miércoles, 21 de diciembre de 2022

EL BUSCADOR DEL DESTINO VI



Fue uno de esos momentos que te hacen amar la vida. Comprar lo que quieres, lo que más te gusta, lo más rico, imaginar las comidas y cenas de las que iba a disfrutar. Sin ninguna prisa, sin miedo a las miradas desaprobadoras de quienes no soportan que otros disfruten mientras ellos sufren porque quieren, porque son masoquistas y huyen de la felicidad como de la peste. Estaba solo, más solo que el uno antes de encontrar pareja con el cero, pero eso me libraba de las broncas de mi pareja, que si esto te engorda, que si lo otro está muy rico pero tiene millones de calorías, que si que si. Iba más feliz que un ocho tumbado y sin hacer nada. Claro que a ello ayudaba, y mucho, las dos jarras de cervezas muy frías, deliciosas, que me había trasegado. Total que llené el carro hasta arriba y empezó a escorarse a izquierda y derecha, como si tuviera mal una rueda delantera. Me pasa siempre y no sé por qué. Mejor dicho, no lo sabía hasta que descubrí las asechanzas del destino. Da lo mismo el carro que elija, que revise las ruedas haciendo carreras por el parking como niño en patinete, siempre-siempre-siempre elijo el carro que me va a dar problemas con una rueda delantera, o con las dos, o que se va contra una estantería y tengo que ponerme delante para no ser el causante de una debacle comercial. Eso me pasó también en este caso y en este momento. Pude llegar hasta la caja con mucha paciencia y un gran esfuerzo. Allí sorteé la mirada de la cajera no mirándola ni una sola vez y dándome mucha prisa para colocar todo en la cinta de arrastre y luego vengarme del carro vacío haciendo que volara sobre el parqué o mejor dicho el suelo de baldosa o de lo que sea, que nunca me he fijado a pesar de mirar constantemente al suelo. Amontoné todo otra vez en el carro y no maldije, como otras veces, de los inventores que no han sido capaz todavía de inventar una inteligencia artificial que lea las etiquetas a distancia con un láser o los códigos QR o deduzca el producto y su precio por su forma, volumen, peso o lo que sea. Pagué con expresión beatífica, como si sufriera un orgasmo al ser desplumado. Expresión que se atenuó cuando el carro comenzó a atravesarse, como guiado por una yunta de vacas rebeldes y vengativas. Como pude llegué a las escaleras mecánicas, las bajé, o más bien me bajaron, conseguí hacer el recorrido hasta mi coche sin sufrir graves percances. Dejé el carrito tocándole el culo al coche e inicié una sistemática busca de las llaves, porque no las encontré a la primera donde deberían estar, en el bolsillo derecho del pantalón. Bueno, tal vez las metiera en el izquierdo, esos despistes son muy comunes en mí. Nada. Pues en la cazadora, pues en los bolsillos traseros. Nada. Inicié una busca sistemática, sacándolo todo, colocándolo en el techo del vehículo y luego volviendo a meter cosa tras cosa en los bolsillos. Nada. Entonces se encendió la luz roja de alarma, de fuego bajo las asilas, en el trasero, en mi cabeza de chorlito. Claro, se me debieron caer en el restaurante, al sacar la cartera para pagar. Con dos jarras de cerveza haciendo espuma en mi mollera no era de extrañar que ni notara que las llaves caían al suelo, ni el ruido que hacían, porque tuvieron que hacerlo, el ruido era muy liviano, pocos comensales y separados.



Me planteé seriamente regresar por donde había venido, zahiriendo al carrito con insultos procaces. No, no era viable, antes preferiría que todos los habitantes del centro comercial me dieran una tunda de latigazos. Y fue entonces cuando recordé mi batalla vital con el destino, que había comenzado antes de mi nacimiento, cuando me obligó a ponerme a la cola y aceptar el nacimiento que me tocara. Recordé todos los acontecimientos que me habían hecho maldecirle como un picapedrero que se ha pillado la mano con el mazo. Porque yo le había descubierto apenas boqueé al nacer, por eso lloré tanto, como contaba mi madre entre risas a las vecinas. Debí de alborotar a todo el hospital. Claro que ellos no sabían, ignoraban, ni se planteaban la existencia del destino, pero yo que le acababa de ver la cara no pude dejar de llorar, como un becerro llevado al matadero. Y entonces sufrí una iluminación mística. Recordé todas las escenas de mi vida en la que las desgracias cayeron sobre mí como de un árbol, intentando abrirme la cabeza por la mitad. En todas ellas maldije al destino como un picapedrero que se hubiera aplastado la mano con la maza. Y que me perdone el lector si esta metáfora ya ha sido empleada con anterioridad, que no lo recuerdo, porque adoro esta metáfora. Me imagino al pobre picapedrero maldiciendo y me troncho de risa, en esos momentos se te tienen que ocurrir todas las maldiciones existentes y las aún por descubrir. Sí, ahora lo recordaba, una vez superado el bloqueo propiciado por momentos de calma que me hicieron olvidar que aquello no era normal, no podía serlo de ninguna manera. Tras la iluminación sentí una rabia sorda que me hizo tomar una decisión drástica y tan arriesgada como alzar una bandera blanca en una guerra fratricida. Me enfrenté al destino y le maldije cien veces más. Cabrón, cabroncete, cabronzote, No podrás conmigo. Mira, si quieres puedes hacer que mientras busco la llave aparezca un necesitado, o simplemente una persona avara y mezquina, sin la menor honradez, y se lleve el carrito y lo esconda o lo descargue en el maletero de su coche a velocidad de vértigo. Me cago en el dinero, lo voy a perder encantado, solo de ver cómo te las arreglas para conseguir que ese colega tuyo, tan cabroncete como tú tira del carrito cargado hasta los topes, con las ruedas que se van a su aire, como los ojos de un bizco, y es capaz de encontrar un lugar escondido donde yo no pueda encontrarlo ni siquiera mirando hasta los rincones más ocultos del parking. O cómo es capaz de descargar en el maletero de su coche todo lo que llevo aquí en un tiempo record, eso suponiendo que le quepa en el maletero o en los asientos traseros.



Maldije, me enfrenté al destino y salí disparado, intentando perder el menor tiempo posible, por si acaso. Subí las escaleras mecánicas sin dejar que ellas me subieran a mí. Mirando, por si acaso, el suelo, por si no fue en el restaurante, y las llaves se cayeron en cualquier parte, las muy cabronas. No vi nada y entré en el restaurante en tromba. Vi al camarero de los pircings y no perdí un segundo. Pregunté con la voz entrecortada si había visto unas llaves de coche. Me dijo que sí y que las había dejado en el mostrador. Me sonrió y a punto estuve de darle un beso en la boca. Me acerqué al camarero de la barra, un hombretón tan gordo como yo y muy serio y le pregunté por mis llaves. Claro, están aquí, pero no entiendo cómo ha tardado tanto usted en darse cuenta. Mientras me la daba le expliqué que había estado comprando en el supermercado y solo había notado su falta al llegar al coche. No se me ocurrió darle una propina, salí disparado, pensando que tal vez aún estaba a tiempo de rescatar el carrito de mis entretelas, antes de que al destino le hubiera dado tiempo de jugármela. Mientras descendía las escaleras mecánicas a saltitos sentí un alivio casi infinito. Se me apareció, en toda su crudeza, lo que hubiera tenido que hacer de no haber encontrado las llaves. Pedir un taxi que me subiera al pueblo y buscar las llaves de repuesto del coche en la mesita de noche. Luego volver al taxi, regresar al parking y poder abrir el maletero. En cuanto al carrito, que todas las maldiciones caigan sobre el cabrón del destino, hubiera imposible que siguiera en el mismo sitio. ¿Entonces para qué necesitaba las llaves de repuesto si ya no podía meter las viandas en el maletero? Mejor arrastrar el carrito por las calles a la busca de una pensión donde dormir y que aceptaran cuidarme en el carrito, escondiéndolo en el sótano, el tratero o lo que tuvieran más a mano. Al día siguiente sí podría tomar un taxi y hacer lo que acababa de hacer sin miedo a que el carrito desapareciera. Pero, ¿y si no me hubieran dejado sacar el carrito del centro comercial? ¿y si un guardia de seguridad me hubiera dado el alto? Pero gracias al antagonista del destino, fuera quien fuese, aquello no había ocurrido. Tenía las llaves en la mano y el suspiro de alivio debió oírse en las antípocas. A punto estuve de dar zapatiestas en el aire o bailar una jota. No lo hice porque estaba completamente agotado. Sin tomarme un respiro descargué todo en el maletero, de cualquier manera, subí al coche, encendí el motor, miré que no pasara nadie, salí a la calle con la flechita en el suelo en dirección a la salida y me lancé hacia ella, como si pensara que al cabrón del destino se le podía ocurrir cualquier cosa para detenerme…



Y se le ocurrió. Llegué a la barrera de salida, introduje el ticket y la barrera, erre que erre, no quería levantarse. Acudió el guardia de seguridad, un mocetón amable, y me preguntó si había pasado por la máquina automática. Le dije que no. Él me explicó que había que convalidar el ticket en la maquinita aunque si había comprado en el supermercado el tiempo de aparcamiento era gratuito. Me dijo que diera marcha atrás y colocara el coche de forma que no estorbara. Lo hice mirando con mil ojos no rozar a otro. Si el destino me había reservado aquella, bien podía tener más trampas en la cartuchera, a punto de disparar. Salí corriendo a la maquinita, me equivoqué de ranura, lo volví a intentar, un ciudadano amable me explicó el intríngulis, le hice caso y salí de nuevo corriendo. El guardia de seguridad me sonrió amable y me ayudó a salir de allí sin mácula, incluso me fue guiando con gestos de guardia de tráfico de los de antes. Esta vez la barrerita de los ceones se levantó y pude salir. Antes de reintegrarme al tráfico miré con mil ojos, una y otra vez. Fui despacio, me centré en la conducción como un chofero de fórmula I que si se descuida una millonésima de segundo se puede dar el gran batacazo. Al salir de la ciudad aparqué un momento para respirar, calmarme y echarme un pitillito. Después de todo las trampas del destino no habían sido para tanto.



Reemprendí el camino de regreso con más concentración que un jugador de póker que se estuviera jugando en una mano no solo todo su dinero, sino también su casa, su coche, su mujer, sus hijos y hasta la misma vida. Conseguí llegar a mi casita rural sin otro incidente. Iba tan despacio que al llegar casi era ya de noche. Dejé los alimentos no perecederos en el maletero y transporté los perecederos hasta la casa, abrí el frigorífico y los embutí allí de cualquier manera. Subí las escaleras, dispuesto a tumbarme sobre la cama y relajarme. Y justo en ese momento el móvil dio un pitido, por fin se había restablecido el servicio. Abrí mi portátil, lo encendí y comprobé que aquello no iba. Sería la wifi, el router o la madre que parió a todos los artilugios modernos. Me puse cabezón, como me pongo siempre en circunstancias como éstas. En lugar de tumbarme en la cama, cerrar los ojos y mañana sería otro día, decidí llamar al servicio técnico de la operadora. Expliqué la situación lo mejor que pude y la tele operadora debió de tomarme por un abuelete rural que no sabe de la misa a la media de estas cosas. Se puso un tanto borde. Yo aguanté el tipo… Y en ese preciso momento me entró un apretón de órdago. ¿Qué hago? Si cuelgo y me voy al servicio puede que no consiga arreglar hoy el problema, ni mañana, ni nuca. Apreté los dientes, apreté las nalgas, apreté todo lo que se pudiera apretar y seguí sus instrucciones. Desenchufe el router, cuente hasta treinta, luego busqué un clip y oprima el botoncito de rasetear que estará en un agujerito, justo ahí.



Conté mentalmente hasta treinta, apretando todo lo que había que apretar que temí haberme roto todos los huesos del cuerpo. Luego raseteé y conté hasta cinco o diez, o lo que fuera. Mientras contaba maldije a la operadora, para mi coleto, a los números y a todo lo que se moviera, pero sobre todo maldije al destino. A aquellas alturas yo ya estaba convencido de que todo era culpa suya y me estaba buscando las vueltas hasta terminar con mi paciencia, si es que me quedaba alguna. Esperé como me pedía la gentil operadora, ahora ya mucho más amable. En efecto, se había arreglado, ahora todo carburaba como en un Ferrari testarrosa. Lo urgente era llegar hasta el servicio y echar todo lo que hubiera que echar. Pero no, la operadora me daba las gracias, me deseaba un buen día, se deshacía en amabilidades que no venían a cuento, mucho más en mis circunstancias, que ella ignoraba, pero yo no. Por fin, por fin colgó y salí disparado hacia el retrete. Durante toda la odisea me había hecho a la idea de que no saldría indemne de aquella trampa del destino. Asumí que me iría por la pata abajo, que ensuciaría los calzoncillos, los pantalones, hasta los calcetines. No importaba, luego me los quitaría, los arrojaría a la bolsa de la basura, me daría una larga y meticulosa ducha y a dormir, nene, que no sabes cuánto lo necesitas. Por suerte pude llegar al servicio a tiempo. Me senté en el trono y tranquilo observé cómo la diarrea explosiva se despachaba a gusto. Explosiones como cañones en una guerra, obuses que estallan y se desparraman, como gelatina. Me dolía tanto la barriga que sin la menor vergüenza comencé a chillar y a llorar como un niño. Aun así me dio tiempo a preguntarme qué me había hecho tanto daño. No podía ser la cazuelita de merluza y rape, estaba exquisita. ¿Entonces qué? Decidí que la culpa la tenía el miedo y la tensión y sobre todo el odio que rezumaba contra aquel cabrón del destino. No se hundió el suelo, no estalló el retrete, pero casi casi. Al fin regresé al dormitorio y me arrojé sobre la cama como un náufrago sobre un tronco. No duró mucho, otro apretón y vuelta a correr. Cuando al fin regresé a la cama estaba tan agotado que me dormí como un tronco, no de náufrago, como un tronco que ni siente ni padece.





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