miércoles, 22 de abril de 2020

LUIS QUIXOTE Y PACO SANCHO XII



LUIS QUIXOTE Y PACO SANCHO XII


luisquixote
Toda la comitiva aparcó en un gran patio empedrado que había frente a la fachada de la casa, mansión o palacio. Lo hicieron de cualquier manera, teniendo luego que poner en marcha los vehículos, retroceder, avanzar, girar a izquierda o derecha hasta que por fin todos los ocupantes o tripulantes pudieron bajar cada uno de su coche y con grandes risas y jolgorio atravesaron una gran puerta tan decorada que bien hubiera parecido el pórtico de la gloria de la catedral de Santiago de Compostela si alguien hubiera levantado la cabeza al pasar. Lo que nadie fizo ni siquiera Luis Quixote, quien ocupado en evitar que unas fermosas doncellas que salieron de la casa con uniformes de camareras y doncellas de piso de hotel moderno le llevaran en volandas, apenas si llegó a ver algo hasta que llegaron al dormitorio que le había sido destinado por el marqués, conde o dueño de aquel castillo endiablado. Tras él entró Paco Sancho que tampoco había visto nada muy ocupado en intentar acariciar, pellizcar, sobar o lo que se dejaran aquellas fermosas doncellas a él destinadas y que le hubieran parecido simples camareras, eso sí muy bien uniformadas, de no ser por las grandes voces que dio durante todo el camino su amigo, más bien amo, sobre su recato y entrega a la fermosura de Dulcinea del Toboso y que ninguna otra doncella de cualquier parte del mundo, por muy fermosa que fuera conseguiría tocarle ni un pelo de la ropa. Llegó a llamar a cada una de ellas por un nombre inventado y muy altisonante, creyendo Paco Sancho en algún momento llegar a escuchar nombres como Sra. Marquesa de Trapisonda o dueñas de la gentil doncella de Hircania o cosas parecidas, que como hemos dicho estaba demasiado ocupado en seguir sus instintos más groseros para apercibirse de lo que dijera o dejara de decir su amo.
Lo cierto es que una vez en el gran dormitorio, decorado con dos camas separadas y con muebles modernos y sólidos, aunque imitando el estilo rural, tal vez de maderas nobles como roble o pino, todas las doncellas, suponiendo que lo fuesen, o marquesas, condesas o dueñas o lo que fueran que fuesen, se despidieron a la francesa anunciándoles que la cena sería en una hora y que se bañasen y aseasen y vistiesen con los trajes que había en un gran armario. Y allí les dejaron, para gran desconsuelo de Paco Sancho, que olvidado de lo que allí les traía, es decir suplicar a su amigo, delegado del gobierno, que les quitaran las multas y desprecintaran las motos, echando una buena bronca a los guardias civiles que les habían apresado y tras darle las gracias y otras zalamerías corteses, les dejaran regresar a la carretera y continuar su camino. Tan solo pensaba en ser bañado y atendido por aquellas camareras o doncellas del castillo, poder requebrarlas y si fuera posible, robarles un beso, u dos u tres, según las circunstancias.
Luis Quixote comenzó a mirar y remirar todo el mobiliario de arriba abajo y para todo tenía una palabra grandilocuente y todo le parecía bien. Al final pidió a Paco Sancho que cargara su pipa de las hierbas sanadoras porque estaba molido y baldado de tanto viaje y tanto desatino, quien, olvidado ya de todo lo que no fuera fantasear sobre doncellas hizo lo que le pedía e incluso dio un par de caladas a la pipa, para probarla, no fuera que le hiciera daño a su amo. El humo y los vapores de las mencionadas yerbas, que siempre carga el diablo, subieron hasta el techo y se expandieron por la casa, colándose por rendijas y ventanas abiertas, no produciendo mucho efecto porque sus habitantes también le daban a toda clase de yerbas y pastillas psicodélicas. Fue entonces, cuando ya un poco descansado, Luis Quixote, mirando a su criado que se había dejado caer en otro sillón cercano, comenzó a endilgarle uno de sus discursos grandilocuentes y sin pies ni cabeza.
“Felices los tiempos aquellos en los que uno bien podía recorrer los caminos, leguas y leguas, sin encontrarse a nadie, deleitándose con los paisajes arbolados o las mesetas desérticas, sin más sobresalto que una comitiva de apacibles campesinos con su reata de mulas que iban de un pueblo a otro o solitarios pastores con sus perros y sus rebaños de ovejas que hacían la transhumancia por cañadas y caminos reales y a veces procesiones pueblerinas para pedir la lluvia, o incluso algún malhechor muerto de hambre que intentaba apoderarse de un pedazo de hogaza o un trozo de chorizo y a los que mi fuerte brazo ponía en vereda tan solo con una gran voz. Sin encontrarse con las llamadas autoridades ni aunque se las llamara a voces. Tiempos de oro, aquellos tiempos, en los que los bondadosos caballeros y sus escuderos eran recogidos del polvoriento camino por criados de grandes señores, que premiaban sus desvelos dándoles acogida en sus castillos y fortines, donde eran lavados por fermosas doncellas y perfumados por honradas y gentiles dueñas y luego agasajados con grandes banquetes, dejando que contaran sus fazañas y celebrando que aún existiera la bendita orden de caballería, que socorría a las viudas y a los huérfanos, ponía en su sitio a los malandrines, impidiéndoles facer sus entuertos y protegía a las doncellas buscándolas novios tan bondadosos y gentiles como trabajadores.
“Añorados tiempos aquellos en los que nadie tenía prisa y mientras facían su camino Del Calatraveño a Santa María, encontrándose con una que otra vaquera de la Finojosa, en un verde prado de rosas e flores, guardando ganado con otros pastores, bien podía uno detenerse a conversar y decir gentilezas, tales como “ Non creo las rosas de la primavera sean tan fermosas nin de tal manera, fablando sin glosa, si antes supiera de aquella vaquera de la Finojosa” a lo que respondía aquella donosura, bien como riendo «Bien vengades;que ya bien entiendo lo que demandades: non es desseosa de amar, nin lo espera, aquessa vaquera de la Finojosa.» y allí podía quedarse el caballero y su escudero, fablando sin tacha, hasta que oscureciera y entonces la vaquera ordeñaba las vacas y los cabreros las ovejas y cabras y ofrecían al sediento caminante leche natural y fresca, sin pedir nada a cambio, al contrario, rechazaban las monedas acuñadas de la magra bolsa y solo pedían que les contaran sus fazañas.
“Tiempos dichos aquellos en los que se podía dormir al raso sin ser molestado y bajo un árbol y ni un solo fruto caía sobre sus narices, respetuosos con el sueño de los humanos. Lo mismo facían los animales, que se acercaban silenciosos y lamían manos y caras de los cansados caminantes, sin temor a ser apresados o a ser cazados con ballestas y trabucos. Todos eran hermanos y los que no querían serlo y robaban y hurtaban, intentando forzar doncellas y apalear a cualquiera que encontraran, eran alanceados y perseguidos por los caballeros andantes que nunca faltaban por los caminos. Hasta las enfermedades respetaban a los buenos y se cebaban con los malos…
Y aquí, por suerte para Paco Sancho, el discurso de su amigo fue interrumpido por quienes llamaban a la puerta. Que no eran otros que cuatro camareras y cuatro forzudos lacayos a quienes había ordenado el delegado del gobierno o señor del castillo, consciente de que el ensueño de las yerbas los dejaran para el arrastre antes de que les amenizaran la jarana nocturna. Así que les habían encomendado, a las doncellas, que lavaran y restregaran a los caminantes en la bañera, y a los forzudos lacayos que las acompañaran y miraran para que no fueran molestadas por aquellos pordioseros y vagabundos.

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