lunes, 25 de marzo de 2019

LUIS QUIXOTE Y PACO SANCHO IX












CAPÍTULO III




DE CÓMO PACO SANCHO FUE NOMBRADO DELEGADO DEL GOBIERNO EN LO QUE CREYERON UNA ÍNSULA Y RESULTÓ SER LA FINCA DE UN POTENTADO BROMISTA




Nuestros apacibles personajes siguieron rutas apacibles por carreteras secundarias, donde el tráfico no molesta demasiado ni siquiera en horas punta. La velocidad de sus cabalgaduras era tan lenta que algún conductor apresurado, como casi todos, tocó el claxon con denuedo para incitarles a tomarse la vida con una prisa que estaba muy lejos de sus deseos. Luis Quixote seguramente estaría pensando en su amada, que cada vez estaba más cerca, una vez armado caballero. Paco Sancho, por el contrario, como siempre, reflexionaba sobre cosas prácticas, tales como jugar a la lotería, al cuponazo, a la bonoloto o a cualquier juego de azar que permitiera llenar sus alforjas de algo más que un trozo de hogaza, queso manchego y embutidos que el dueño del castillo, venta o mesón, había tenido la precaución de darle, a escondidas de su “amo” el bueno de Quixote. Su zarrapastrosa cartera apenas ocultaba algo más que unos pocos billetes de euro, con los que no llegarían muy lejos. Le vino a las mientes el episodio de la ínsula Barataria, donde el práctico de Sancho Panza se dejó llevar por su ingenuidad y alcanzó cumbres tan altas como las que solía patear Don Quijote. Una vez armado caballero su Quixote particular se podía esperar casi cualquier cosa de sus calenturientas fantasías, pero no hasta el punto de acabar en una ínsula manchega, agasajado por bromistas potentados, que actualmente lo siguen siendo, incluso más que en tiempos de Cervantes. Tampoco faltan duques palaciegos, princesas y hasta marqueses de pitiminí. Pero no caería la breva de encontrarse con alguno “dellos” en sus fincas de caza, que siguen existiendo por la gran llanura manchega. Lo más que él conocía era un político de postín, conocido de un buen amigo, dueño de una tienda de artesanía situada cerca de una gasolinera, por la conocída autopista A-4. Era uno de los pocos contactos que aún conservaba en su nuevo Smartphone de gama baja, adquirido al llegar de nuevo a España, tras un largo viaje en barco cochambroso, desde territorio USA. En los pasajes se gastaron sus pocos ahorros, y bastante tuvieron con poder pagar también el pasaje de sus viejas motos. Luis Quixote renunció al uso de esos artilugios mágicos que seguramente habían creado sus magos enemigos, para acabar enredándole en una aventura que le llevara al calabozo de algún palacio extraño, lejos de su amada.




Paco Sancho rememoró aquellos malhadados tiempos, unos meses antes de que su amigo tomara la decisión de regresar a la patria. El constante uso y abuso de hierbas y otras sustancias químicas psicoactivas, además de algunas pastillas que decidió probar en una especie de comuna hippie cercana a Baltimore, donde pensaban embarcar para España, si es que encontraban algún barco de carga que les admitiera, aunque fuera como marineros de tierra, acabó con la poca razón que aún le quedaba al bueno de Luis Quixote, quien, tal vez pensando en su tierra manchega, acabó por obsesionarse con lo más emblemático de su patria chica, el libro entre los libros, Don Quijote de la Mancha. Pocas veces le habló antes de aquel libro y aquellos personajes, solo que le habían obligado a leerlo en el bachillerato y le pareció un ladrillo, dijeran lo que dijeran. Encontró, verdadero milagro, una edición española en una tiendecilla donde pararon a preguntar si tenían planos de la zona. Desde entonces no dejaba de leerlo en sus ratos libres, que eran muchos, y bien se podría decir de él que se pasaba las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio, como su ahora admirado personaje. No podría decir cuándo su amigo perdió totalmente la razón y el rumbo, porque fue de poco a poco, y sólo cuando, por otro milagro del destino, se encontraron con un compatriota manchego en una taberna, quien, ya bastante ebrio, les abrazó como un náufrago a un madero del naufragio de su barco, y no quiso dejarles ni un segundo hasta que Paco Sancho, porque Luis Quixote estaba en otros mundos, le contó sus andanzas USA y puso de manifiesto su deseo de regresar a la patria chica, aunque fuera en una chalupa. El manchego, hombretón en la cincuentena y patrón de un viejo barco rescatado del desguace, para hacer portes baratos desde donde se le pidiera hasta donde fuera menester, así se tratara de las antípodas, se echó a reír muy regocijado y les dijo que les ofrecía su barco para lo que fuera menester. Tan solo tendrían que pagarle un pasaje barato y trabajar en lo que fueran capaces de hacer, porque los manchegos somos más marineros en tierra que Alberti, que era del Puerto de Santa María. De lo que colijo el bueno de Sancho que aquel compatriota debía ser hombre culto y tal vez hasta hubiera leído el Quijote, lo que venía de perlas, porque tal vez se tomara a risa las desaforadas fantasías de Quixote.













No quiso pensar más Paco Sancho en aquel malhadado viaje ni en las tristes aventuras en USA, por lo que se centró en cosas más prácticas, tales como superar la vieja moto de su amigo, lo que no le fue difícil, porque este iba tan enfrascado en sus pensamientos que cada vez deceleraba más y hasta comenzaba a hacer eses, para hacerle señas de que parara en el camino de tierra que se veía a unos pasos o rodadas. Ya llevaban un buen trecho de camino, desde que salieran de la venta, y la última comida la tenía en los pies. Necesitaba trasegar algo y hablar con Luis Quixote acerca de sus planes, si es que tenía alguno.




Aposentóse con su caballería en el desvío e hizo señas al bueno de Quixote que no le vio y a punto estuvo de llevarle por delante si no fuera porque quiso el mago Chilindrón, archienemigo suyo y patrono de todos los desaforados malandrines que se mueven por las carreteras y caminos del reino, que justo unos metros por delante de Paco Sancho quedaran restos de aceite vertido por los mozos del siguiente pueblo, para que en las fiestas patronales todos los visitantes forasteros resbalaran de sus cabalgaduras y se dieran un buen porrazo. Suerte tuvo Luis Quixote, tal vez protegido por algún mago bueno y protector, si es que aún le quedaban, de que el tiempo, que todo lo cambia, echara polvo y tierra sobre la mancha y así el resbalón fue poca cosa, no obstante suficiente para descabalgarle y hacerle rodar por el duro y agrietado asfalto, hasta quedar, él y su cabalgadura, a los pies de Paco Sancho, quien se llevó las manos a su cutre casco de motorista y quitándoselo de un manotazo se mesaba los cabellos como si hubiera perdido su equipo favorito, si es que lo tuviera o tuviese.




Cuando, una vez auscultado con toda desfachatez, comprobó que su amigo del alma no había sufrido ningún desperfecto serio y que su cabalgadura, una vez apagada y sus ruedas quietas, podía ser retirada hasta el inicio del camino de tierra, decidió que nada impedía arrastrar como pudiera, colgado de su hombro, al bueno de Quixote, hasta la sombra que daba una pequeña edificación de ladrillo y hojalata, porque otra sombra no había por allí, y embaular algo en el vacío y quejoso baúl de sus tripas.




En cuanto llegaron, ayudó a su amigo a aposentar sus posaderas en el suelo terroso y a apoyar su espalda en la pared y él se dedicó a desembalar los alimentos que su buen amigo les había colocado en el zurrón que Sancho comprara con anterioridad en la tienda de otro buen amigo, dedicado al queso manchego y a los productos de artesanía típicos de la tierra y de otras tierras, que a todo se acomoda el turista moderno, personaje que no tiene relevancia en esta historia pero sí importancia, dado que sin su intervención no se hubiera producido el episodio que estamos narrando.













Mientras Paco Sancho lo preparaba todo sobre una servilleta mugrienta que siempre llevaba en el zurrón y que nunca lavaba aduciendo que para ensuciarse al rato no merecía la pena esforzarse mucho, su amigo, dolorido y quejicoso, había sacado del gran bolso interior de su chupa de cuero su pipa y las finas hierbas que él consideraba tan mágicas y milagrosas como el bálsamo de Fierabrás, o incluso mejores, y con la maestría que da el uso continuado y habitual, se preparó una cachimba que prendió enseguida y se puso a aspirar con gran delectación. Pronto dejó de quejarse de sus dolencias, e incluso de recordar lo sucedido y pensando en su señora Dulcinea, moza fermosa del Toboso, se quedó traspuesto, con tan mala pata que parte de las finas hierbas de su bolsita especial, que había quedado sin cerrar, fue a parar a los alimentos que estaban sobre el sucio mantel, algo que Paco Sancho no pudo ver porque andaba muy ocupado en trasegar vinillo de la tierra de su bota de cuero, tal vez comprada también en la tienda de su amigo, fuera ésta artesanía propia de La Mancha o no, que eso lo desconoce el narrador, que bastante tiene con contar esta historia como para andar buscando en Google todos los detalles necesarios. Y fue este nimio detalle en apariencia el que usara con muy mala baba el mago Chilindrón para que todo se precipitara, porque Paco Sancho, siempre tan comedido y prudente y pegado a la tierra agarró un colocón tremebundo que no se le pasaría en varios días y que le llevó a cometer todo tipo de insensateces y a creerse todas las bromas que le gastarían unos desalmados potentados sin entrañas. Pero de eso hablaremos más adelante.




Lo que nos ocupa ahora y debe ser narrado antes y lo otro después como debería hacer todo narrador que se precie y no como los modernos que todo lo trastocan, ponen primero lo último y luego lo primero, una técnica que llaman flashback, o narran en paralelo diferentes historias, con lo que la narración se convierte en encaje de bolillos y el lector no solo se pierde, sino que como le gustan más unas historias que otras, pierde los ojos con unas y le cuesta leer las otras, como si le hubieran puesto encima una cabalgadura y tuviera que caminar a la fuerza. Este narrador Cide Hamete Berenjeni, es de los clásicos y por tanto narra primero lo primero, segundo lo segundo y lo último en último lugar y no se mete en encajes de bolillos que no sabe hacer ni nadie le enseñó. Por eso no narraré en paralelo lo que estaba ocurriendo en una finca no muy lejana, propiedad de un potentado sin escrúpulos que preparaba una gran fiesta para amigos y amigotes. Este potentado con patente de corso era un duque o conde o marqués, que todavía siguen existiendo en estos tiempos tan modernos. Pero no diré ni un ápice más, porque no viene a cuento y a nadie interesa.




Es por lo que se tercia contar lo que está ocurriendo ahora y no lo que sucederá en el futuro, si es que sucede. Paco Sancho, que trasegaba como una lima siempre sin que tuviera necesidad de ser animado, ahora no lograba rellenar su baúl, por mucho que embaulara, y ello era debido al apetito voraz que suele generar esta clase de finas hierbas, efecto que muchos conocen, casi todos, No obstante como todo lo que comienza tiene que terminar, casi liquida todas las provisiones del zurrón, y si no lo hizo fue porque su estómago-baúl no daba para más, no por un sentimiento cristiano de dejar algo para su amigo, que ocupado en sus delirios no necesitaba llenar su panza, sino el infinito cántaro vacío de su mente, donde cabía todo lo que fuera líquido o más bien volátil.




Otro de los efectos, que no son los mismos en todos los consumidores, ni con la misma intensidad, y lo sé no porque yo haya probado esas hierbas diabólicas, sino porque me lo han contado, y ustedes se lo pueden creer o no, según prefieran, decía que otro de los efectos es la hiperactividad que genera, o más bien todo lo contrario, quedarse tumbado y sin moverse, en Babia, como le estaba sucediendo a Luis Quixote. En este caso tenemos dos “exiemplos” opuestos y contradictorios. El flaco, que debería estar hiperactivo, se había recostado aún más hasta llegar a tumbarse, y el gordo, que debería estar tumbado, sesteando y roncando, no paraba de moverse, guardando lo poco que quedaba en el zurrón, de cualquier manera, recogiéndolo todo, hasta un melón que había por allí, puesto que aquella finca era un melonar, aunque no lo hayamos dicho hasta ahora, y el melón estaba en plena madurez y a punto de ser recogido, por lo que el lector avispado deducirá que estamos en verano y en plena Mancha, lo que explica muchas cosas. La Mancha es buena tierra para melones, uvas y otras frutas de la tierra. El delgado Luis Quixote hubiera puesto el grito en el cielo de haber sabido de la mangancia de su amigo gordito, no en vano era un caballero, lo que es lo mismo que decir que era honrado, respetuoso de la ley y aunque defensor del pobre y menesteroso también lo era del honrado empresario que cultiva sus melones, regándolos con el sudor de su frente y tiene derecho a cada uno de sus melones, si bien no estaría mal dedicar un diezmo para los desheredados de la fortuna y los hidalgos pobres, pero eso es algo que debe brotar de su naturaleza bondadosa, no del latrocinio más o menos justificado. Como no vio nada, nada dijo. Y aquí viene a cuento traer a las mientes uno de los refranes quijotescos más conocidos: Ojos que no ven, corazón que no siente.




Sancho logró a duras penas poner en pie a Quixote, pero no hubiera logrado hacerle caminar un paso de no haber sido por una idea genial que llegó a su gran cabeza, ahora más liviana y lúcida debido al buen efecto de las hierbas, que no solo causan consecuencias nefastas, sino que también producen resultados positivos, como todo en la vida, todo tiene una doble cara, la cara y la cruz. Se le ocurrió decirle que el sabio Cocoliso había traído en volandas a su amada Dulcinea para levantar el ánimo de su caballero, algo que les ocurre a todos en algún momento de su vida. Apenas Quixote hubo oído y comprendido lo que le estaba diciendo su amigo cuando reaccionando con brusquedad comenzó a caminar a largos y apresurados pasos, tanto que a Sancho le resultó trabajoso seguirle, con su mochila al hombro y la barriga pesada y turbulenta. El ajetreo de su barriga causó movimiento de gases y las flatulencias salieron disparadas por el primer agujero que encontraron. Se podría decir, en metáfora moderna, que encendió el turbo, lo que aceleró su caminar. Sin duda que su amigo habría sacado a relucir la famosa frase quijotesca de que “aquí huele, y no a ambar, amigo Sancho” si sus sentidos hubieran estado centrados en otra cosa que no fuera la fermosura de su amada. Tanto apresuramiento tuvo mal resultado, porque Quixote tropezó en un pedrusco y se vino abajo, allí quedó, en el suelo, maltrecho y sangrando por la nariz. Para que luego digan de los efectos negativos de las hierbas, la mente pausada, casi letárgica de Sancho, se aceleró como impulsada por el turbo, y sin pensarlo mucho le dijo:




-Amigo Quixote, no se rinda, que su amada Dulcinea le espera con sus mejores galas, anunciando sus encantos con un escote profundo y generoso.



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