y muchísimas dificultades. Como yo ya sabía lo que iba a ocurrir un poco adelante en el tiempo, en un futuro cercano, porque me había preocupado de viajar hasta ese momento, era muy consciente de la importancia fundamental que tendría en un buen desarrollo o un camino alternativo y mejor en el tiempo, la intervención de Torre de Babel el robot creado por Slictik en los últimos momentos de su vida, con el fin pretencioso y egomaniaco, de conservar toda la creación literaria de su personalidad doble, la de escritor. Para ello era preciso colarme entre la caterva de programadores, informáticos, ingenieros informáticos, hackers y demás ralea que aquel contratara para crear su monstruo de Frankestein literario y robótico. Los fue contratando a todos, uno por uno, asesorándose del primero, un conocido ingeniero informático, muy conocido y al parecer muy honrado, que conocía a todo el mundo en la informática, la realidad virtual y todo lo que se le pusiera a tiro. Así, por su consejo contrató al segundo y con la opinión contradictoria del primero y el segundo, contrató al tercero y así sucesiva y consecutivamente. La desconfianza del millonario Slictik era casi gatuna, no se fiaba de nada ni de nadie y procuraba enfrentar a todo el mundo para que de esta manera él se formara una opinión propia que enfrentaba y contrastaba con las opiniones de todos los demás. Aunque tuvo sus propias razones para llamar Torre de Babel al fabuloso robot que iba a construir, capaz de almacenar, recordar, expresar, contar e incluso añadir por su cuenta las morcillas que le parecieran oportunas, pienso yo que no pudo haber elegido nombre mejor para su creación, porque si el robot era una torre de Babel, todos los que contribuyeron a crearlo, así como el laboratorio mastodóntico en el que trabajaron, bajo tierra, también lo era y no solo porque cada uno de ellos hablara una lengua distinta y se entendieran en inglés, sino porque solo un narrador divino y totalizador podría contar los vericuetos de aquella historia.
Yo no lo voy a hacer, ni siquiera a intentar. Les diré que, ni corto ni perezoso, viajé en el tiempo hasta el monasterio donde estaba recluido el millonario Slictik, haciendo penitencia y esperando la hora de su muerte, al tiempo que de vez en cuando se ausentaba para viajar hasta el laboratorio donde se construía el robot, a bordo de su limusina particular, conducida por el chofero Baldomero, y antes de que iniciara un nuevo viaje aparecí en su celda, vestido como un monje, me tumbé cuan largo era y entoné una misa de Angelis, enterita, hasta que, agobiado, me ordenó ponerme en pie, y pedir lo que quisiera, porque algo iba a pedir. Me presenté como el mejor de los roboticistas y expertos en inteligencia artificial, y solicité un puesto en su laboratorio. El millonario Slictik se tronchó de risa, y eso que reía poco desde que pensaba que iba a morir en cualquier momento y que no le daría tiempo a dejar a la posteridad toda su obra literaria, con puntos y comas, acabada e inacabada, porque era lo mejor de su vida, con lo que se harán una idea aproximada de cómo fue su vida.
En cuanto terminó su histeria intentó ponerse en pie, pero no lo consiguió, acostado como estaba en su catre monástico y con los kilos que tenía encima, porque por mucha vida monjil que llevara no se privaba de la saludable comida del monasterio, que por muy saludable que fuera no dejaba de ser comida y quien mucho come, mucho engorda. Salvo cuando se deprimía y dejaba de comer, nunca se saltaba ninguna comida, aunque tuviera que ir rodando al comedor, escuchar lecturas edificantes, canto gregoriano y lo que fuera. Tuve que ayudarle a ponerse en pie y antes de que intentara echarme a patadas de su celda le solté la bomba. Conocía su proyecto de robot literario y mucho me temía que iba a entrar en bucle si yo no le suministraba mi algoritmo mágico. No creo que fuera la magia del algoritmo lo que le convenciera, más bien estoy tentado a pensar que fue la sorprendente noticia de que yo estaba al tanto, lo que le decidió. Nadie podía saberlo, por lo que yo debería ser encerrado en el laboratorio, como lo estaban todos los que participaban en la generación de Torre de Babel. Sí, eso fue lo que le decidió a contratarme, seguro que fue eso.
Lo hizo, me contrató y luego me pidió que le ayudara a llegar al comedor, donde mientras él trasegaba a diestro y siniestro, yo me dediqué a obtener información de los monjes, cambiándome de un sitio a otro de la gran mesa con la disculpa de que no oía bien lo que estaba leyendo el lector. No creo que colara porque no cesaba de hablar en voz baja. A pesar de la estricta orden de silencio, aquellos monjes también eran humanos y el ansia de saber las novedades del nuevo pudo más que las miradas agrias el abad. Como lo que más me interesaba de sus cotilleos era la vida y milagros del millonario Slictik, intercambié cromos con ellos, más interesados en la vida mundana y pecaminosa que llevaba el resto de los humanos en el mundo, el demonio y la carne.
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