miércoles, 21 de diciembre de 2022

EL BUSCADOR DEL DESTINO VI



Fue uno de esos momentos que te hacen amar la vida. Comprar lo que quieres, lo que más te gusta, lo más rico, imaginar las comidas y cenas de las que iba a disfrutar. Sin ninguna prisa, sin miedo a las miradas desaprobadoras de quienes no soportan que otros disfruten mientras ellos sufren porque quieren, porque son masoquistas y huyen de la felicidad como de la peste. Estaba solo, más solo que el uno antes de encontrar pareja con el cero, pero eso me libraba de las broncas de mi pareja, que si esto te engorda, que si lo otro está muy rico pero tiene millones de calorías, que si que si. Iba más feliz que un ocho tumbado y sin hacer nada. Claro que a ello ayudaba, y mucho, las dos jarras de cervezas muy frías, deliciosas, que me había trasegado. Total que llené el carro hasta arriba y empezó a escorarse a izquierda y derecha, como si tuviera mal una rueda delantera. Me pasa siempre y no sé por qué. Mejor dicho, no lo sabía hasta que descubrí las asechanzas del destino. Da lo mismo el carro que elija, que revise las ruedas haciendo carreras por el parking como niño en patinete, siempre-siempre-siempre elijo el carro que me va a dar problemas con una rueda delantera, o con las dos, o que se va contra una estantería y tengo que ponerme delante para no ser el causante de una debacle comercial. Eso me pasó también en este caso y en este momento. Pude llegar hasta la caja con mucha paciencia y un gran esfuerzo. Allí sorteé la mirada de la cajera no mirándola ni una sola vez y dándome mucha prisa para colocar todo en la cinta de arrastre y luego vengarme del carro vacío haciendo que volara sobre el parqué o mejor dicho el suelo de baldosa o de lo que sea, que nunca me he fijado a pesar de mirar constantemente al suelo. Amontoné todo otra vez en el carro y no maldije, como otras veces, de los inventores que no han sido capaz todavía de inventar una inteligencia artificial que lea las etiquetas a distancia con un láser o los códigos QR o deduzca el producto y su precio por su forma, volumen, peso o lo que sea. Pagué con expresión beatífica, como si sufriera un orgasmo al ser desplumado. Expresión que se atenuó cuando el carro comenzó a atravesarse, como guiado por una yunta de vacas rebeldes y vengativas. Como pude llegué a las escaleras mecánicas, las bajé, o más bien me bajaron, conseguí hacer el recorrido hasta mi coche sin sufrir graves percances. Dejé el carrito tocándole el culo al coche e inicié una sistemática busca de las llaves, porque no las encontré a la primera donde deberían estar, en el bolsillo derecho del pantalón. Bueno, tal vez las metiera en el izquierdo, esos despistes son muy comunes en mí. Nada. Pues en la cazadora, pues en los bolsillos traseros. Nada. Inicié una busca sistemática, sacándolo todo, colocándolo en el techo del vehículo y luego volviendo a meter cosa tras cosa en los bolsillos. Nada. Entonces se encendió la luz roja de alarma, de fuego bajo las asilas, en el trasero, en mi cabeza de chorlito. Claro, se me debieron caer en el restaurante, al sacar la cartera para pagar. Con dos jarras de cerveza haciendo espuma en mi mollera no era de extrañar que ni notara que las llaves caían al suelo, ni el ruido que hacían, porque tuvieron que hacerlo, el ruido era muy liviano, pocos comensales y separados.



Me planteé seriamente regresar por donde había venido, zahiriendo al carrito con insultos procaces. No, no era viable, antes preferiría que todos los habitantes del centro comercial me dieran una tunda de latigazos. Y fue entonces cuando recordé mi batalla vital con el destino, que había comenzado antes de mi nacimiento, cuando me obligó a ponerme a la cola y aceptar el nacimiento que me tocara. Recordé todos los acontecimientos que me habían hecho maldecirle como un picapedrero que se ha pillado la mano con el mazo. Porque yo le había descubierto apenas boqueé al nacer, por eso lloré tanto, como contaba mi madre entre risas a las vecinas. Debí de alborotar a todo el hospital. Claro que ellos no sabían, ignoraban, ni se planteaban la existencia del destino, pero yo que le acababa de ver la cara no pude dejar de llorar, como un becerro llevado al matadero. Y entonces sufrí una iluminación mística. Recordé todas las escenas de mi vida en la que las desgracias cayeron sobre mí como de un árbol, intentando abrirme la cabeza por la mitad. En todas ellas maldije al destino como un picapedrero que se hubiera aplastado la mano con la maza. Y que me perdone el lector si esta metáfora ya ha sido empleada con anterioridad, que no lo recuerdo, porque adoro esta metáfora. Me imagino al pobre picapedrero maldiciendo y me troncho de risa, en esos momentos se te tienen que ocurrir todas las maldiciones existentes y las aún por descubrir. Sí, ahora lo recordaba, una vez superado el bloqueo propiciado por momentos de calma que me hicieron olvidar que aquello no era normal, no podía serlo de ninguna manera. Tras la iluminación sentí una rabia sorda que me hizo tomar una decisión drástica y tan arriesgada como alzar una bandera blanca en una guerra fratricida. Me enfrenté al destino y le maldije cien veces más. Cabrón, cabroncete, cabronzote, No podrás conmigo. Mira, si quieres puedes hacer que mientras busco la llave aparezca un necesitado, o simplemente una persona avara y mezquina, sin la menor honradez, y se lleve el carrito y lo esconda o lo descargue en el maletero de su coche a velocidad de vértigo. Me cago en el dinero, lo voy a perder encantado, solo de ver cómo te las arreglas para conseguir que ese colega tuyo, tan cabroncete como tú tira del carrito cargado hasta los topes, con las ruedas que se van a su aire, como los ojos de un bizco, y es capaz de encontrar un lugar escondido donde yo no pueda encontrarlo ni siquiera mirando hasta los rincones más ocultos del parking. O cómo es capaz de descargar en el maletero de su coche todo lo que llevo aquí en un tiempo record, eso suponiendo que le quepa en el maletero o en los asientos traseros.



Maldije, me enfrenté al destino y salí disparado, intentando perder el menor tiempo posible, por si acaso. Subí las escaleras mecánicas sin dejar que ellas me subieran a mí. Mirando, por si acaso, el suelo, por si no fue en el restaurante, y las llaves se cayeron en cualquier parte, las muy cabronas. No vi nada y entré en el restaurante en tromba. Vi al camarero de los pircings y no perdí un segundo. Pregunté con la voz entrecortada si había visto unas llaves de coche. Me dijo que sí y que las había dejado en el mostrador. Me sonrió y a punto estuve de darle un beso en la boca. Me acerqué al camarero de la barra, un hombretón tan gordo como yo y muy serio y le pregunté por mis llaves. Claro, están aquí, pero no entiendo cómo ha tardado tanto usted en darse cuenta. Mientras me la daba le expliqué que había estado comprando en el supermercado y solo había notado su falta al llegar al coche. No se me ocurrió darle una propina, salí disparado, pensando que tal vez aún estaba a tiempo de rescatar el carrito de mis entretelas, antes de que al destino le hubiera dado tiempo de jugármela. Mientras descendía las escaleras mecánicas a saltitos sentí un alivio casi infinito. Se me apareció, en toda su crudeza, lo que hubiera tenido que hacer de no haber encontrado las llaves. Pedir un taxi que me subiera al pueblo y buscar las llaves de repuesto del coche en la mesita de noche. Luego volver al taxi, regresar al parking y poder abrir el maletero. En cuanto al carrito, que todas las maldiciones caigan sobre el cabrón del destino, hubiera imposible que siguiera en el mismo sitio. ¿Entonces para qué necesitaba las llaves de repuesto si ya no podía meter las viandas en el maletero? Mejor arrastrar el carrito por las calles a la busca de una pensión donde dormir y que aceptaran cuidarme en el carrito, escondiéndolo en el sótano, el tratero o lo que tuvieran más a mano. Al día siguiente sí podría tomar un taxi y hacer lo que acababa de hacer sin miedo a que el carrito desapareciera. Pero, ¿y si no me hubieran dejado sacar el carrito del centro comercial? ¿y si un guardia de seguridad me hubiera dado el alto? Pero gracias al antagonista del destino, fuera quien fuese, aquello no había ocurrido. Tenía las llaves en la mano y el suspiro de alivio debió oírse en las antípocas. A punto estuve de dar zapatiestas en el aire o bailar una jota. No lo hice porque estaba completamente agotado. Sin tomarme un respiro descargué todo en el maletero, de cualquier manera, subí al coche, encendí el motor, miré que no pasara nadie, salí a la calle con la flechita en el suelo en dirección a la salida y me lancé hacia ella, como si pensara que al cabrón del destino se le podía ocurrir cualquier cosa para detenerme…



Y se le ocurrió. Llegué a la barrera de salida, introduje el ticket y la barrera, erre que erre, no quería levantarse. Acudió el guardia de seguridad, un mocetón amable, y me preguntó si había pasado por la máquina automática. Le dije que no. Él me explicó que había que convalidar el ticket en la maquinita aunque si había comprado en el supermercado el tiempo de aparcamiento era gratuito. Me dijo que diera marcha atrás y colocara el coche de forma que no estorbara. Lo hice mirando con mil ojos no rozar a otro. Si el destino me había reservado aquella, bien podía tener más trampas en la cartuchera, a punto de disparar. Salí corriendo a la maquinita, me equivoqué de ranura, lo volví a intentar, un ciudadano amable me explicó el intríngulis, le hice caso y salí de nuevo corriendo. El guardia de seguridad me sonrió amable y me ayudó a salir de allí sin mácula, incluso me fue guiando con gestos de guardia de tráfico de los de antes. Esta vez la barrerita de los ceones se levantó y pude salir. Antes de reintegrarme al tráfico miré con mil ojos, una y otra vez. Fui despacio, me centré en la conducción como un chofero de fórmula I que si se descuida una millonésima de segundo se puede dar el gran batacazo. Al salir de la ciudad aparqué un momento para respirar, calmarme y echarme un pitillito. Después de todo las trampas del destino no habían sido para tanto.



Reemprendí el camino de regreso con más concentración que un jugador de póker que se estuviera jugando en una mano no solo todo su dinero, sino también su casa, su coche, su mujer, sus hijos y hasta la misma vida. Conseguí llegar a mi casita rural sin otro incidente. Iba tan despacio que al llegar casi era ya de noche. Dejé los alimentos no perecederos en el maletero y transporté los perecederos hasta la casa, abrí el frigorífico y los embutí allí de cualquier manera. Subí las escaleras, dispuesto a tumbarme sobre la cama y relajarme. Y justo en ese momento el móvil dio un pitido, por fin se había restablecido el servicio. Abrí mi portátil, lo encendí y comprobé que aquello no iba. Sería la wifi, el router o la madre que parió a todos los artilugios modernos. Me puse cabezón, como me pongo siempre en circunstancias como éstas. En lugar de tumbarme en la cama, cerrar los ojos y mañana sería otro día, decidí llamar al servicio técnico de la operadora. Expliqué la situación lo mejor que pude y la tele operadora debió de tomarme por un abuelete rural que no sabe de la misa a la media de estas cosas. Se puso un tanto borde. Yo aguanté el tipo… Y en ese preciso momento me entró un apretón de órdago. ¿Qué hago? Si cuelgo y me voy al servicio puede que no consiga arreglar hoy el problema, ni mañana, ni nuca. Apreté los dientes, apreté las nalgas, apreté todo lo que se pudiera apretar y seguí sus instrucciones. Desenchufe el router, cuente hasta treinta, luego busqué un clip y oprima el botoncito de rasetear que estará en un agujerito, justo ahí.



Conté mentalmente hasta treinta, apretando todo lo que había que apretar que temí haberme roto todos los huesos del cuerpo. Luego raseteé y conté hasta cinco o diez, o lo que fuera. Mientras contaba maldije a la operadora, para mi coleto, a los números y a todo lo que se moviera, pero sobre todo maldije al destino. A aquellas alturas yo ya estaba convencido de que todo era culpa suya y me estaba buscando las vueltas hasta terminar con mi paciencia, si es que me quedaba alguna. Esperé como me pedía la gentil operadora, ahora ya mucho más amable. En efecto, se había arreglado, ahora todo carburaba como en un Ferrari testarrosa. Lo urgente era llegar hasta el servicio y echar todo lo que hubiera que echar. Pero no, la operadora me daba las gracias, me deseaba un buen día, se deshacía en amabilidades que no venían a cuento, mucho más en mis circunstancias, que ella ignoraba, pero yo no. Por fin, por fin colgó y salí disparado hacia el retrete. Durante toda la odisea me había hecho a la idea de que no saldría indemne de aquella trampa del destino. Asumí que me iría por la pata abajo, que ensuciaría los calzoncillos, los pantalones, hasta los calcetines. No importaba, luego me los quitaría, los arrojaría a la bolsa de la basura, me daría una larga y meticulosa ducha y a dormir, nene, que no sabes cuánto lo necesitas. Por suerte pude llegar al servicio a tiempo. Me senté en el trono y tranquilo observé cómo la diarrea explosiva se despachaba a gusto. Explosiones como cañones en una guerra, obuses que estallan y se desparraman, como gelatina. Me dolía tanto la barriga que sin la menor vergüenza comencé a chillar y a llorar como un niño. Aun así me dio tiempo a preguntarme qué me había hecho tanto daño. No podía ser la cazuelita de merluza y rape, estaba exquisita. ¿Entonces qué? Decidí que la culpa la tenía el miedo y la tensión y sobre todo el odio que rezumaba contra aquel cabrón del destino. No se hundió el suelo, no estalló el retrete, pero casi casi. Al fin regresé al dormitorio y me arrojé sobre la cama como un náufrago sobre un tronco. No duró mucho, otro apretón y vuelta a correr. Cuando al fin regresé a la cama estaba tan agotado que me dormí como un tronco, no de náufrago, como un tronco que ni siente ni padece.





RELATOS DE A.T. III

 

RELATOS DE A.T. III

 


Terminó de desayunar y le acompañé hasta el servicio. A pesar de mi repulsión no podía dejar el contacto con su mente o terminaría perdiendo la vinculación con aquel lugar físico que necesitaba conocer como la palma de mi mano. Me alejé todo lo que pude para percibir lo más atenuado posible el placer que le producía el acto escatológico que estaba realizando, muy rápido por cierto, enseguida comprendí la razón. Empezó a pensar con toda la libidinosidad de que era capaz su imaginación en la viuda de su amigo y esta capacidad era mucha puedo asegurarlo. Su fantasía tenía mucho más de brutal violación que de agradable y fácil seducción. No pude evitar sentir asco a pesar de la atracción que empezaba ya a sentir por aquella mujer por lo que me alegré cuando terminó de masturbarse y dejó que cuerpo y mente se relajaran.

Esperé pacientemente a que decidiera afeitarse, pero como tardaba se lo sugerí muy sutilmente haciéndole ver lo feo que estaría si tuviera que ver luego a la viuda sin afeitarse. Este brevísimo pensamiento le catapultó hasta el armario de baño de donde cogió los utensilios necesarios para el afeitado y cuando por fin se enjabonó delante del espejo pude contemplar a placer su rostro. Su cabeza era redonda y grande, a pesar de su cuello de toro me pareció que pujar por aquel peso tenía que ser todo un deporte. Su rostro coloradote estaba erizado de agrestes cerdas que harían huir a la mujer más  necesitada de caricias. Pero lo que más llamó mi atención fueron sus ojos. Negros y duros, miraban con recelo y un odio difícil de ocultar. Aquel hombre odiaba a todo el mundo, odiaba la vida, la luz  la oscuridad, incluso se odiaba a sí mismo, bueno esta era la razón de que odiara tanto todo. Tan solo este odio se atenuaba frente a una mujer atractiva que pudiera darle placer.



Mi mente estaba tan concentrada en fijar sus facciones en mi consciencia que apenas tuve sensación alguna de su afeitado. Terminó y se acercó otra vez a la cocina para beber un trago de agua de una botella que tenía en el frigorífico. Debía haber cenado algo fuerte y salado porque hasta mí llegaba la frenética actividad de su estómago e intestinos, eructó con gran fuerza y su mujer, que aún seguía desayunando sin prisa, le llamó guarro a lo que el contestó con una fuerte ventosidad. Momento que aproveché para dejar su mente y quedarme en contacto con la de su mujer.

En mis anteriores vidas tuve un cuerpo del sexo masculino. En el más allá las mentes no tienen sexo, no obstante toda mente no es otra cosa que el conjunto de sus recuerdos por lo que quienes nos recordamos con cuerpos masculinos nos consideramos mentes macho y al contrario. Por eso el contacto con la mente de aquella mujer era una experiencia difícil, no me adaptaba a las sensaciones de su cuerpo y menos en aquellos momentos en que pude detectar un desarreglo hormonal propio del cuerpo femenino. No estaba de muy buen humor y mis pensamientos masculinos podían desequilibrarla más si no tenía cuidado así que tuve que inventar sobre la marcha, la sugerí que las ideas raras que comenzaban a asaltarla procedían de los desarreglos de la regla que aquel mes eran muy dolorosos. Ya más tranquila comencé a sugerirla pensamientos que me dieran la información que necesitaba.

La sugerí pensara en su marido y una oleada de repugnancia me invadió. Seguía con él por motivos económicos y por los niños, pero el odio que sentía hacia su persona se iba acrecentando día tras día. No le dejaba acercarse con intenciones sexuales y dormían separados desde el día del accidente en el que había muerto el amigo después de una noche loca en un prostíbulo. No se lo perdonaba y el frustrado deseo de que el muerto hubiera sido él aún la consumía. En cambio tenía buen concepto de su amigo e incluso se había sentido atraída por él. Trabajé esta idea hasta empezar a sentir cómo su imaginación se desbocaba, su fantasía la llevaba a acostarse con él, algo de lo que ahora se arrepentía no haber hecho o intentado por lo menos. Con un toque aquí y otro allá pude gozar de la excitación que le producía aquella fantasía. Llevaba mucho tiempo sin experimentar  estos orgasmos mentales con humanas que dicho sea de paso son más satisfactorios que los revolcones con mentes femeninas que van perdiendo la intensidad de estímulos que proporciona el cuerpo, muchas veces se pierden en sus recuerdos y se olvidan de lo que están haciendo. La mujer, asombrada pero excitada, se dejó llevar y juntando sus muslos se rozó suavemente hasta llegar al orgasmo. Luego se relajó y dejando caer su cabeza sobre los brazos apoyados en la mesa se quedó dormida.




Este es un momento delicado para las mentes descarnadas que estamos en contacto con las mentes humanas, a pesar de que no pueden vernos y su percepción de nuestra presencia es fácil de transmutar en sueños o pesadillas no me gustan mucho estos contactos. Su mente se sintió libre y alejándose un poco de su cuerpo empezó a jugar con la mía como si fuera un sueño, lo que aproveché para  hacerla revivir aquella noche y los acontecimientos posteriores.

Ya de madrugada recibió una llamada del hospital donde había sido internado su marido. La impresión había sido tan grande que no pudo reprimir sollozos histéricos que confundieron a la enfermera. La muerte de su marido era una noticia tan agradable que perfectamente consciente se hubiera visto obligado a un gran esfuerzo para disimular su alegría, la somnolencia la ayudó a reaccionar de una manera perfectamente normal. La voz de la enfermera la consoló rápidamente, no su marido no estaba muerto, saldría adelante, pero lamentaba decir que su acompañante que no estaba identificado porque salió despedido del coche y se perdió su documentación acababa de fallecer. Ella no sabía con quién había salido de jarana esa noche, cosa por otro lado muy habitual, pero lamentaba profundamente que no hubiera sido su marido el fallecido. Dio las gracias y se dispuso a vestirse sin ninguna prisa, tenía que hacer el paripé de la mujer desconsolada pero tampoco necesitaba correr.

Ya en el hospital la calmaron respecto a su marido, pequeñas lesiones en la cara y un brazo roto pero no parecía  tener lesiones internas aunque tendría que estar unos días en observación. La rogaron les ayudara a identificar a su acompañante. Tenía el cuerpo destrozado y apenas le miró unos segundos, suficientes para que su rostro magullado le resultara familiar. Era el marido de una vecina de su mismo edificio, un hombre agradable y cortés a quien ella saludaba siempre con suave dulzura imaginando que era con él con quien se había casado y no con la bestia parda de su marido.

Decidió llamar ella a su vecina, era lo menos que podía hacer ya que según informaron  su marido era el conductor y la causa del accidente se debía al alto grado de alcohol en su sangre. Tuvo que hacer de tripas corazón para abrazar a su vecina que se desmoronó en sus brazos como un muñeco roto. La acompañó al cementerio consolándola lo mejor que pudo y cuando su marido volvió a casa le obligo a trasladarse a otra habitación y no volvió a dirigirle la palabra.

Aprovechando la imagen de la viuda sugerí siguiera pensando en ella hasta hacerme una imagen bastante precisa de su físico, luego la desperté para que me mostrara el resto de la casa, quería contactar con la viuda pero no podía hacerlo hasta conocer bien aquel piso,a donde tendría que volver con frecuencia ya que al parecer el fantasma campaba allí sin respeto alguno. Tardó en levantarse dándole vueltas al sueño que acababa de tener, solo pudo recordar que se trataba de una pesadilla referente a la muerte de aquel hombre. La acompañé a su habitación, luego al servicio de donde acababa de salir su marido que se estaba vistiendo en su habitación, finalmente a la habitación de los niños a quienes tenía que despertar para llevarles al colegio. Durante estos traslados conseguí que pensara en los extraños fenómenos que venían ocurriendo en el piso desde el accidente, ella no les daba ninguna importancia aunque empezaban a ser preocupantes para su marido que había presenciado en solitario algunos fenómenos sumamente extraños de los que se había visto obligado a hablar con ella para no volverse loco según decía. Ambos habían presenciado juntos algún fenómeno telequinésico muy fuerte.

Decidí dejarla, ya tendría tiempo de volver al tema aquella noche, si aún no había aparecido mi fantasma, que no asomaba su invisible morro por ninguna parte. Quería conocer a la viuda que sería  el principal instrumento que utilizaría para intentar controlar a aquel nuevo descarnado descontrolado. Di un toque a mi portadora para que pensara un buen rato en su vecina y lo hizo con tal intensidad que la viuda proyectó su mente hasta allí sobresaltada por la intensidad del pensamiento que percibía como una obsesión de su mente.





 

lunes, 5 de diciembre de 2022

LA VENGANZA DE KATHY XV

 




Para mí el tiempo no era ya un reloj que moviera sus agujas en una esfera, permitiéndome calcular el tiempo pasado o el por llegar. Solo podía compararlo a un sueño en el que todo ocurriera sin orden cronológico o espacial, secuencias cortadas a capricho por una tijera surrealista y loca. No sentir el cuerpo me desvinculaba de la realidad que cada vez estaba más lejana, como al otro extremo de un agujero de gusano que lo mismo conectaba con el otro extremo del universo que con un mundo paralelo o hasta con la muerte. Me preguntaba si en realidad yo no estaría muerto y lo que estaba viviendo era la forma en que los muertos desatascan sus pesadillas, dejándolas colarse por el sumidero de la nada. Aunque algo sí me había conectado una pizca con la realidad. Aquel orgasmito de la señorita Pepis me había permitido sentir que aún tenía un cuerpo, aunque no lo notara demasiado, es decir, nada, salvo aquella especie de corriente eléctrica que había atravesado mi pene, echando chispas en los testículos y explotando como un petardo mojado en mi escroto. Era poco, muy poco, pero sí lo suficiente para que pudiera apreciar cómo la voz de Kathy, que se había acostado a mi lado, y a la que apenas percibía por el rabillo del ojo, iba desgranando una letanía que apenas comprendía ni quería comprender.

-Esto es solo el comienzo, querido, una especie de despertar, un salir de la tumba por un huequito y atisbar el mundo de los vivos. Tampoco ha sido un gran orgasmo para mí, pero todo irá cambiando poco a poco. Ni siquiera el superpoder de mi clítoris ha sido capaz de resucitar del todo a la parte que más aprecias de tu cuerpo…Sí, porque tú adoras a tu pene que te permite entrar en tantas cuevas que ya has perdido la cuenta. No has sido capaz de apreciar el fuego devorador de la dragona que habita en el interior de mi cueva. No te hubiera pedido mucho, tan solo que me recordaras durante unos días y luego volvieras a mí de vez en cuando, dándome un poco de ternura a cambio del gran don del orgasmo cuasi infinito. Pero no. Ni siquiera llevas aquí tres días y ya te has acostado con más mujeres que días. Conmigo, luego con Heather, después con Dolores, al final con Alice. Y te hubiera gustado hacértelo con la doctorcita. Una tras otra y tras una y luego vuelta a empezar. Todos los hombres sois iguales. Nos utilizáis y luego nos tiráis como un trapo sucio. Ni siquiera os preocupa dejarnos contentas a cambio del fuego eterno de nuestras cuevas. Ni una buena palabra, ni una caricia, ni un gesto de compañerismo. Nada. Absolutamente nada.

-Pero esto se va a terminar. Llegará el apocalipsis y todos los hombres perecerán en la cueva donde habita la diosa Venus. En la Venusberg morirá la maldad de los hombres. Y yo seré su sacerdotisa, su enviada, su vengadora… Sí, ya sé que tú no eres el peor de todos ellos, pero tienes su misma naturaleza. Si hubiera sido justa habría empezado con Mr. Arkadin, el peor de los hombres. Pero aún no ha llegado. Nunca llega cuando se le espera, ocupado en sus negocios, como si el dinero fuera mejor que el superpoder de mi clítoris. Aun así llegará y recibirá su merecido. Para entonces sabré muchas cosas que habré aprendido de ti y las emplearé en su tortura con tanto entusiasmo, con tanto deleite, con tanta persistencia, que será un placer impagable el que recibiré de es miserable.

-No, no hemos acabado. Esto apenas ha sido el principio de la noche… Porque afuera sigue siendo de noche. Llegaste con la tormenta que no te dejó ver la hora y no llevas un reloj en tu muñeca que te permita saber que el tiempo va transcurriendo. La pócima del doctor Cabezaprivilegiada te ha tenido dormido unas horas, no muchas, menos de las que piensas. Aún nos queda mucha noche. Yo sí tengo un reloj que marca las horas y sé que en el exterior sigue la noche, porque la puedo ver por una especie de raro periscopio, invento del profesor chiflado, como los rayos y truenos que aún siguen, lo mismo que el repiqueteo de la lluvia. Mira, voy a permitir que veas y escuches, antes de someterte al segundo tormento. Lo que ocurre en el exterior es recogido por ese periscopio y pixelado en la pantalla que vas a tener frente a ti. Mira y disfruta…

Una enorme pantalla comenzó a descender del techo. Enorme, pero no tanto que escapara a mi campo de visión. Se detuvo en el centro de ese campo de visión, se encendió y un relámpago que pareció quedar anclado en el cielo oscuro me deslumbró hasta la ceguera… si eso era posible porque mis ojos, ahora lo comprendía, habían adquirido una visión extraña, como la que uno posee en ciertos sueños, en los que se puede ver todo desde fuera y al mismo tiempo desde dentro, una visión normal amplificada en capas dimensionales, como una cebolla surgida de un agujero negro. Me sentí como la criatura del doctor Frankenstein que abre los ojos por primera vez y deslumbrado contempla un mundo nuevo, no tan doloroso como el que vendrá después, cuando lo vaya comprendiendo. Porque él viene de la muerte y abre los ojos a la vida. No recuerda nada de la muerte y no sabe nada de la vida, pero sí lo suficiente para saber que la vida es mil veces peor que la muerte… ¿De dónde había surgido ese recuerdo? No lo sabía, no obstante era extraordinariamente preciso, como si hubiese leído la famosa novela y visto todas las versiones cinematográficas que de la misma se habían hecho hasta la fecha, que no sabía cuál era, pero era aquella, el momento presente. Comprendí que por una hendidura muy pequeña, tal vez generada por aquel relámpago que permanecía aún en la pantalla, como si alguien hubiera dado al pause, estaban empezando a brotar recuerdos muy escondidos en alguna parte profunda y misteriosa de mi subconsciente. Todo parecía transcurrir a cámara lenta. Tras el relámpago llegó el trueno horrísono que se prolongó como una carambola infinita. Y el repiqueteo de la lluvia me relajó como el baño en aguas frescas tras una travesía por el desierto. Tenía la lengua seca y la boca arenosa… Pero no, mi cuerpo no podía sentir nada. ¿Entonces qué eran aquellas sensaciones? El tiempo transcurrió, más como recuerdo de cómo transcurre el tiempo que por experiencia vital y presencial. La tormenta parecía no ir a amainar nunca. Me vino a la cabeza, a la mente, a lo que fuera en que se había convertido mi consciencia, la idea de lo que estaría ocurriendo en Crazyworld. ¿Alice habría dado ya la alarma? Tal vez fuera pronto, pero lo haría en cualquier momento, cuando ya no le cupiera la menor duda de que me había perdido en el bosque. Porque eso es lo que pensaría. ¿En qué otra cosa podría pensar? No en una Kathy endemoniada que me había drogado y trasladado a un búnker subterráneo del que nadie sabía nada. ¿Y cuando ella diera la voz de alarma quién le haría caso, cómo podría convencerles de que yo estaba perdido en el bosque? Tal vez Jimmy, ese maldito tunante, atisbara lo ocurrido y pusiera a todo el mundo en pie de guerra. Era capaz de eso y de mucho más. Nadie le llevaría la contraria, ahora que el doctor Sun se había vuelto más loco que sus pacientes y él, uno de sus locos pacientes, había tomado el mando por orden expresa del propio doctor Sun. ¿Qué harían? Esperarían a que pasara la noche y comenzarían la búsqueda con el alba. No, Jimmy no lo consentiría. Distribuiría linternas, crearía grupos de búsqueda, intentaría convencer a los robots de que les ayudaran. ¿Sabría Jimmy de la existencia de los robots? Por supuesto él lo sabía todo. Casi me reí a carcajadas viéndole dirigir semejante actividad. Era una risa plana que se deslizaba en mi interior como una serpiente. Y entonces, algo interrumpió la tormenta, mi ensoñación, fue la voz de Kathy de nuevo.

-Y ahora, hombrecito malvado, vamos a seguir con la segunda parte de tu tortura….

sábado, 26 de noviembre de 2022

RELATOS DE A.T. II

 


RELATOS DE A.T. II

Viajar por el más allá no es fácil de describir. No se trata de subirse a un soporte físico, pongamos un tren, y con la nariz pegada a la ventanilla contemplar un paisaje que va cambiando al ritmo del movimiento que impone la locomotora al vagón donde tú vas sintiendo tu cuerpo físico y todo tu entorno a través de los sentidos. En el más allá se viaja con la mente. Si es poderosa como la de un maestro el viaje no tiene más dificultad que la de guiar tu pensamiento hacia el espacio-tiempo deseado o hacia la entidad incorpórea que ya conoces o deseas conocer. Si tu mente no es la de un gran maestro debes luchar como un neófito contra el oleaje de tus pensamientos para evitar ser trasladado a donde tu voluntad no desea ir.

En el más allá no existe un paisaje al que aferrarse ni llevas un reloj de pulsera en tu muñeca para saber el tiempo que transcurre mientras recorres el entorno físico con el movimiento de tus pies o del soporte técnico que has elegido. El más allá es la oscuridad absoluta, la noche perpetua, y la pequeña luz de tu consciencia deslizándose en el tiempo interior. Tan solo el encuentro con otras entidades da un poco de luminosidad a tu entorno. Como farolas en la infinita avenida de la noche eterna eres consciente de que deben de estar ahí en alguna parte. No las ves, no las percibes hasta que se establece el contacto. Un punto de luz aparece frente a tus ojos, surgido de la oscuridad, y te dispones al contacto con lo desconocido. Eso es todo.

Todos los desencarnados sabemos que allá abajo, por poner un punto en un espacio inexistente, está el mundo material donde habitan los encarnados en un espacio físico concreto moviéndose al lento ritmo que su consciencia ha elegido para percibir las cosas. Te lo imaginas como una gran cúpula de baja vibración energética en la que no puedes entrar si no te has encarnado en un cuerpo físico o tu mente contacta con la de un corpóreo. Ves a través de los ojos del cuerpo y sientes el entorno al contacto de esa envoltura material con lo que la rodea. No hay otra forma por eso los incorpóreos somos tan reacios a descender al mundo material. Sabes que reencarnarte es sufrir la fragilidad y caducidad de la materia y conoces perfectamente las molestas sensaciones que conlleva el contacto próximo con una mente corpórea. No es agradable dejar la cálida oscuridad donde tu mente vive al compás de tus ideas y sentimientos sin miedo al dolor físico o el temor a la muerte. Por eso dicen que los muertos no regresan para anunciar a los vivos la existencia de otra vida, para consolarles de su desgraciado caminar por la materia. Los pocos que lo han hecho alguna vez recordarán para siempre la desesperación que les invade cuando sus comunicaciones telepáticas con los seres queridos aún corpóreos son rechazadas como pensamientos ajenos generados por la tristeza de haber perdido a un ser querido. Los fantasmas asustan y son relegados a la leyenda, los sonidos físicos emitidos por el incorpóreo con grandes dificultades son calificados de psicofonías con una explicación tan razonable como sonidos producidos por extraños fenómenos físicos que nadie se atreve a explicar. No es sorprendente que los incorpóreos se desesperen de la incredulidad de los encarnados y se alejen para vivir sus vidas en el más allá de la forma más agradable posible. Al fin y al cabo todos los mortales sabrán algún día qué hay al pasar la línea. Saberlo mientras se afanan en sus estúpidos quehaceres materiales no les ayudará mucho a ser mejores, que es de lo que se trata porque en el más allá lo único que cuenta es lo que piensas, lo que sientes, lo que eres.



El maestro me iba a llevar con el difunto que por lo visto estaba causando tanto alboroto. No esperaba que fuera un viaje largo teniendo en cuenta que los maestros que se ocupan de estas cosas conocen muy bien la mente de los recién fallecidos pero como en algo hay que ocupar el pensamiento reflexioné con mucho cuidado sobre la tarea que me aguardaba. A pesar de la discreción del maestro uno está ya muy acostumbrado a sus calambrazos mentales cuando tu pensamiento se ocupa en cosas desagradables. La elevada tasa vibratoria de su consciencia rechaza automáticamente los pensamientos bajos. Ni siquiera influye en ello su voluntad, sencillamente la alta vibración no puede mezclarse fácilmente con la baja y la rechaza con tal intensidad que aprendes rápidamente a no provocar a los maestros.

De su círculo de intensa luminosidad sale una especie de ectoplasma en forma de brazo que contacta con el mío. Es una concesión del maestro a nuestro apego a los cuerpos que tuvimos una vez. A los neófitos nos gusta pensar que aún seguimos teniendo cuerpo por eso de nuestro círculo de consciencia a veces salen brazos o piernas o se forman los rostros que fueron nuestros en el pasado. La sensación de estar siendo llevado por el aire agarrado a la férrea mano del maestro es inevitable para lo que aún no hemos sido capaces de renunciar a nuestras reencarnaciones. En realidad lo único que ocurre es que dos consciencias que se comunican están siguiendo una misma línea de pensamiento. Esa es la única forma de viajar por estos pagos.

Los maestros sienten una repugnancia, que calificaría de patológica si este viejo concepto corpóreo tuviera aquí algún significado, a contactar de alguna manera con el mundo físico. En el fondo creo que temen volver a sentirse atraídos por esa orgía perpetua de estímulos sin control que resulta tan fácil de aceptar para el vacío de la mente y tan difícil de depurar que una vez lograda esta meta solo los tontos como esta especie de Angel Tontorrón en que me he convertido somos capaces de desear alguna vez. Por esta mezquina razón nos utilizan a nosotros, los impuros, para las tareas que requieren contacto físico con ese mundo material que ellos saben ofrece tan poco y genera tanto sufrimiento. A.T. también lo sabe pero no puede evitar sentirse atraído por placeres ya casi olvidados. Por eso y no por otra razón acepto de vez en cuando estas misiones. Me imagino ser un detective incorpóreo investigando algún caso enrevesado. Otros se divierten comiendo piedras como solía decir cuando era corpóreo para disculpar las extravagancias ajenas. Supongo que cada uno se divierte como puede o quiere, incluso en el más allá. Algún día no muy lejano dejaré de sentirme atraído por estas tonterías. Entonces me transformaré en un Gran Maestro y viviré en una de esas hermosas ciudades de luz que espero, esta vez sí, me permitirá visitar el maestro como premio a esta misión verdaderamente repugnante si bien se piensa. Creo que ya me he merecido conocer de pasada esas ciudades de las que tanto se habla por aquí cuando te encuentras con otro neófito. Sí amigos, hasta en el más allá se actúa por motivos espúrios, por la mezquindad de la zanahoria delante del burro que en este caso soy yo para mi desgracia.



La llegada a las vibraciones materiales suele ser muy dolorosa, algo así como si en pelota picada te restregaras entre las ortigas. El maestro tuvo la delicadeza de atenuar con su poderoso pensamiento este contacto. El rechazo que experimenté no pasó de un cosquilleo molesto. Allá a lo lejos pude contemplar la inconfundible forma ectoplasmática de una mente corpórea agitándose en emociones violentas o pensamientos nada equilibrados. Su color rojo intenso me produjo un fuerte rechazo que compararía a un vómito ante un alimento en malas condiciones. El maestro se acercó, es un decir, con mucho cuidado y rozó con mucha suavidad aquella mente descontrolada. No sé qué le sugirió exactamente al corpóreo pero su rostro físico se me hizo presente con gran intensidad, rojiza por supuesto. El ectoplasma que era su mente era más lechoso de lo habitual y sus rasgos eran realmente repugnantes. Parecía estar disfrutando de algo pero a un nivel muy material, no sé si ustedes me entienden. Tal vez fuera un pensamiento tan bajo que su rostro ectoplasmático se distorsionaba en una expresión feroz y muy, muy desagradable.

El maestro me hizo saber que aquel encarnado era la llave que me permitiría contactar con el difunto. En el tiempo físico fueron amigos y su deleznable conducta atraía ahora la venganza del recién fallecido. Lo demás quedaba de mi cuenta. El maestro me recomendó mucha prudencia y toda la paciencia que fuera necesaria. El estaría atento por si las dificultades se me hacían insalvables. Me deseaba una feliz misión y su expresión de intenso afecto y paz profunda me calmó lo suficiente para no salir corriendo. Pude intuir que mi escondido deseo de visitar una ciudad de luz se vería satisfecho sino me dejaba enredar por los degradantes placeres de la materia. Era un aviso conociendo como conocía mi tendencia a dejarme enredar en estas cosas. Reconozco humildemente que hecho de menos muchas cosas del mundo físico, el alimento, el sexo, esa sensación de no tener mente que tanto echamos de menos los incorpóreos agobiados por pensamientos constantes que nos vemos obligados a controlar para no caer en mundos demoniacos como los califican los encarnados y no sin razón.

El maestro aceptó mi humilde respuesta de que haría lo que pudiera y una especie de risita cantarina me cosquilleó la consciencia. No se fía mucho de mi y no se lo reprocho. Soy más bien propenso a caer en la tentación. Me aferré con repugnancia a la mente rojiza y deformada del hombre, porque era del sexo masculino, y me dispuso a recibir una vaharada de intensas y malolientes sensaciones materiales. Con suavidad, como un parásito bien entrenado, dejé que mi mente viera por sus ojos físicos.

El hombre se encontraba en lo que parecía una cocina a juzgar por la mesa, las sillas y allá al fondo un perol de comida sobre una superficie metálica. Estaba comiendo y no era malo el guiso a juzgar por los estímulos que me llegaban desde su paladar. Me dispuse a disfrutar de su comida ya que no tenía otro remedio. Mientras llegaba mi difunto rememoraría viejas y casi olvidadas sensaciones. Me rogué a mi mismo que las tentaciones no fueran tan fuertes que me impulsaran a buscar una nueva reencarnación. En varias ocasiones estuve a punto de dejarme llevar pero pude resistirme a tiempo. Aún queda algo de voluntad en este pellejo de consciencia llamado A.T.



domingo, 13 de noviembre de 2022

UN DÍA EN LA VIDA DE UNA FAMILIA VANTIANA XXIII

 


-Gracias Arminido por concederme la palabra. Entiendo que somos muchos tertulianos y el tiempo es corto. ¿Qué es un día en una vida? Apenas un soplo. Pero no me quiero poner filosófico. Pido disculpas si en algún momento he perdido el control y me he enfadado, a lo mejor con una pizca de razón. En mis años jóvenes fui muy aventurero y bastante colérico. Tras el trauma que todos sufrimos al enterarnos de que nuestros padres delegaban nuestra educación y mucho tiempo de convivencia a perfectos hologramas  -generados por “H” y que poco se diferenciaban de los auténticos, porque eran capaces no solo de imitar la voz y los gestos, incluso en su carácter resultaban indetectables, y al tacto no digamos, sólidos como una roca- como les decía yo también sufrí el trauma correspondiente, aunque no tan brutal como en otras familias en la que los padres apenas ven a sus hijos, muy ocupados en vivir sus vidas virtuales. Los míos procuraban pasar algunas horas al día conmigo y mis hermanos, por lo que la iniciación a la vida adulta, cuando se nos revela la patética verdad de una sociedad deshumanizada, no me causó los terribles trastornos que en otros casos lleva a la huida a las montañas Negras, para vivir el resto de sus vidas con los granjeros rebeldes, o incluso al suicidio. A mí me dio por vivir todas las aventuras posibles, autorizadas o no por nuestro amable “H”. Cuando me cansé de recorrer nuestro planeta Omega, por tierra, mar y aire, e incluso de hacer un corto viaje al espacio, con las limitaciones a que nos obliga la cuarentena establecida por nuestra inteligencia artificial tras la guerra con los noctorianos, tuve la suerte de que me llamaran la atención los animales, con los que establecí vínculos de amistad y camaradería. Sabiendo de la existencia de caeros salvajes, cerca de las montañas Negras, aunque no dentro del perímetro establecido para el territorio de los granjeros rebeldes, decidí acercarme hasta allí yo solo, sin ninguno de los artilugios que nos permiten estar en contacto con “H” y solicitar el rescate si fuera necesario. Me limité a solicitar de nuestra inteligencia artificial ropas de invierno, un afilado cuchillo de caza y algunas provisiones comprimidas y enlatadas. No quise utilizar ningún medio de trasporte porque todos sus viajes quedan grabados y no deseaba que nada ni nadie supiera dónde me encontraba.

“Fue un viaje agotador, con algunas incidencias que no viene al caso contar ahora. Cuando llegué al territorio de los caeros la nieve continuaba cayendo, porque ya saben ustedes que “H” es capaz de todo, incluso de crear microclimas en determinados territorios si así lo considera pertinente. Los caeros están adaptados a la nieve de tal forma que si un día deja de caer sobre el suelo, ya la echan de menos. He oído que en las montañas Negras hay verdaderas estaciones climatológicas, porque así se lo pidieron los granjeros rebeldes a nuestra IA en tiempos ya remotos, cuando se estableció el pacto que sigue vigente en nuestros días. “H” aceptó crear un clima específico para ellos y a cambio ellos aceptaron que se formara un perímetro defendido por rayos gamma que nadie pudiera atravesar, ni en un sentido ni en otro. Los caeros de la zona subieron a alturas más elevadas, buscando la nieve perpetua, si bien emigraban bajando a lugares más bajos cuando necesitaban alimentarse. Como saben son capaces de alimentarse durante días y días, almacenando el alimento en capas de grasa de las que luego se alimentan cuando no encuentran plantas de las que alimentarse. Los caeros que permanecen fuera del perímetro de las montañas Negras no pueden seguir ese ciclo de migraciones puesto que por allí no hay altas montañas por lo que “H” hizo una de las suyas, un disparate climatológico y ecológico, como es el de hacer nevar de forma constante, aunque no copiosamente. Pero, aun así, los caeros hubieran muerto de hambre si un extraño fenómeno no permitiera que la nieve se derritiera en ciertas zonas para que brotaran plantas de las que alimentarse. Al parecer se debe a una corriente de fuego subterráneo, perfectamente controlado, que evita se produzcan terremotos y volcanes y que se mueve en círculos suficientemente amplios para que las plantas que allí brotan sean bastantes para alimentar a las manadas que pueblan ese territorio. Se preguntarán ustedes cómo pueden sobrevivir mis caeros en nuestra finca. Eso se lo explicaré más adelante. Regresando a mi viaje, les diré que la fortuna quiso me encontrara a una cría de caeros perdida y casi muerta de hambre porque su instinto no estaba lo bastante desarrollado para percibir su alimento a grandes distancias, como hacen los caeros adultos. Como yo había atravesado ya algunos de estos círculos y portaba una brújula manual, no conectada con “H”, pude llevarla hasta el más próximo. Incluso me vi obligado a cargarla sobre mis hombros cuando la pobre desfallecía. Al llegar al círculo se acercó trotando hasta mí la líder de la manada, que al parecer era también la madre de la criatura, quien recibió a su retoño con tales muestras de contento y ternura que se me cayeron lágrimas hasta decir basta. Fue entonces cuando comprendí la gran inteligencia de la que están dotados estos animales, así como de la buena naturaleza y crianza, porque la lideresa tras lamer concienzudamente a su cría y dejarla que comiera a gusto, realizó una especie de curiosa danza que tenía por objeto quitarme el miedo y que le permitiera acercarse a mí. Lo que hice, descubriendo asombrado, que a mí también me lamió, de los pies a la cabeza, ceremonia que con el tiempo comprendería significaba que me adoptaba también como hijo y me aceptaba en la manada. Aquello me conmovió tanto que permanecí un tiempo prolongado con la manada, observando su vida y costumbres. Como saben los rebaños están formados por hembras y sus crías. Los machos permanecen alejados de estos rebaños, llevando vida aparte, hasta que en la época de celo pelean entre sí para conseguir los primeros lugares en la larga y sumisa fila que se forma con objeto de que las hembras puedan elegir a su antojo. Esta es una conducta tan insólita que cuando regresé, al comenzar la época de celo, le pedí a “H” que me la explicara, así como que me diera toda la información que poseía sobre los caeros.

“Quedé tan impactado por la experiencia que renuncié a mi vida aventurera y decidí que conseguiría suficientes créditos para pedirle a “H” me adjudicara una finca especial donde pensaba traer a toda la manada, o al menos a los que quisieran venir a vivir conmigo. Pero antes de llegar a casa de mis padres, ocurrió algo que me marcaría para siempre. En el viaje de regreso perdí la brújula y comencé a dar vueltas sin sentido, buscando llegar a un terreno despejado, lo que me indicaría que estaba en el buen camino, puesto que entonces no existía una sola casa entre la nieve. Ahora está mi finca y alguna más de imitadores que quieren alejarse todo lo posible de la civilización. Acabé las provisiones y el intenso frío me fue debilitando hasta hacerme perder la consciencia. Quedé dormido sobre la nieve, esperando el final que me pareció iba a ser dulce, porque tras un intenso malestar entré en un sopor plagado de sueños agradables. Estaba tan feliz que me resultó desagradable despertar. Algo pasaba y repasaba mi cara, rascando mi piel de una forma bastante molesta. Cuando al fin abrí los ojos pude ver a la lideresa de los caeros, tumbada junto a mí. Era su lengua la que me lamía con ternura, como a un hijo, no por monstruoso menos querido. Sus grandes ojos me miraban con un afecto maternal que nunca encontraría entre los humanos. Reposaba en el suelo, sobre un lecho mullido de plantas y cuando mis ojos buscaron la luz en lo alto se encontraron con un techo de piedra. Me encontraba en una enorme cueva, rodeado de simpáticos caeritos que me miraban con curiosidad. Al parecer el rebaño de caeros utilizaba la cueva para mantener calientes y a salvo a las crías en los primeros meses.

“Tardé varios días en poder levantarme, durante los cuales fui alimentado por la caeresa, a la que luego llamaría así, en un bautizo improvisado. Colocaba su enorme teta, con sus pezones, sobre mi cara, incitándome a mamar. Al principio estaba tan débil que a mi boca le costó hacerse con uno y empezar a chupar. La leche de las caeras es muy nutritiva, tanto que sus crías solo necesitan unos meses para crecer lo suficiente para caminar con el rebaño. Cuando al cabo de un tiempo pude ponerme en pie y caminar todo el rebaño me acompañó hasta llegar a la tierra despejada, allí me despedí de mi amada caeresa con lágrimas en los ojos, prometiéndole con tiernas palabras que regresaría para llevarla conmigo, a ella y a su rebaño. Me costó llegar a casa, donde mis padres reales tardaron en darse cuenta de mi regreso, muy ocupados en su mundo virtual. Estuve muy ocupado en pedirle información a “H” sobre la forma más rápida de conseguir créditos y la posibilidad de que con ellos pudiera conseguir una gran finca, adaptada para la vida de un gran rebaño de caeros. Me costó algún tiempo, bastante, conseguir los créditos suficientes, luego elegí el terreno, lo más cerca posible de la cueva donde fui salvado de la muerte. Hasta que pude adoptar a Caeresa y sus crías y convencerla de que iba a estar muy bien en mi finca, pasó bastante tiempo. Mientras tanto yo la visitaba en trineo motorizado, pasando con ella algunos días, no muchos, porque necesitaba realizar actividades que me permitieran ganar créditos lo más deprisa posible. Hice de todo, todas las actividades remuneradas con créditos, cuantos más mejor. Debo agradecer a este programa que aceptara contratarme cuando comenzó a funcionar el canal gestionado por omeguianos, al margen de la enorme oferta de canales ofertados por “H”, los créditos conseguidos aquí como tertuliano me permitieron instalar a todo el rebaño de la Caeresa en mis tierras y darles todo lo que necesitaban, creando una gran familia, con la que estoy muy feliz. Tuve la enorme suerte de conocer a la que luego sería mi amada esposa, Alierina, cuando “H” solicitó mi permiso para recibir visitas de ciudadanos interesados en ver cómo vivían los caeros, mansos y apacibles, en una finca creada expresamente para ellos. La dulce Alierina fue de las primeras en llegar con un grupo de turistas. Me hizo numerosas preguntas a las que fui incapaz de contestar puesto que mis ojos se habían quedado prendados de sus hermosas facciones y mi lengua muda. Cuando recobré el habla ella aceptó quedarse conmigo una temporada, conociendo a los caeros y conociéndome a mí. De esta forma se inició nuestra historia de amor que…

Nuestro querido Artotis se ha quedado sin habla y tal vez lloroso, lo que no puedo saber porque debo confesar que hemos engañado a nuestros holovidentes, que sin duda han creído todo el tiempo que nuestro tertuliano seguía con nosotros, cuando antes de comenzar su disertación abandonó el estudio, subiendo al medio de transporte a disposición de este programa, desde el que ha hablado todo el tiempo. Esa es la razón por la que las cámaras no lo han enfocado y los holovidentes han visto todo el tiempo unas hermosas secuencias de la vida de los caeros. Como el transporte de Alierina y acompañantes también ha estado viajando rumbo de la finca de Artotis, no me sorprendería que ambos estuvieran ya en la finca o muy cerca…

lunes, 31 de octubre de 2022

EL BUSCADOR DEL DESTINO V

  


Y lo fue. Me desperté temprano porque había dormido mal. Me dije que lo esencial era hacer acopio de comida. Medio dormido fui al servicio para hacer mis necesidades y acicalarme un poco. Encendí la luz y los gatitos salieron disparados en todas direcciones. Me llamaron la atención dos pequeñines a los que llamé chiquitinines cariñosamente. Me llegaron al corazón. Muchas de sus posibilidades de supervivencia pasaban porque yo les ayudara. Eran tan pequeños que mamá gata –así la llamé- les debía de estar amamantando. Decidí que les dejaría quedarse en casa conmigo, a toda la familia, allí estarían a salvo de los depredadores y podría dar de comer a mamá gata y luego a ellos, cuando los destetara. Me había olvidado por completo de que el alquiler de la casa lo había pagado solo por un mes, el mes de vacaciones, luego tendría que regresar al trabajo y a mi pobre vida solitaria. Antes de salir dejé en un cuenco un poco de leche, lo único que tenía de momento, restos de un cartón de leche que había comprado para el viaje. Me subí al coche, encendí el motor y me dispuse a viajar unos veinte kilómetros hasta un pueblo grande donde había supermercados. Allí podría comprar todo lo que necesitaba. La carretera era toda cuesta abajo, estrecha, con curvas, por lo que extremé la precaución. Las mañanas siempre me sientan mal, más si madrugo, si he dormido mal. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no dormirme y centrarme en la conducción.

 

Por fin llegué al pueblo, aparqué y se me ocurrió, antes de bajar del coche, comprobar en el móvil la situación y el horario de los supermercados. Un acierto, porque descubrí, pasmado, que el pueblo estaba en fiestas y todo estaba cerrado. A pesar de ello me acerqué a dos de ellos, comprobando con mis ojitos que se han de comer los gusanos, que así era, en efecto, estaban cerrados, lo mismo que las tiendas, los estancos, las fruterías, todo menos los bares, repletos de gente deseosa de pasarlo bien. Me puse cabezón. Puesto que había bajado con el coche, no iba a volver a subir a mi casita rural en el pueblecito con las manos vacías. Comprobé que en otro pueblo, aún más grande, no había fiestas y los supermercados estaban abiertos. Era una suerte tener cobertura y poder utilizar el móvil, eso te soluciona muchos problemas. Antes de ponerme en marcha miré el recorrido y me hice una idea bastante aproximada de cómo ir y de los puntos clave en los que me podría despistar. Algo tan habitual en mí que siempre doy por supuesto que me perderé y necesitaré mucho más tiempo del que marcan los itinerarios en Internet. Resulta muy curioso que siempre, siempre que voy a un pueblo o ciudad que no conozco, tras muchas vueltas y revueltas acabe terminando en el cementerio, esté donde esté. Se trata de una jugarreta del destino, como pude comprobar con el tiempo, cuando acepté que todo lo malo que ocurría en mi vida era culpa de este maldito diosecillo, también llamado Fatum. Hasta ese momento me había limitado a pensar que yo era un hombre con mala suerte, un gafe, un gafado, como se les suele llamar a esos que son marcados por el destino desde la cuna. Procuraba no hablar de ello a nadie, porque. aunque nadie dice ser supersticioso, todos creen en los gafes y huyen de ellos como de la peste. Me limitaba a tomar mis precauciones, es decir a tener un plan B y C y D y todos los que pudiera porque los días en los que todo me salía bien a la primera eran para ser marcados en el calendario como algo milagroso, los jueves milagro, pongamos por caso. Por eso y por otras razones que no vienen al caso, siempre he estado solo. Ya desde niño observé, muy intrigado, que mis padres procuraban no acompañarme a parte alguna si no era estrictamente necesario. Como si fuera un apestado. Lo que se comprobó apenas pasada la adolescencia. Mis padres me llevaron al médico, quien a su vez me derivó a un especialista y este a otro más competente, un psiquiatra que no tardó en diagnosticarme como psicótico, luego esquizofrénico y finalmente me puso todas las etiquetas habidas y por haber, para no equivocarse. En esta situación tan desgraciada no se me ocurrió otra cosa que marcharme de casa y desaparecer para siempre. Lo hice tan bien que nadie me encontró, o más bien pudo ser que no me buscaran. Salí adelante, ya muy consciente de que era un gafe de mucho cuidado, y gracias a mi estrategia de planes, que se me ocurrió una vez por casualidad en una intuición certera, cuando el destino estaba descuidado. El tiempo fue pasando, yo fui creciendo, primero, y luego envejeciendo, hasta llegar a este preciso momento que estoy recordando, porque no es el presente, es el pasado más o menos cercano.

 

Resumiendo que es gerundio. Medio dormido como estaba abrí mucho los ojos, como platos y me fijé en la carretera como si en ello me fuera la vida, lo que no dejaba de ser bastante cierto. En la primera encrucijada de caminos, o más bien de carreteras, acerté, porque giré a la izquierda. En la segunda giré también a la izquierda y acerté. Pero en la tercera –a la tercera va la vencida- me equivoqué por no girar a la derecha. Seguí todo recto y me pasé. Recorrí más kilómetros de los que tenía anotados en mi mente. Pero solo cuando llegué a un pequeño aeropuerto, cercano a la capital de la provincia o Comunidad, comprendí que me había pasado. Ni siquiera maldije. Estaba acostumbrado. Di la vuelta donde pude y recorrí el tramo de carretera que ya había recorrido antes. A punto estuve de meterme donde no debía, porque mi idea era la de que el gran pueblo a donde me dirigía no podía estar tan cerca del otro pueblo, más pequeño, en el que todo estaba cerrado porque eran las fiestas. Por suerte iba tan atento a los indicadores que no se me pasó uno con el nombre del pueblo al que me dirigía. Encendí el intermitente, me puse en el carril de acceso, hice el stop, y equiliqua que ya estaba bien encaminado. Apenas en unos minutos ya estaba en la entrada de la urbe. En estos casos mi plan A consiste en seguir la vía principal, el plan B en que si me salgo de la vía principal doy las vueltas que sean necesarias hasta volver a ella y el plan C, si acabo en el cementerio, paro el coche, miro los muros y pienso en la fugacidad de la vida mientras me fumo un pitillo. Como se me había acabado el tabaco no pude hacerlo. pero sí recorrer unas cuentas calles hasta percibir un letrero que decía “estanco”. Aparqué encima de la acera, cerca de un paso de cebra, en la esquina de una calle lateral. Antes de bajar del coche saqué la cartera y miré el efectivo. Bien, tenía suficiente para comprar un cartón y al mismo tiempo pagar la multa que me iban a poner, por estar encima de la acera, por entorpecer el paso por el paso de cebra, o por lo que fuera. Salí corriendo como alma que lleva el diablo, entré en el estanco y mientras la estanquera metía el cartón en una bolsa, con mucha calma, le pregunté por el supermercado. Salió conmigo fuera, después de pagarle, y me indicó con precisión la dirección. Di las gracias encarecidamente y en cuanto ella entró en su establecimiento eché a correr esperando ganar al destino. Lo gané, no sé si por poco o por mucho. No había multa bajo el limpiaparabrisas ni un policía rellenando un impreso. Expelí el aire con fuera, me metí en el coche, encendí el motor y salí disparado, no sin antes mirar por el retrovisor. Como sabía en qué dirección ir, era pan comido, si a la izquierda había una calle de dirección prohibida, iba a la derecha o continuaba recto hasta encontrar la forma de seguir la dirección marcada, no sé si norte, sur, este u oeste.

 

Conseguí llegar a la plaza que la estanquera me había indicado. Pero ahora no recordaba si era en la primera calle a la derecha o la segunda. Tomé la primera, porque si tomaba la segunda y era la primera tendría que dar la vuelta y a saber hasta dónde me vería obligado a ir para dar la vuelta. Me equivoqué. No era la primera, una callecita muy estrecha que seguí porque no podía hacer otra cosa. Desemboqué en una calle peatonal donde se celebraba un mercadillo. ¿Y ahora qué hago? Una mujer se me acercó, tan nerviosa como si la estuviera atropellando. No me insultó, pero casi. Le dije que era nuevo y no conocía la ciudad. Lo hice para contentarla y calmarla un poco. Pues por aquí no puede pasar, es calle peatonal, hay un mercadillo y está llena, como puede ver. Además, la policía está allí abajo. ¿La ve? Ya lo creo que la veía. No me quedaba otro remedio que dar la vuelta como pudiera, pero no podía porque el espacio era muy reducido y no quería atropellar a nadie ni tirar ningún tenderete. Me vi obligado a dar marcha atrás. Algo que se me da muy mal. Odio conducir marcha atrás y siempre que lo hago tengo un percance. Ahora me daba cuenta de que la calle estrecha, además tenía coches aparcados a izquierda y derecha, algo en lo que no me había fijado hasta ese momento. ¡Si estaría dormido! Con un cuidado exquisito comencé a dar marcha atrás, a paso tortuga, mirando por los retrovisores. No tienes prisa, no dejaba de repetirme, estás de vacaciones y si llegas a casa a las diez de la noche, como si llegas a las tres de la madrugada, lo importante es llegar sin tropiezos. Lenta, muy lentaaaaamente fui esquivando coches, sin romper retrovisores, hasta que ya llegaba casi al final de la calle cuando vi a un impedido en silla de ruedas que venía hacia mí a una velocidad de vértigo. Miré al impedido y le hice gestos de que lo sentía muchísimo. El debió comprender que yo era una de esas personas de las que es mejor alejarse cuanto antes porque dio la vuelta a su silla de ruedas y salió disparado.

 

Llegué al final, había espacio para dar la vuelta al coche y no seguir de culo. Pero me volví a equivocar, giré a la derecha, cuando era a la izquierda. Calle cerrada. Subí a una cera, di marcha atrás, subí a la otra acera, hice maniobras y volví por donde había venido. Entonces me fijé en que había señales en el asfalto, flechas que indicaban que yo había llegado al mercadillo en dirección prohibida. Tengo la culpa, lo reconozco, señor guardia. Pero por suerte allí no había guardias. Conseguí alcanzar la arteria principal y esta vez sí giré por la segunda calle, la buena. Había unas flechas indicando el parking del supermercado. Las seguí, habían cortado la calle con una barrera metálica, por suerte la entrada al parking estaba antes de la barrera. Entré por una rampa que me pareció un tanto arriesgada. Bajé con el pie en el freno. En la primera planta no había plazas libres, bajé a la segunda. Conseguí aparcar, eligiendo una plaza que no estaba junto a una columna como otra a la que no hice caso. Tras muchas maniobras aparqué bien y me bajé del coche. Miré el reloj. Era tarde. Como el supermercado estaba en un centro comercial, con todo tipo de comercios, incluidos restaurantes, me pensé ir a comer primero, nadie piensa bien con el estómago vacío. Pero me acordé de mamá gatita. Con tatos gatitos chupando de sus tetitas iba a necesitar comida sustanciosa para que no la dejaran en el esqueleto. Pensé que tal vez unos higadillos de pollo la vinieran muy bien, pero suelen desaparecer pronto. Así que me dirigí en tromba al supermercado. Por suerte aún quedaban algunas bandejitas de higaditos. Las cogí todas y compré de paso una bolsa térmica para que se conservaran. Estábamos en verano, no era cuestión de darle a mamá gatita un alimento putrefacto. Hacía calor. pero no tanto como en unos días, en que llegaría la primera ola de calor. Dejé la bolsa térmica en el maletero. Subí por unas escaleras mecánicas buscando un restaurante y lo encontré justo donde terminaban las escaleras. Miré el menú. Me pareció bueno y no muy caro. Entré en el restaurante. No había demasiada gente, mejor, pensé para mi coleto, no me gusta la gente. Me senté a una mesa suficientemente alejada de los pocos comensales que comían allí. Vino un camarero, un joven de uniforme negro, negros los pantalones, negro el niqui, negro el pelo cortado a cepillo, con un pirsing en la oreja, otro en la nariz. Parecía un poco amanerado. Puede que fuera homosexual o puede que no, hasta yo puedo parecer amanerado cuando camino con todos mis kilos, cansado y arrastrando los pies. Cada cual vive su sexualidad como quiere. En eso no tengo reparos. Entre otras cosas porque no he podido ejercer mi sexualidad de ninguna manera. Por mí hubiera elegido el hermafroditismo, pero ni eso me fue concedido.

 

Me pasó el menú. Elegí un revuelto de setas y una cazuelita de merluza y rape. ¿Y para beber? Una jarra de cerveza bien fría, helada. Adoro la cerveza helada en verano, sobre todo cuando hace mucho calor. Tengo una norma que cumplo, siempre que puedo. Después de cada desgracia, después de cada fallo del plan A, del plan B o C, raras veces llego al D, me premio, con lo que a mí más me gusta, una buena comida y una jarra de cerveza fría, muy fría, helada, sobre todo si hace mucho calor. Claro que también me doy otros premios, comprar unos libros, un viaje –si la desgracia ha sido muy gorda- o yo qué sé, ya se me ocurrirá, si la desgracia ha sido gordísima. El camarero me trajo la cerveza, la jarra que dejé a la mitad de un solo trago. Disfruté del revuelto de setas, muy rico y antes de que trajera el segundo pedí otra jarra, tenía sed y la cerveza helada estaba riquísima. Noté que me ponía contento, pero no importaba, por muy contento que me pusiera no compensaría las desgracias de aquel día, avería en la cobertura que me impidió mirar a ver si había fiestas en el pueblo, el compromiso de tener una familia de gatos, sin comerlo ni beberlo, porque la mamá era muy lista y al ver un habitante en la casa y que se podía colar por una ventana abierta en la habitación de la caldera de la calefacción… pues lo hizo. Lo que no entiendo es que tuviera tanta confianza en mí, sin conocerme. A veces los animales son más listos que las personas… bueno, casi siempre. Disfruté muchísimo la cazuelita de merluza y rape. Estaba riquísima. Disfruté del postre y el café. Luego saqué la cartera y pagué. Me alejé a paso tranquilo, ligeramente en zigzag y me dispuse a comprar para un mes en el supermercado. Ahora sin prisa. Tenía la barriga llena y toda la tarde para hacer la compra. Con llegar a casa antes de que oscureciera ya tenía bastante.

domingo, 23 de octubre de 2022

RELATOS DE A.T. (RELATOS ESOTÉRICOS) I

 

   relatos-de-a-t


RELATOS DE A.T.

I
UNA VISITA INTEMPESTIVA





Aquella noche, siguiendo una inveterada costumbre que nada ha podido cambiar, me encontraba reposando mi cuerpo en el amplio lecho de mi habitación –me sigue gustando la amplitud, esa sensación de libertad con espacio suficiente para expandirse- con la espalda apoyada en un mullido cojín, mi postura favorita para leer. Y eso estaba haciendo en aquel momento, leyendo una novela de la que rezumaba toda la melancolía de un pasado muerto –esa melancolía que nada puede curar- ; mientras sostenía el libro de bolsillo con mi mano izquierda, con la derecha no cesaba de rascarme el cuero cabelludo –los picores me han acompañado siempre como un placentero estigma que nunca he repudiado- cuando recibí un gran sobresalto al escuchar un sonido no programado, tardé algún tiempo en comprender que se trataba del timbre de la puerta.



Puede que ya llevara un buen rato sonando sin que me hubiera apercibido de ello, siempre me he preciado de una gran capacidad de concentración pero últimamente ésta ha crecido tanto que se necesita bastante más que una simple llamada de atención para volverme receptivo. El timbre está graduado de tal manera que apenas es pulsado un leve susurro musical se expande por toda la casa como una suave brisa. Si la insistencia o nerviosismo del visitante se agudizan la fuerza con que lo va pulsando transforma el sonido en una perfecta gradación de ruidos naturales hasta llegar al último escalón: un agudo y estridente sonido que aumenta hasta hacerse irresistible.

Sin duda el visitante debía llevar largo rato llamando porque la agudeza del sonido había conseguido llamar mi atención. A pesar de ello decidí dejar que siguiera llamando, si la causa que lo atraía hasta mi puerta no era bastante urgente terminaría por cansarse y dejarme en paz. Cerré el libro y me volví hacia uno y otro lado buscando una postura más cómoda, mi espalda empezaba a sentir las molestias que conlleva una posición largo rato mantenida. Coloqué el libro sobre la mesita y apagué la luz intentando olvidarme de lo que estaba pasando fuera de mi morada. Todo resultó inútil, el timbre llegó al grado de histerismo que mis nervios no pueden soportar. Decidí que si el visitante no se iba a marchar me convenía más abrir y escuchar lo que tuviera que decirme, ni la peor noticia conseguiría privarme de los brazos dulces de la Venus del sueño.



Encendí la luz, acaricié con nostalgia la suavidad aterciopelada de las sábanas recién puestas como si éstas fueran a diluirse en cualquier momento; miré hacia la pared frontal donde el hermoso cuadro de un paisaje de montaña nevada me obligó a suspirar con tristeza; finalmente alcé la vista hacia el techo para contemplar la pintura fosforescente imitando un despejado y bellísimo trozo de cielo nocturno. Solo después de cumplir este ritual puse mis pies en el suelo y busqué con ellos la presencia de las cómodas chanclas. Me puse en pie y acercándome al vestidor me coloqué la preciosa bata azul con dibujos de dragones rojos lanzando fuego. Traspasé la puerta y ya en el pasillo encendí la luz. Caminé sin prisas por el largo pasillo decorado con intrincados cuadros abstractos que acostumbro a intentar comprender, analizando una y otra vez sus dibujos geométricos colocados unos encima de otros sin ningún orden como planos reflejando mundos sin sentido.



Llegué a la puerta y la abrí bruscamente como queriendo dar a entender al visitante lo molesto que me sentía por su intolerable intromisión. En lugar del rostro impaciente del visitante me quedé paralizado ante una brillante luz que me deslumbró obligándome a cerrar los ojos. Cuando volví a abrirlos ya me había hecho una idea de lo que tenía delante de mis narices. En el centro del gran círculo de luz se estaba formando un rostro que no tardó mucho en adquirir su forma plena. Me resultaba totalmente desconocido, sin duda no lo había visto nunca, de ser así no lo habría olvidado porque aquel rostro de anciano con su larga barba blanca, sus ojos profundos y brillantes y la pequeña boca sonriente desprendía una gran paz que cosquilleaba mi plexo solar con una suave y placentera energía. Nada en el universo sería capaz de descontrolar aquella expresión de paz profunda que emanaba de lo profundo de aquel rostro. Sin embargo el timbre había sonado con gran estridencia, semejante control sobre sus emociones no era muy común.





-Te saludo A.T., sin duda dormías profundamente para no oír mis insistentes llamadas. Me has obligado a esperar mucho más tiempo del que estoy acostumbrado a aguardar ante puertas más poderosas que la tuya.



La sospecha que había brotado en mi interior como un chispazo me obligó a cerrar los ojos otra vez buscando adaptarme a la conclusión que inevitablemente se presentaba a mi consciencia en estado de alerta. Al abrirlos mi mente dejó de percibir la estructura de la casa a mis espaldas, ésta se había diluido en el aire sin el menor ruido. Como siempre que me sucedía me sentí triste y humilde como un pajarillo en presencia de un halcón, mi mente aún no era suficientemente poderosa para mantener dos mundos opuestos a la vez dentro del invisible círculo de su poder. No me preocupaba mucho el hecho de haber perdido mi hogar, ya lo reconstruiría cuando terminara con aquella visita. Siempre soy muy respetuoso con mis semejantes pero el hecho de tener presente a un Gran Maestro me obligó a olvidarme de mi peculiar sentido del humor, mejor sería ver antes cómo respira un Gran Maestro.



-Vaya A.T., lo has hecho muy bien y con gran celeridad. Me sorprendes. Ahora que ya sabes quién está ante ti creo que podremos hablar del objeto de mi visita si no tienes inconveniente.



Inútil intentar engañarle, para saber mi nombre de guerra era preciso que me conociera muy bien. No puse ningún obstáculo a que dentro de mi círculo de energía se fuera formando mi rostro habitual, el de mi último cuerpo, el que mejor conozco y recuerdo. Intentando reconcentrarme en mi mismo para que la consciencia del Maestro no percibiera con demasiada intensidad mis pensamientos, analicé con mi peculiar astucia lo que me estaba sucediendo buscando las mejores soluciones. La visita de un “Gran Maestro” solo podía significar problemas, ninguno de ellos interviene en las modestas vidas de los novicios del más allá sin una causa importante.



El hecho de que se hubiera dirigido a mi por mi nombre de guerra debería tener algún significado. Recuerdo muy bien las estúpidas “hazañas” que me hicieron ganar a pulso este apodo tan idiota, A.T. –Angel Tontorrón- así me llamó alguien a quien intenté ayudar ingenuamente, este apodo hizo pronto furor y ya nadie me conocería desde entonces por otro nombre o apelativo. Cuando pasó el tiempo necesario para adaptarme al más allá luego de mi último tránsito emprendí un camino adecuado al carácter de que había hecho gala cuando estaba vivo en la carne. Orgulloso de mi bondad y de mis ansias de ayudar al próximo decidí que a falta de pan buenas son nueces; puesto que aquí, faltos de un cuerpo sometido a las leyes físicas, no tenemos otra diversión que la que nos buscamos, el deseo de convertirme en un ángel de bondad, ayudando a todo el que se me pusiera a tiro, era un ideal tan bueno como cualquier otro. Así inicié una larga carrera de despropósito e inútiles pérdidas de tiempo hasta que comprendí, trabajo me costó, que no hay mayor estúpido que quien intenta ayudar en contra de los deseos de la víctima. Me reciclé y de ángel tontorrón terminé en un tranquilo detective husmeando de vez en cuando aquí y allá por si pudiera descubrir algún misterio o solucionar algún enigma, en todo caso la aventura estaba asegurada. Pronto conseguí una cierta fama como sabueso pero no la suficiente para acabar con mi apodo que acabé aceptando e incluso disfrutando.



-A tu disposición, Maestro.

-Bien, veo que ya tienes una ligera idea de quién soy. De momento no necesitas saber más, ni siquiera mi nombre, si aceptas la misión que te voy a proponer llegaremos a conocernos mejor y entonces podrás hacerme cuantas preguntas pueblen tu fértil fantasía.



-Disculpa, Maestro, pero preferiría no saber nada de ninguna misión. El hecho de que me haga pasar por detective aficionado y acepte algunos encargos sin importancia es solo un juego para pasar el rato en este lugar sin tiempo donde podría acabar dormido por aburrimiento y despertar el día del juicio final sin haber notado nada. Las misiones de los Maestros sobrepasan mis facultades y deseos.



-Bien, A.T., no te voy a obligar a nada, sabes que toda violencia para conseguir algo es una pérdida de tiempo, después hay que volver a empezar desde el principio y con mayores dificultades. Solo te ruego tengas la cortesía de escucharme –asentí-. Tenemos un problema con un nuevo huésped. Acaba de entrar en nuestro mundo después de haber sufrido un accidente de automóvil y está tan desconcertado que actúa como si aún siguiese embutido en su endeble cuerpo de carne. No cesa de crear problemas en su antiguo entorno físico, tantos que ya se ha empezado a hablar de un fantasma. Sabes que no nos interesa que los vivos empiecen a pensar en nosotros como seres invisibles, eso solo nos crearía problemas. A los Maestros no nos haría ningún caso, aún suponiendo que lograra percibirnos; mandar a otro de su misma energía vibratoria sería peor remedio que la enfermedad, acabaría adquiriendo los peores vicios del mundo invisible y puede que su condición de fantasma le acabase gustando tanto que nos viéramos obligados a una dura sesión mental para convencerle de que no se puede jugar con estas cosas. Necesitamos acabar con el problema, que nuestro hermano se adapte lo mejor y lo antes posible a nuestro delicado mundo y creemos que tu eres el mejor candidato para ayudarle. Por otro lado conociéndote como te conocemos suponemos que una aventurilla como esta te vendrá muy bien A.T.; no puedes engañarnos, la sofisticada morada que acabas de destruir solo hubiera sido posible si alguien muy aburrido se dedica a ello con intensidad. Estamos seguros de que no rechazarás esta misión. ¿Qué me dices?



-Necesitaría pensarlo, no me gusta enredarme con los de abajo, siempre termino bastante chamuscado.



-Tendrás mi ayuda aunque creo que no la vas a necesitar. Mientras lo piensas podemos hacer un corto viaje, sobre el terreno podrás decidir con mejor conocimiento de causa.



Su energía se expandió acariciando la mía como un brazo físico de piel suave y cálida. Me sentí sujetado con gran fuerza a pesar de ello, como si una dulce y bella mujer de piel suave pero amante salvaje me hubiera estrechado entre sus brazos sin el menor deseo de dejarme marchar. La experiencia me pareció muy desagradable aunque nadie en su sano juicio espera nada placentero del contacto con un “Gran maestro”. Su energía es tan sutil y depurada que la nuestra siente su rechazo como una enorme bofetada.