Así pude enterarme de las miserias
y mezquindades de su vida en el monasterio. Con ello no buscaba satisfacer mi
morboso deseo de conocer las debilidades de un millonario, algo que todo el
mundo ha sentido a lo largo de la historia, no así en lo referente a la
intimidad del común de los mortales, proletarios y desheredados de la fortuna,
cuyas vidas no interesan, no han interesado y nunca interesarán, ni siquiera en
el futuro, mi presente y el futuro que vendrá desde mi presente. Es injusto, lo
sé, pero no pude evitar dejarme llevar por el morbo, algo que me permitió
acceder a datos que si bien en su mayoría eran irrelevantes, otros, en cambio,
resultaron, a la postre, muy prácticos para afrontar ciertos vericuetos del futuro
que nunca está escrito, no nos olvidemos, y menos cuando tú estás actuando en
el pasado, presente para ti.
Tras la cena nos retiramos a la
celda, la del millonario Slictik, que me permitió quedarme a dormir en el
suelo. Hubo un poco de mala leche, mal café y ningún croissant en el desayuno,
pero lo que nunca supo el bueno del millonario Slictik, que durmió como un
tronco, roncando como una locomotora vieja y asmática, es que yo llevaba la
cápsula del tiempo, invisible y levitando sobre mi cabeza, como un caracol
lleva la casa a cuestas y allí, invisible para los ojos de la carne, dormí,
cómodo, relajado y a salvo de cualquier asalto. Por la mañana tuve que
despertar a Slictik que continuaba roncando. Como ya era tarde para sus planes,
decidió no desayunar y tras vestir un cómodo chándal salimos al exterior donde
ya llevaba un rato esperando el bueno del chofero Baldomero. Iniciamos el
camino hacia su laboratorio y en cuanto Slictik terminó de despertar se puso a
charlar como un sacamuelas. Antes me hizo un preámbulo un tanto surrealista.
Por lo visto le importaba un pito que todo el mundo supiera de sus intimidades
más íntimas y miserables porque iba a morir muy pronto, tanto que no sabía si
al final acabaría conociendo a su hijo predilecto, el robot Torre de Babel. No
le importaba contarme todas las mezquindades de su vida, porque como iba a
morir…Me temo que esa no era la única razón, yo intuía ya que no iba a salir
del laboratorio, por lo que Slictik no sentía la menor preocupación de que
contara lo que él me iba a contar a los cuatro vientos. Como ya había previsto
semejante reacción, el millonario era muy predecible, mi casa-caracol y cápsula
del tiempo, levitaba sobre la limusina de Baldomero, invisible y segura, no
caería sobre el vehículo y nuestras cabezas, así la atacara un ciclón.
El millonario Slictik comenzó a
hablarme de su proyecto de robot literario como hablaría un profeta de la
misión que le fuera encomendada por el mismísimo Dios. Solo que en este caso el
dios era el propio Slictik, dios y profeta en uno. Estaba obsesionado con pasar
a la posteridad por algo bueno, porque por algo malo seguro que ya pasaría. Lo
dijo con un cinismo que me hizo temblar. Sin duda era un hombre vanidoso,
narcisista, megalómano y con un punto de psicopatía realmente peligroso. Consideraba
su obra literaria lo mejor de sí mismo, lo que no solo es discutible sino que
podría ser lo contrario, que fuera lo peor de sí mismo. Pretendía la creación
de un robot con materiales indestructibles, salvo que fuera atacado con un
racimo de bombas atómicas, H, o lo que se inventara, sino se había inventado
ya. Eso no le importaba mucho porque si no quedaba ningún humano para alabar su
magna obra literaria, la supervivencia del robot le importaba un comino, y no
estaba dispuesto a crear una nueva humanidad de robots indestructibles que
sobreviviera a cualquier guerra nuclear y se expandiera por toda la galaxia,
siguiendo el sueño de Asimov.
De estos proyectos megalómanos
pasó a su vida privada, contándome intimidades que estoy seguro no había
contado a nadie más. Es más que posible que el tiempo que llevaba aislado en el
monasterio sin hablar, salvo a escondidas y con algún monje de moral laxa,
porque todos seguían la famosa regla de “ora et labora et taces”, le estuviera
llevando a hablar por los codos, con los codos, y sin parar. También el
madrugón, porque al parecer dormía hasta que le despertaba el hambre. Yo
escuchaba pasmado sus confidencias. Una alarma saltó en mi cerebro, porque un
millonario como Slictik no cuenta sus intimidades a nadie sino está pensando en
encerrarlo en un búnker para siempre. Puse en modo activo la comunicación con
mi artilugio para viajar en el tiempo, por si necesitara salir pitando y sin
hacer stop. No voy aquí a desvelar todas estas intimidades, ni siquiera alguna.
Es lo que tiene el tiempo que una vez pasado el suficiente a nadie le interesa
nada de la intimidad de los que vivieron en el pasado, ni siquiera a los que
pasaron a la historia, ni siquiera a los historiadores que se centran en los
grandes “fechos” que diría Don Quijote, pero a quienes importa poco cómo eran
estos personajes en la intimidad, al contrario que al común de los mortales que
nos importa un comino sus grandes hazañas pero nos entusiasmaría saber cómo
eran en las distancias cortas. Nos lo imaginamos, visto lo que dice la
historia, pero no tenemos confirmación.
El búnker slictiano estaba a una
distancia suficiente como para que me pudiera contar su vida íntima en cien
capítulos y un prólogo. Me sentí tenso, agobiado, desesperado, prisionero de un
señor feudal de horca y cuchillo, sudé resquemor por todos los poros y cuando
iba a decidirme a llamar en mi ayuda al artilugio para el viaje en el tiempo y
largarme con viento fresco, llegamos al búnker y todo se precipitó, ya no tuve
tiempo para nada que no fuera centrarme en lo que estaba pasando. El chofero
Baldomero aparcó la limusina en un valle rocoso cercano a un paisaje desértico
donde ni los coyotes se molestaban en aullar, y tras abrir la puerta al
millonario, quien me la abrió a mí, con gran sorpresa por mi parte, tocó algo
en una roca, salió una cámara como el cuco de un reloj de cuco, le examinó la
retina y silenciosamente comenzó a abrirse la pared de roca, lo mismo que en la
cueva de Aladino.
Una rampa bien asfaltada penetraba
en el interior de la roca. El millonario Slictik me pidió que volviera a subir
a la limusina, él hizo lo mismo, y con el chofero Baldomero al volante
penetramos en el búnker como si fuéramos los reyes del mambo, en expresión
coloquial facilitada la IA conectada a
mi oído por un implante cloquear en el interior de mi oreja. Slictik me miraba,
deseoso de advertir mi pasmo ante semejante obra de ingeniería. Tuve que
disimular aunque aquella magna obra o magnum opus no le llegaba ni a la suela
del zapato a cualquiera de las “parvi operis” de mi tiempo.
La limusina fue aparcada en su
plaza de garaje correspondiente, garaje repleto de toda clase de vehículos
necesarios para una evacuación veloz y de maquinaria imprescindible para el
funcionamiento del laboratorio. Un poco más allá, en un hall circular, suelo y
estatus de mármol de Carrara, limpio y brillante como una patena, le esperaba
una comisión de personajes y personajillos, lameculos de vocación, que se
inclinaron ante Slictik, prodigándole toda clase de bienvenidas y halagos. El
millonario me miró, me presentó a sus monaguillos, y les pidió que iniciaran
ipso facto una completa y detallada inspección de las instalaciones. Así lo
hicieron situándose en una comitiva perfectamente jerarquizada, los primeros
delante y al lado de Slictik y los segundones a la cola. La inspección duró
menos de lo que yo esperaba porque nuestro simpático millonario corría que se
las pelaba –expresión facilitada también por la simpática IA- a pesar su
obesidad grasosa y poco ejercitada. Hice ver la impresión que me producía con
sonidos expresivos tales como Oh-Oh, Ah-Ah, y varios más, puse caras tan
expresivas como efusivas, entusiastas y vehementes que el rostro de Slictik era
todo un poema de satisfacción. En realidad y con mucho disimulo yo buscaba
posibles salidas, cámaras de seguridad, medidas de seguridad, guardias de
seguridad y todo aquello que me permitiera intuir los detalles ocultos que los
locuaces monaguillos no me iban a decir.
Llegados al descomunal y
desmesurado laboratorio nos pusimos todos las batas, lo que no las llevábamos
puestas, batas blancas por supuesto, y al entrar en su interior el millonario
Slictik se nos adelantó a todos, a pasitos tan cortos como veloces y se fue
directo a un robot que permanecía recluido en una jaula de cristal a prueba de
misiles, tocó algo en su reloj de pulsera y un cristal se deslizó sobre sus
goznes permitiendo la entrada como un cohete de su amo y señor. Se abalanzó
sobre referido robot y lo abrazó, lo besó y se dirigió a él con frases tan
cariñosas como las que uno emplearía con un niño o un gato, pongamos por caso. Pude
observar, sin disimulo, porque ahora todo el mundo miraba al millonario con la
boca abierta, que el rostro del robot parecía el rostro de Slictik en una etapa
más temprana de su vida, es decir parecía más atractivo y simpático, luego
cambió a otros rostros que pude intuir eran los de sus personajes, en la faceta
oculta de escritor del millonario. No me detuve mucho en este sorprendente
hallazgo algorítmico, porque me interesaban más otros detalles robóticos, tales
como el material del que estaba hecho, su aspecto claramente antropomórfico, y
sus reacciones robóticas a la expresividad humana de Slictik. Interesante,
pensé, muy lejos de los avances robóticos y en inteligencia artificial de mi
época, pero desde luego para quitarse el sombrero, lo que elevó mi apreciación
de los ingenieros contratados por el millonario desde un cuatro o un cinco
hasta un siete o un ocho.
Tras el abrazo cordial, Slictik
invitó a su criatura frankestina o frankestiana o como se dijera, a salir de la
jaula de cristal y seguirle hasta una pequeña plataforma o escenario. Allí fue
invitada a mostrar los diferentes personajes, historias, novelas, relatos,
poemas y todo lo escrito por el escritor Slictik, que era mucho, casi todo
inacabado, y, a mi humilde juicio literario, bastante pobre y de poca calidad.
Lo que hizo con pasos y movimientos humaniformes y con diferentes voces, a cual
más curiosa y ridícula, lo que no hizo reír a sus adláteres y correveidiles,
pero que a punto estuvieron de traicionarme, me vi obligado a pellizcarme con
fuerza los muslos y a oprimir las mandíbulas como un bebé rebelde que se negara
a comer la papillita de mamá.
Tras el espectáculo el robot, a
quien Slictik llamó Torre de Babel, con voz tierna, fue recluido en su jaula de
cristal y todos nos fuimos a comer a un amplio comedor, con los techos muy
altos y donde las voces resonaban como en un buen auditorio de música. Así pude
escuchar conversaciones que de otra forma me hubieran pasado desapercibidas.
Todos se preguntaban quién era yo, y cuando alguien a quien el millonario le
había confiado mi supuesta misión, tal vez el jefe de su laboratorio, le dio la
respuesta al más próximo, éste la transmitió al resto de la concurrencia que
así supo que yo iba a colaborar en la programación algorítmica de Torre de
Babel, transformándolo en la IA más avanzada de la historia de la humanidad.
Cuando el cotilleo llegó al último de la fila, todos enmudecieron y se produjo
un silencio ominoso que Slictik rompió con un sonoro eructo. Entonces no sabía,
lo supe luego, que al día siguiente era el cumpleaños del escritor, que estaba
muy orgulloso de haber nacido en el día del libro, como si eso fuera mérito
suyo. En lugar de mantenerse a ayuno y abstinencia para poder digerir al día
siguiente el banquete que había encargado, el día anterior, o sease, hoy, se
estaba poniendo como un marrano, con perdón de los marranos. Nunca olvidaré
aquel repugnante día, o sease, mañana, en el que vi a Slictik comer como un
cerdo en el día de su cumpleaños y emborracharse hasta convertirse en un beodo
que lo ve todo, y doble y triple. Y puedo hablar en presente porque para los
viajeros del tiempo no hay pasado ni futuro porque en cualquier momento los
transformamos en presente.
Tras la llegada y la comida el
millonario Slictik se retiró a su escondido dormitorio para echarse la
inevitable siesta. A pesar de lo discreto de la situación del dormitorio y de
que estuviera insonorizado, sus ronquidos de locomotora vieja y asmática,
hacían retemblar las paredes del búnker. Aproveché el pasmo de sus habitantes
para solicitar muy educadamente de los anfitriones me permitieran supervisar todo
lo que llevaban realizando hasta el momento en la criatura frankestina de
Slictik. No hubo la menor oposición teniendo en cuenta que el millonario me
había presentado como un maravilloso ingeniero informático que aportaría sus prodigiosos
conocimientos a su amado nene Torre de Babel. Me dieron todas las facilidades
para comprobar planos, esquemas, programas, materiales empleados en el hardware
y los algoritmos, en fase de prueba, que regirían la vida de aquel robot, tan
feo como su amo. Eso me permitió hacerme una idea de por dónde iban los
circuitos y de introducir subrepticiamente una programación soterrada y unos
algoritmos muy complejos e indetectables. Tuve paciencia para esperar que me
dejaran solo, una vez que observaron que no les hacía preguntas ni advertía su
presencia, supuestamente concentrado hasta el éxtasis en sus mágicos logros.
Aburridos se fueron marchando. Aproveché mi soledad, aunque consciente de la
segura vigilancia de las cámaras de seguridad, para insertar en el cerebro de
la Inteligencia Artificial el algoritmo que llevaba preparado y que me
transmitió la IA del artilugio invisible que me había transportado hasta allí.
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