LA VENGANZA DE KATHY XIX
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Lo bueno de la inconsciencia
es que no te das cuenta de nada, por lo tanto, no hay dolor, ni angustia, ni
notas el paso del tiempo, ni sabes lo que está ocurriendo fuera de ti, porque
ni siquiera sabes que hay algo fuera de ti. Lo malo es que no existes, por lo
tanto, no conoces, no sabes, no te comunicas, no sufres, eso es cierto, pero
tampoco gozas, estás alegre, eres feliz. La nada de la consciencia es agradable
mientras dura, porque nada te afecta, nada llega hasta ti, nada puede perturbar
tu sueño, en el que no ocurre nada, porque no se trata de sueño lúcido sino algo
más cercano a la muerte, a la muerte total, no a un supuesto paso entre una
dimensión y otra….
Lo
malo, malísimo del despertar a la realidad es que, al menos de momento, no
sabes dónde estás, ni quién eres, ni lo que ha sido de tu vida, algo así como
una amnesia, pero total, no de tu pasado, de tu presente y hasta de tu futuro.
Te encuentras perdido, si supieras qué es eso. La primera consciencia que tuve
de estar en la realidad fue que se me abrieron los ojos, sí, porque yo no los
abrí, al menos que recuerde. Miré frente a mí y vi una pared, aunque tardé un
poco en que la palabra y el concepto acudieran a mi mente. Volví los ojos en un
giro panorámico y vi, sentada en una silla, al otro lado de la cama, a una
mujer que parecía dormitar. Eso me permitió observarla con detenimiento y mucha
delectación, porque supe que era guapa y que me gustaba y noté algo que enseguida
recordé que era mi pene y que se estaba irguiendo, como buscando algo. Tardé
algunos segundos en recordar que esa mujer era la doctora a la que había
visitado en cierta ocasión. Y entonces los recuerdos fueron acudiendo a mí,
como encadenados, sutilmente, pero encadenados. La había visitado durante la
investigación del asesinato del director. Y eso me llevó a recordar a Jimmy y
con él a Kathy y con Kathy llegó todo lo más doloroso de mis recuerdos, el
pasado más cercano al presente que podía recordar. ¿Era posible que todo eso me
hubiera sucedido a mí? Pues sí, al parecer sí. No quería recordarlo. Deseaba
volver a la nada de donde acababa de surgir, pero ya no podía. Una vez que
despiertas a la consciencia ya no paras, ya no puedes parar ni un segundo.
Quería saber dónde estaba, qué hacía allí, y qué había ocurrido para que ya no
estuviera en el búnker con Kathy, la terrible, la espantosa Kathy, la que
deseaba matarme, aunque fuera a polvos, una bonita forma de morir en otros
momentos, cuando no estuvieras paralizado totalmente por una droga inventada
por el profesor Cabezaprivilegiada, a base de curare y otros elementos químicos
sacados de su cabeza tan privilegiada como monstruosa. Necesitaba que alguien
me dijera lo que había ocurrido. Y entonces, como si recordara que tenía
garganta y boca, fui a decirle algo a la doctora, pero antes carraspeé.
Eso
fue suficiente para que se despertara. Lo que me indujo a pensar que su
supuesto sueño no era otra cosa que un agotamiento tal vez generado por muchas
horas de velarme. Por cierto, ¿Cuánto tiempo llevaba privado de mi consciencia?
-Has
despertado, has despertado. Bendito sea Dios y su bendita madre y toda la
comitiva celestial.
No se
inclinó hacia mí, como yo había supuesto que haría, para comprobar mis constantes
vitales, suponiendo que fueran constantes y vitales, algo que dudaba, porque si
aquello no era un sueño, era lo más parecido a ese estado letárgico al que
llaman sueño. En su lugar se levantó como un cohete despegando y se dirigió a
la puerta de la habitación con la velocidad que el mismo símil que estoy utilizando
lo haría para librarse de la atmósfera terrestre en su camino a la Luna, a
Marte, o a donde fuera. Y desde el otro lado de la puerta siguió dando voces.
-Ha
despertado, ha despertado. Bendito sea Dios. Bendito sea. Venid todas, no creo
que nos reconozca, pero le hará bien sentirse acompañado.
Escuché
exclamaciones, grititos, gritos destemplados, y un pataleo caótico, como el de
una manada de bisontes asustada por un peligro del que hubieran sido avisados,
existiera o no. Entraron en la habitación, casi arrasando a la doctora, a la
que arrastraron en su estampida. La última en entrar fue una mujer con enorme
sobrepeso, pero que me cayó muy simpática a primera vista. Dolores. Era
Dolores. No es extraño que me cayera tan bien porque acababa de recordar que me
había pasado toda una noche con ella, en su lecho, dale que te pego, orgasmo
tras orgasmo. Alguien así te tiene que caer bien, lo quieras o no. La primera
que se me echó encima y me comió a besos fue una preciosa mujer a la que
recordé ipso facto, era Heather la agente de seguridad de Crazyworld, porque
estábamos en Crazyworld, naturalmente. La dejé hacer, encantado de la vida,
hasta que descubrí que no podía hacer otra cosa, porque no podía mover los
brazos, ni las manos, no podía mover nada, nada excepto aquel trocito de carne entre
las piernas al que algunos bien hablados llaman pene o miembro viril y otros,
mal hablados, de mil maneras groseras, tanto que no me sorprende que se
escandalicen los que oyen esos sinónimos vulgares, bueno, no todos.
Lo curioso
es que mi pene estuviera tan vivito y coleando y el resto de mi cuerpo no, a
excepción de mis ojos, que lo miraban todo pasmados. Entonces recordé, en otro
recuerdo encadenado, que era realmente la única parte de mi cuerpo que había
permanecido viva y vital cuando Kathy me convirtió en un vegetal con aquel
curare de los demonios. Gracias a su sexo portentoso, a su clítoris hinchado,
desprendiendo aquel líquidillo de todos los diablos, que te atrapaba, bueno, lo
atrapaba a él, a mi pene, a mi pequeño Johnny. Porque en otro recuerdo que me
asaltaba mansamente, también recordé que yo era Johnny, bueno junior, claro,
porque el senior era mi papá, aquel que aparecía en aquella escena que yo
también recordaba, la primera que acudió cuando la amnesia dio un paso atrás y
el velo de mi pasado se fue rasgando. En realidad, yo no era aún un gigoló,
sino recordaba mal, aunque puede que aquel retazo de recuerdo no fuera todo lo
fiel que debería.
En
fin, que el pequeño Johnny se fue revolviendo más y más hasta alcanzar su
máxima estatura, que no era mucha comparada con el resto de mi cuerpo pero más
que suficiente para haber penetrado y gozado a aquella multitud de mujeres que
se fueron arrojando sobre mí, una tras otra. La camarerita de mi amor, la
doctorcita de mi corazón… Bueno, no, que yo recordara aún no me había acostado
con ella, aunque esperaba hacerlo pronto, tan pronto mi cuerpo despertara del
todo y no aquel pedacito que estaba tan entusiasmado que creí iba a desprenderse
de mi carne y salir corriendo tras aquellas mujeres que me besaban, me acariciaban,
me decían muchas cosas y muy bonitas. Deseé que aquel momento no terminara
nunca, pero terminó…
Sí,
porque la última, Dolores a la que habían relegado por su dificultad para
moverse, al fin pudo acceder al lecho y se dejó caer aparatosamente sobre él.
Por muy fuerte que fuera aquel lecho, que no lo era tanto, una cosa normal, no
habría podido resistir tanto peso sin hundirse… Y no lo resistió. Fue el caos,
el maremágnum, la histeria colectiva, el acabose. La cama se hundió y el peso
de mi Dolorcitas cayó sobre mí. Gracias a que aún no había vuelto del todo a la
vida, a que no había recobrado la sensibilidad normal y necesaria, mi cuerpo no
lo notó demasiado, pero sí mi pequeño Johnny que se vio comprimido por
semejante masa de carne. Dolores que sí lo notó, se apresuró a apartarse a un
lado y sus manos buscaron desesperadamente bajo las sábanas, descubriendo que
estaba desnudo y que en efecto aquel pequeño ariete era el pene que tan bien
conocía. El resto de mujeres temiendo que me acabara matando la mujer que más
me quería por kilógramo de carne, cuando no había sido capaz de hacerlo aquella
máquina de matar y de follar que era Kathy, se apresuraron a levantarla y
arrastrarla por la habitación, lejos del hundido lecho, entre reproches,
insultos y gritos histéricos. Solo quedó Alice, suponiendo que así se llamara
la camarerita de mi amor, porque mi memoria estaba confusa y neblinosa, aparte
de por el brusco despertar por todo aquel harén histérico que taladraba mis
tímpanos como un berbiquí de carpintero, suponiendo que supiera el significado
de aquella palabra que había acudido a mi oreja, como el zumbido de un
moscardón. Esta avispada mujer supo enseguida qué había estado buscando Dolores
y siguió ella con la busca, masajeando y acariciando al pequeño Johhy que aún
se encontraba dolorido, pero muy contento. Creo que incluso se hubiera puesto a
horcajadas sobre mí y cabalgado con ganas de no ser porque la doctora que había
desaparecido de la habitación, reapareció con un carrito de los helados, quiero
decir con utensilios médicos para hacerme una prospección, sino a fondo, algo
que yo le dejaría hacer con el tiempo y en circunstancias favorables, sí para
encontrar mis constantes vitales. Tuvo que chillar como una energúmena y llamarlas
de todo antes de que la hicieran caso, conscientes de la necesidad de saber si
yo estaba bien o solo lo aparentaba. Y así comenzó la más extraña exploración
médica que conocerían los siglos.
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