Me paso el resto del día en la cama, con dolor de vientre. Me
gustaría bajar a la cocina y prepararme una infusión, pero me dan miedo las
escaleras, no porque pueda caerme de culo, rebotaría, sino de cabeza, tengo la
cabeza dura, pero no tanto como para rebotar en la piedra. Busco las noticias
en el móvil. La ola de calor se acerca, cada vez está más cerca, y yo no he
comprado ni un mísero ventilador de bolsillo. Lo voy a pasar mal, peor de lo
que lo estoy pasando ahora. Me pongo de costado, primero del derecho, luego del
izquierdo, luego boca arriba, no me pongo boca abajo por miedo a oprimir el
vientre. Las horas pasan, se acerca la noche y no tengo ni pizca de hambre.
Pero los gatos sí, oigo maullar afuera, en el jardín y también a la gata que
cuida de sus gatitos en casa. Voy a tener que levantarme y eso no me hace
ninguna gracia. Lo pienso, lo repienso, lo vuelvo a pensar. Al fin lo hago. Bajo
las escaleras con cuidado. Esto no son vacaciones. Antes que nada, caliento
agua y me preparo una infusión de manzanilla a la que hecho una bolsita de te
verde y otra de tila. No tengo ni idea si estas combinaciones son buenas,
posiblemente no, pero me sigue doliendo mucho la barriguita. Dejo que pase el
tiempo y la infusión vaya enfriando. Me la tomo con parsimonia, con una calma
budista Cuando termino decido dar pienso a los gatos. Salgo al jardín y con un
saquito de pienso voy llenando los comederos. Observo que el gato Silvestre
anda danzando por allí y es el primero que se pone a comer. Luego llegan otros.
Con el tiempo los bautizaré por tribus, porque no se me ocurren nombres
particulares para cada uno de ellos. Están los grisines porque todos son grises,
los tigrines o tigretines porque son pardos, a mi se me parecen a tigres
chiquitines. Puede que no se parezcan pero yo decido llamarlos así y me hacen
caso porque vienen a otro comedero. He decidido poner un comedero por tribu,
luego me daré cuenta de que no es suficiente y de que no todos los miembros de
las tribus se llevan bien. Hay algún que otro blanquito. ¿Cuántos gatos hay en
este pueblo? No los he contado y me da pereza contarlos. Me siento en un banco
de madera del jardín y enciendo un pitillo. Puede que no sea bueno para el
dolor de tripa, pero que le den a la tripa. Me importa un comino pasarme la
noche desvelado. Me siento mejor. Será la infusión. Hace calor, pero no tanto.
Se acerca la noche y sopla luna brisilla agradable. Se está bien aquí. No
pienso pasarme la noche asomado al balcón por si vuelven las vacas y tiran otra
vez la valla y me ponen el jardín perdido. Que les den a las vacas, al jardín y
sobre todo a mí. Que me den lo que sea, me importa un carajo. Apenas he comenzado
las vacaciones, acabo de llegar al pueblo y ya estoy harto. No sé de qué, de
todo. Cuando pienso en la suerte que tengo me dan ganas de escupir gargajos
sobre todo lo que pase cerca. Por desgracia para él pasa Silvestre y se lleva
un gargajazo color tabaco. Sale corriendo, se sube al muro y me mira con malas
pulgas, pero vuelve a su comedero que está ocupado con otro gato. Se pelea y el
otro sale con el rabo entre las piernas. Esto de dar de comer a los gatos va a
ser un problema. Sigo sentado. Enciendo otro pitillo. El tabaco me va a matar,
espero que lo haga pronto. No me apetece leer, tampoco escuchar la radio, no me
apetece nada. Sigo sentado. Se acerca la noche, debo pensar en cenar algo No se
qué, con el dolor de tripa que tengo. El sol se oculta, los gatos han terminado
el pienso. Algunos se van, otros se quedan merodeando por allí. Siento una
especial ternura hacia ellos. Sentiría aún más ternura por alguna mujer, pero no
hay ninguna mujer en mi vida. No sé por qué me pongo romántico, tal vez porque
tengo un pico de libido. Siempre he pensado que todos los males se me curarían
si tuviera una mujer que me diera cariño y un poco de sexo. No pido mucho, solo
un poquito, una pizquita de nada. Empiezo a sentirme realmente mal. No por la
barriguita que sigue como antes, sino por lo desgraciado que me siento. Maldigo
a la vida, maldigo al destino, maldigo a todo lo que se ponga por delante. Esta
vez es un grisín que se me queda mirando como si la maldición no fuera con él,
y en verdad que no va por él, pobrecito. Ninguna mujer me quiere y yo las
quiero a todas. No hay derecho. Esto se me pasaría con un buen polvo, Pero aquí
el único polvo que voy a tener es el polvo del camino. Se ha levantado un
viento fuerte que arrastra el dichoso polvo. Decido levantarme y regresar a
casa. Me acuerdo que no he dado de comer a la gata. Los gatines comerán de
ella, pero ella tiene que comer mucho y bien o no podrá alimentar a esos
tragones. Subo pienso y unas lonchas de jamón de York. No puedo pasarme el día
subiendo y bajando las escaleras. Tendré que hacer una lista de lo que tengo
que subir y bajar, porque de otro modo voy a hacer tanto ejercicio que bajaré
de peso. Con mi memoria mejor lo anoto en la agenda del móvil, pero luego me
olvidaré de consultarla cada vez que vaya a subir o bajar.
Los gatines se esconden en el armario, he dejado la puerta
abierta. La gata mantiene una distancia de seguridad, pero cuando echo el
pienso en su comedero y las lonchas de jamón en trocitos hace como que se va a
acercar, pero espera a que yo me aleje. Lo hago. Regreso al dormitorio y a la
cama. Allí se me ocurre que podría cenar una sopa de arroz, respiñada, como
decía papá, con aceite un poco de ajo y una cucharadita de pimentón. Algún
sabihondillo me diría, si estuviera por aquí, que eso es malísimo. Mejor arroz
blanco a secas. Vale, tiene razón, pero a mí me apetece así el arroz. Luego
puedo hacerme un té verde con limón y santas gárgaras. A la mierda con todo.
Quiero morir, quiero morir y quiero morir. Pero antes me voy a hacer el arroz.
Caliento agua, echo una pizca de sal, cuando el agua borbotea echo el arroz.
Saco una sartén pequeña, echo aceite, pelo un ajo y lo parto en rodajitas. Veo
que he comprado pimentón, menos mal que no se me ha olvidado, porque yo sin
pimentón no soy nada.
Me como tan ricamente el arroz, una vez cocido y respiñado.
Me sabe a gloria, pero mucho me temo que no le sentará bien a mi barriguita.
Seré bruto, más que bruto. Pongo agua a calentar para hacerme la infusión y
salgo fuera. Dejo la puerta abierta y me siento en otro banco y enciendo un
nuevo pitillo, de morir que sea por algo y cuanto antes mejor. Me sabe bien el
pitillo. Veo a un grisín que se acerca a la puerta, pero no se atreve a entrar.
Solo faltaba que se me colaran todos los gatos en casa. Tendré que automatizar
eso de cerrar la puerta cada vez que salgo. Pero juro que esta noche no voy a
vigilar desde el balcón por si vuelven las vacas. Que les den a las vacas y al
jardín. Y si me tiran otra vez la valla, que le den a la valla. Ha caído la
noche. No se ha roto la cadera de milagro. Entro, me tomo la infusión, cierro
la puerta y subo las escaleras. De momento no entro en el servicio. Saco una
silla al balcón otro pitillo más. Parece que la barriga se ha entonado, no hay como
no ser políticamente correcto y hacer lo contrario de lo que piensa la mayoría
de la gente. Se está bien allí, al fresquito. Ya veremos cuando llegue la ola
de calor. Mañana será otro día, espero terminar la reparación de la valla antes
de que llegue la ola, y sino que le den a la valla, a la ola y a mí, que me voy
a dormir y espero pasar buena noche.
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