sábado, 10 de septiembre de 2022

EL BUSCADOR DEL DESTINO IV

 


Y justo un coche venía de frente por dirección prohibida. Toqué el claxon, encendí las luces, me di a todos los demonios. Nada, no funcionó. Seguro que el destino había nublado la mente de aquel conductor imbécil y nos dimos un batacazo, de frente, como hacen los toros y los tontos. Pensé que si el destino me la había jugado, ahora estaría esperando que perdiera los nervios, los papeles, hasta los calzoncillos. Que me liara a golpes, que viniera la policía municipal y me llevaran a chirona por desacato a la autoridad. Llevé la contraria al destino. Esta vez no me iba a pillar, ni esta, ni otra, ni nunca. Bajé del coche con lentitud, con calma, con paciencia, como un buda impasible. No respondería a los insultos, me dejaría dar de bofetadas, me echaría la culpa de todo, de absolutamente todo. Me comprometería a pagar los desperfectos, daría cuenta a mi seguro, lo que fuera, lo que me pidiera el otro, el imbécil. Cuando ya me disponía a hincarme de rodillas y pedir perdón a voz en grito. El conductor del otro coche, un hombre de mediana edad, delgado, despistado, con el pelo rapado, se acercó a mí con cara compungida.

 

-Perdone, perdone, me acabo de dar cuenta de que esta calle es de una sola dirección y por la flecha que he visto en el suelo soy yo el que iba en dirección prohibida. Mire vamos a rellenar un parte amistoso, quedará claro que yo tengo la culpa de todo. En realidad, lo voy a rellenar yo, no quiero molestarle, puesto que la culpa es mía y solo mía. Firmaremos, usted se queda con la copia. Le aseguro que mañana mismo lo pongo en conocimiento de mi seguro. Si no me cree, aquí tiene mi tarjeta, si hay algún problema me llama y le pagaré las reparaciones del taller, lo que sea preciso. No se preocupe.

 

Se puso a rellenar el parte encima del capó de su coche, mientras yo miraba y remiraba, pensando que. en efecto, aquel hombre había sido deslumbrado por el destino, le había engañado como a una oveja solitaria que solo busca la compañía del rebaño, balando sin descanso. Era un pobre hombre, que ignoraba las asechanzas del destino. Me dio pena. No obstante, acepté firmar y quedarme con una copia, lo mismo que con su tarjeta. Por si las moscas del destino se ponían furiosas y se ponían a picarme, como moscas cojoneras. El pobre hombre volvió a pedirme perdón, me dio un abrazo y subió a su coche, reculando, reculando, hasta subirse a un trozo ancho de cera y tocó el claxon para que pasara. Lo hice. Me despidió con un beso lanzado con los dedos desde su boca y así le perdí de vista, gracias a Dios.

 

No podía creer lo que acababa de pasar. El destino me la había jugado, pero cosa rara, todo parecía indicar que para bien. No era posible. Seguro que lo había hecho buscándome las cosquillas. Claro, sin duda estaría pensando que algo así me pondría muy, muy nervioso, más que si hubiera perdido los estribos y montado una trifulca. Olía a chamusquina por todas partes, hasta mi ropa. Habría previsto que con el nerviosismo sería muy fácil ponerme celadas por todas partes. Decidí salir de la ciudad cuanto antes, mejor dicho, con mucha calma, sin apresurarme, la celada me estaría aguardando en cada esquina. Me centré en lo que estaba haciendo, conducir, iría muy despacio, mirando cada paso de peatones, cada intersección, cada semáforo. Donde menos se espera salta la liebre, o un peatón despistado, o un semáforo en ámbar, o un policía municipal, todo podía ser susceptible de transformarse en un cepo para lobos.

 

No sé lo que tardé, pero lo conseguí. Abandoné la ciudad sin un rasguño, pero tan cansado, tan agotado, que me metí por el primer camino de tierra, aparqué junto a unos árboles desnudos y allí, una vez puesto el freno de mano, parado el motor y abierto las ventanillas, solté un grito estridente, horrísono. Golpeé con los puños el volante, lo mordí y una vez calmado encendí un pitillo. Eso me calmó definitivamente. Me disponía a continuar el camino cuando un recuerdo afloró a mi mente, echó raíces y no pude quitármelo de encima hasta que lo recapitulé de pé a pá, no me dejé un detalle en el tintero, hasta los más humillantes.

 

Había dado por supuesto que mi lucha contra el destino comenzó en la famosa bolera. Ahora sabía que no era cierto. En realidad. fue mucho antes. Aquel verano decidí alquilar una casa rural en un pueblecito casi abandonado de montaña. Me costó un ojo de la cara, pero supuse que merecía la pena. Solo, abandonado, meditando en una especie de monasterio rural. ¿Qué me podía ocurrir? Nada, absolutamente nada, salvo que las vacas tiraran y pisotearan el vallado de madera que rodeaba el jardín. Sí, me había preocupado de que la casa tuviera jardín, para salir a tomar el sol y olvidarme por completo de mi aciaga vida.

 

Todo fue bien. Llegué sin problemas, no me perdí, el climatizador del aire no se estropeó –porque hacía mucho calor- las llaves que me habían dado en la inmobiliaria entraban en las cerraduras. La casa era grande, tres pisos, el jardín coqueto, estaba lo suficientemente limpia para mí. La cama hecha, con sábanas. La habitación tenía internet, hasta wifi, para que pudiera instalar mi portátil donde me diera la gana y podría mirar el móvil hasta cansarme, sin consumir ni una micra de datos. Todo me pareció perfecto. Una vitro antigua, pero que funcionaba, el frigorífico estaba vacío, pero ya lo llenaría. Me eché una siesta larga y profunda. Me desperté vital, lúcido, lleno de esperanzas y sueños románticos. Salí al jardín. El silencio era monacal. Me puse a leer un libro. Decidí cenar. Había preparado suficiente comida, parte la trasegué en el camino y aún me quedaba un táper, una barra de pan, chorizo, queso y jamón. Lo saqué todo al jardín, colocándolo sobre la mesa que había instalada en el centro. Arrimé una silla metálica, suspiré de felicidad y me dispuse a trasegar como el tragón que soy. Acabé el chorizo, el jamón. Me quedó un poco de queso y algo de ensalada en el táper. Entonces caí en la cuenta de que no había bebido nada. No me apetecía beber agua. Recordé que había metido una botella de vino en el maletero. La había sacado y puesto a enfriar en el frigorífico, que funcionaba como si tal cosa. La fui a buscar, la descorché y salí sin vaso, bebería a morro. Entonces me encontré con un gato, o gata, porque todos los gatos tienen bigote, no sé distinguir a un gato de una gata. Estaba encima de la mesa, mordisqueando el trozo de queso que había sobrado. Me quedé pasmado. Siempre había creído que eran los ratones los que comían queso, no los gatos. El gato o gata era de un color rubio desvaído, estaba delgada y parecía no haber llevado una buena vida hasta entonces. En cuanto me vio dejó el queso y atrapó un currusco de pan, salto de la mesa y se alejó un buen trecho. No dejaba de mirarme, tal vez para adivinar mi próximo paso. Me dio pena. Le dije palabras cariñosas. Me hubiera gustado darle algo más sabroso, pero no quedaba nada. Mañana tendría que bajar a la ciudad más próxima para hacer la compra para un mes en el supermercado. Aprovecharía para comprar algo para aquel gato o gata. ¿Qué comen los gatos? Pienso, tal vez un poco de jamón de york, higaditos de pollo, algo de pescado.

 

Aquel gato, porque decidí que era gato y le llamé Silvestre, tal vez por los dibujos animados o porque vivía asilvestrado, se marchó con el currusco de pan en la boca. ¡Me dio una pena! A mí siempre me han gustado los animales, gatos, perros, ovejas, caballos, vacas… Nunca había tenido una mascota, porque me daba pena encerrarles en un piso de ciudad, como en una cárcel. Cuando me jubilara tendría una casita como aquella, con jardín, y si fuera posible con un gran trozo de terreno. Mejor una finca, vallada, con mucho terreno y allí tendría como mascotas toda clase de animales. Perros, gatos, ovejas, pocas, cabras, alguna, gallinas… Me puse a soñar. Llevaría una vida muy feliz rodeado de animales. Pero la realidad actual era muy distinta. Me acomodaría a ella, mientras soñaba en un futuro perfecto.

 

Me bebí media botella. Estaba frío y entraba muy bien después de un chorizo picante y un queso curado, seco, que daba sed. No me había dado cuenta de la sed que tenía hasta que me llevé la botella a los morros. Recogí lo que quedaba. Me levanté para llevarlo todo a la cocina. Me tambaleé. ¿Era posible que estuviera borracho? No suelo beber, pero media botella de vino bebida a gollete y casi sin respirar. Sí todo era posible. Como pude llegué a la cocina, cerré la puerta. Dejé la maleta donde la había dejado, mañana ya me ocuparía de ella. Subí hasta el dormitorio y encendí el portátil, me apetecía ver una película, incluso quedarme dormido en el cómodo sillón del dormitorio. No había internet. Había puesto correctamente la contraseña de la wifi que me habían facilitado en la inmobiliaria. Nada. No hay servicio, decía un letrerito. Creo que el vino me había soliviantado. Decidí llamar al servicio técnico de mi operadora y echarles una buena bronca. Marqué en el móvil el número que tenía en la agenda de contactos. No hay servicio, decía un letrerito. ¿Esto qué es? Esto no me puede pasar a mí. Les recuerdo que en aquel tiempo yo no sabía quién era el destino ni las putadas que te puede hacer cuando la toma contigo. Aún no me había rebelado contra él, ni había empezado a buscarlo para ajustarle las cuentas.

 

Quería ver una película, no leer un libro. Me fui a la cama. Noté que estaba completamente agotado del largo viaje. Lo supe porque tenía los nervios crispados, tensos como una cuerda de violín, o de guitarra, pongamos por caso. Me tumbé encima de la cama, en calzoncillos, porque hacía mucho calor, con las ventanas abiertas. Di vueltas y más vueltas hasta que logré quedarme dormido. Me despertó una necesidad acuciante de orinar, o de mear, seamos vulgares. ¿Sería el vino? En realidad sufro de la próstata y me paso las noches levantándome a mear cada dos horas. Casi lo había olvidado con el cambio de aires. Encendí la luz del servicio y casi me da un pasmo. El servicio estaba ocupado por una camada de gatitos, preciosos, eso sí, pero gatitos, que salieron corriendo en todas direcciones. ¿Y adivinan quién era la mamá gata que también salió corriendo? Silvestre se había convertido en Silvestrina, en mamá Silvestrina. No podía creerlo. Se había colado por la ventana abierta en el cubículo de la caldera y el depósito de la calefacción. Había dejado la puerta, que comunicaba el habitáculo con el servicio para que se formara una corriente de aire, aunque no soplaba ni una brisilla, y eso que estaba en un pueblo de montaña. No podía hacer otra cosa que mear, a pesar de la presencia de la mamá gata y los gatitos. Estuve un buen rato, luego me fui al dormitorio y cerré la puerta. Mañana sería otro día.

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