Y justo un coche venía de frente
por dirección prohibida. Toqué el claxon, encendí las luces, me di a todos los
demonios. Nada, no funcionó. Seguro que el destino había nublado la mente de
aquel conductor imbécil y nos dimos un batacazo, de frente, como hacen los
toros y los tontos. Pensé que si el destino me la había jugado, ahora estaría
esperando que perdiera los nervios, los papeles, hasta los calzoncillos. Que me
liara a golpes, que viniera la policía municipal y me llevaran a chirona por
desacato a la autoridad. Llevé la contraria al destino. Esta vez no me iba a
pillar, ni esta, ni otra, ni nunca. Bajé del coche con lentitud, con calma, con
paciencia, como un buda impasible. No respondería a los insultos, me dejaría
dar de bofetadas, me echaría la culpa de todo, de absolutamente todo. Me
comprometería a pagar los desperfectos, daría cuenta a mi seguro, lo que fuera,
lo que me pidiera el otro, el imbécil. Cuando ya me disponía a hincarme de
rodillas y pedir perdón a voz en grito. El conductor del otro coche, un hombre
de mediana edad, delgado, despistado, con el pelo rapado, se acercó a mí con
cara compungida.
-Perdone, perdone, me acabo de
dar cuenta de que esta calle es de una sola dirección y por la flecha que he
visto en el suelo soy yo el que iba en dirección prohibida. Mire vamos a
rellenar un parte amistoso, quedará claro que yo tengo la culpa de todo. En
realidad, lo voy a rellenar yo, no quiero molestarle, puesto que la culpa es
mía y solo mía. Firmaremos, usted se queda con la copia. Le aseguro que mañana
mismo lo pongo en conocimiento de mi seguro. Si no me cree, aquí tiene mi
tarjeta, si hay algún problema me llama y le pagaré las reparaciones del
taller, lo que sea preciso. No se preocupe.
Se puso a rellenar el parte encima del capó de su coche, mientras yo
miraba y remiraba, pensando que. en efecto, aquel hombre había sido deslumbrado
por el destino, le había engañado como a una oveja solitaria que solo busca la
compañía del rebaño, balando sin descanso. Era un pobre hombre, que ignoraba
las asechanzas del destino. Me dio pena. No obstante, acepté firmar y quedarme
con una copia, lo mismo que con su tarjeta. Por si las moscas del destino se
ponían furiosas y se ponían a picarme, como moscas cojoneras. El pobre hombre
volvió a pedirme perdón, me dio un abrazo y subió a su coche, reculando,
reculando, hasta subirse a un trozo ancho de cera y tocó el claxon para que
pasara. Lo hice. Me despidió con un beso lanzado con los dedos desde su boca y
así le perdí de vista, gracias a Dios.
No podía creer lo que acababa de pasar. El destino me la había jugado,
pero cosa rara, todo parecía indicar que para bien. No era posible. Seguro que
lo había hecho buscándome las cosquillas. Claro, sin duda estaría pensando que
algo así me pondría muy, muy nervioso, más que si hubiera perdido los estribos
y montado una trifulca. Olía a chamusquina por todas partes, hasta mi ropa.
Habría previsto que con el nerviosismo sería muy fácil ponerme celadas por
todas partes. Decidí salir de la ciudad cuanto antes, mejor dicho, con mucha
calma, sin apresurarme, la celada me estaría aguardando en cada esquina. Me
centré en lo que estaba haciendo, conducir, iría muy despacio, mirando cada
paso de peatones, cada intersección, cada semáforo. Donde menos se espera salta
la liebre, o un peatón despistado, o un semáforo en ámbar, o un policía
municipal, todo podía ser susceptible de transformarse en un cepo para lobos.
No sé lo que tardé, pero lo conseguí. Abandoné la ciudad sin un rasguño,
pero tan cansado, tan agotado, que me metí por el primer camino de tierra,
aparqué junto a unos árboles desnudos y allí, una vez puesto el freno de mano,
parado el motor y abierto las ventanillas, solté un grito estridente,
horrísono. Golpeé con los puños el volante, lo mordí y una vez calmado encendí
un pitillo. Eso me calmó definitivamente. Me disponía a continuar el camino
cuando un recuerdo afloró a mi mente, echó raíces y no pude quitármelo de
encima hasta que lo recapitulé de pé a pá, no me dejé un detalle en el tintero,
hasta los más humillantes.
Había dado por supuesto que mi lucha contra el destino comenzó en la
famosa bolera. Ahora sabía que no era cierto. En realidad. fue mucho antes. Aquel
verano decidí alquilar una casa rural en un pueblecito casi abandonado de
montaña. Me costó un ojo de la cara, pero supuse que merecía la pena. Solo,
abandonado, meditando en una especie de monasterio rural. ¿Qué me podía
ocurrir? Nada, absolutamente nada, salvo que las vacas tiraran y pisotearan el
vallado de madera que rodeaba el jardín. Sí, me había preocupado de que la casa
tuviera jardín, para salir a tomar el sol y olvidarme por completo de mi aciaga
vida.
Todo fue bien. Llegué sin problemas, no me perdí, el climatizador del
aire no se estropeó –porque hacía mucho calor- las llaves que me habían dado en
la inmobiliaria entraban en las cerraduras. La casa era grande, tres pisos, el
jardín coqueto, estaba lo suficientemente limpia para mí. La cama hecha, con
sábanas. La habitación tenía internet, hasta wifi, para que pudiera instalar mi
portátil donde me diera la gana y podría mirar el móvil hasta cansarme, sin
consumir ni una micra de datos. Todo me pareció perfecto. Una vitro antigua,
pero que funcionaba, el frigorífico estaba vacío, pero ya lo llenaría. Me eché
una siesta larga y profunda. Me desperté vital, lúcido, lleno de esperanzas y
sueños románticos. Salí al jardín. El silencio era monacal. Me puse a leer un
libro. Decidí cenar. Había preparado suficiente comida, parte la trasegué en el
camino y aún me quedaba un táper, una barra de pan, chorizo, queso y jamón. Lo
saqué todo al jardín, colocándolo sobre la mesa que había instalada en el centro.
Arrimé una silla metálica, suspiré de felicidad y me dispuse a trasegar como el
tragón que soy. Acabé el chorizo, el jamón. Me quedó un poco de queso y algo de
ensalada en el táper. Entonces caí en la cuenta de que no había bebido nada. No
me apetecía beber agua. Recordé que había metido una botella de vino en el
maletero. La había sacado y puesto a enfriar en el frigorífico, que funcionaba
como si tal cosa. La fui a buscar, la descorché y salí sin vaso, bebería a
morro. Entonces me encontré con un gato, o gata, porque todos los gatos tienen
bigote, no sé distinguir a un gato de una gata. Estaba encima de la mesa,
mordisqueando el trozo de queso que había sobrado. Me quedé pasmado. Siempre había
creído que eran los ratones los que comían queso, no los gatos. El gato o gata
era de un color rubio desvaído, estaba delgada y parecía no haber llevado una
buena vida hasta entonces. En cuanto me vio dejó el queso y atrapó un currusco
de pan, salto de la mesa y se alejó un buen trecho. No dejaba de mirarme, tal
vez para adivinar mi próximo paso. Me dio pena. Le dije palabras cariñosas. Me
hubiera gustado darle algo más sabroso, pero no quedaba nada. Mañana tendría
que bajar a la ciudad más próxima para hacer la compra para un mes en el
supermercado. Aprovecharía para comprar algo para aquel gato o gata. ¿Qué comen
los gatos? Pienso, tal vez un poco de jamón de york, higaditos de pollo, algo
de pescado.
Aquel gato, porque decidí que era gato y le llamé Silvestre, tal vez por
los dibujos animados o porque vivía asilvestrado, se marchó con el currusco de
pan en la boca. ¡Me dio una pena! A mí siempre me han gustado los animales,
gatos, perros, ovejas, caballos, vacas… Nunca había tenido una mascota, porque
me daba pena encerrarles en un piso de ciudad, como en una cárcel. Cuando me
jubilara tendría una casita como aquella, con jardín, y si fuera posible con un
gran trozo de terreno. Mejor una finca, vallada, con mucho terreno y allí
tendría como mascotas toda clase de animales. Perros, gatos, ovejas, pocas,
cabras, alguna, gallinas… Me puse a soñar. Llevaría una vida muy feliz rodeado
de animales. Pero la realidad actual era muy distinta. Me acomodaría a ella,
mientras soñaba en un futuro perfecto.
Me bebí media botella. Estaba frío y entraba muy bien después de un chorizo
picante y un queso curado, seco, que daba sed. No me había dado cuenta de la
sed que tenía hasta que me llevé la botella a los morros. Recogí lo que
quedaba. Me levanté para llevarlo todo a la cocina. Me tambaleé. ¿Era posible
que estuviera borracho? No suelo beber, pero media botella de vino bebida a
gollete y casi sin respirar. Sí todo era posible. Como pude llegué a la cocina,
cerré la puerta. Dejé la maleta donde la había dejado, mañana ya me ocuparía de
ella. Subí hasta el dormitorio y encendí el portátil, me apetecía ver una
película, incluso quedarme dormido en el cómodo sillón del dormitorio. No había
internet. Había puesto correctamente la contraseña de la wifi que me habían
facilitado en la inmobiliaria. Nada. No hay servicio, decía un letrerito. Creo
que el vino me había soliviantado. Decidí llamar al servicio técnico de mi
operadora y echarles una buena bronca. Marqué en el móvil el número que tenía
en la agenda de contactos. No hay servicio, decía un letrerito. ¿Esto qué es?
Esto no me puede pasar a mí. Les recuerdo que en aquel tiempo yo no sabía quién
era el destino ni las putadas que te puede hacer cuando la toma contigo. Aún no
me había rebelado contra él, ni había empezado a buscarlo para ajustarle las
cuentas.
Quería ver una película, no leer un libro. Me fui a la cama. Noté que
estaba completamente agotado del largo viaje. Lo supe porque tenía los nervios
crispados, tensos como una cuerda de violín, o de guitarra, pongamos por caso.
Me tumbé encima de la cama, en calzoncillos, porque hacía mucho calor, con las
ventanas abiertas. Di vueltas y más vueltas hasta que logré quedarme dormido.
Me despertó una necesidad acuciante de orinar, o de mear, seamos vulgares.
¿Sería el vino? En realidad sufro de la próstata y me paso las noches levantándome
a mear cada dos horas. Casi lo había olvidado con el cambio de aires. Encendí
la luz del servicio y casi me da un pasmo. El servicio estaba ocupado por una
camada de gatitos, preciosos, eso sí, pero gatitos, que salieron corriendo en
todas direcciones. ¿Y adivinan quién era la mamá gata que también salió
corriendo? Silvestre se había convertido en Silvestrina, en mamá Silvestrina.
No podía creerlo. Se había colado por la ventana abierta en el cubículo de la
caldera y el depósito de la calefacción. Había dejado la puerta, que comunicaba
el habitáculo con el servicio para que se formara una corriente de aire, aunque
no soplaba ni una brisilla, y eso que estaba en un pueblo de montaña. No podía
hacer otra cosa que mear, a pesar de la presencia de la mamá gata y los
gatitos. Estuve un buen rato, luego me fui al dormitorio y cerré la puerta.
Mañana sería otro día.
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