sábado, 29 de enero de 2011

El Sr. Buenavista, economista



EL SR. BUENAVISTA, ECONOMISTA

NARRADO POR EL ALUMNO MÁS DÍSCOLO DE LA FACULTAD DE ECONOMÍA APLICADA, O SEA YO.

A D. Buenavista, catedrático de economía globalizada aplicada a un mundo globalizado, se le considera, por gente muy sapiente ( mi opinión no vale aunque no me recataré de darla) como uno de los mejores economistas actuales. Actualmente imparte clases en la universidad Muchachuete, además de ser periodista de prestigio y divulgador científico de muchos quilates, presidente que fue en su tiempo del FMI (Fondo Mundial del Interés), ministro de Economía y Hacienda de Isla Buenaventura, un país pequeñísimo que le otorgó su nacionalidad y le contrató como Ministro con la sana intención de que convirtiera su islita en un paraiso fiscal, en el mayor emporio económico del planeta Tierra; escritor prolífico, sus libros –La economía al alcance de todos, Cómo hacerse millonario y no morir en el intento y Manual del pequeño inversor, entre otros muchos- han sido best-sellers mundiales y permanecido en el número uno de los libros más vendidos durante meses, lo que es un hecho único y sorprendente en la historia editorial de los últimos tiempos. Este y no otro es el Sr. Buenavista.

Ahora me permitirán que les facilite algunos datos personales del gran hombre. Casado, con la hija primogénita y heredera de una de las fortunas más importantes del mundo, doce hijos y no se le conocen otras aventuras que las protagonizadas por su yate bautizado como “Economía Sumergida”, abuelo babosón de veinticuatro nietos, de momento ya que espera dos más para este año. Jubilado de oro, aunque continúa dando clases como catedrático honorífico y per vitam aeternam, su trayectoria profesional no tiene techo y no resulta fácil buscar los cimientos de la misma, aunque les prometo intentarlo.

Como antiguo alumno suyo (dejé la economía por imposible, el derecho por imposible y ahora estudio periodismo) les puedo contar muchas y sabrosas anécdotas del Sr. Buenavista con el que sigo manteniendo una buena amistad a pesar de que fui su alumno más díscolo. Tal vez se deba a que él necesitaba un contrapunto a su retórica y seriedad, de todo punto exacerbadas, y lo encontró en el peor economista y el mejor bufón de la facultad. De mi amor por la economía dan buena muestra los panfletos que dejaba anónimamente tirados por cualquier parte, algunos de cuyos ejemplares aún conservo enmarcando las paredes de mi cuarto. Aún recuerdo uno, La vieja foca insumergible, con foto y todo, que a punto estuvo de costarme la expulsión. Menos mal que no pudieron probar nada.

Aprovecho los ratos libres que me deja la redacción de una biografía del Sr. Buenavista, para escribir otra, paralela y no autorizada, menos retórica y más verdadera, con la que pienso salir de pobre si la primera tiene el éxito que espero. La polémica morbosa que producirá la segunda me catapultará a las tertulias del corazón, que es donde está ahora la pasta gansa, puesto que investigando, investigando, he descubierto alguna que otra aventurilla amorosa del Sr. Buenavista, además de hallar unos cuadernillos escolares de este genio, donde esbozó por primera vez su teoría económica, que harán las delicias hasta de los parvulillos.

Puede que este comportamiento no sea muy ético que digamos, pero a quién demonios, perdónenme ustedes, le importa ahora la ética, un invento aristotélico que no tiene el menor sentido en estos tiempos, cuando todo el mundo anda detrás de los intríngulis de la economía para lograr hacerse rico antes de que se cierre el cupo para siempre.

Según una conocida frase del Sr. Buenavista, la economía es el arte de satisfacer al individuo mientras piensas solo en la masa. Me parece una mierda de frase, con perdón otra vez. No imagino cómo el Estado o los Estados van a satisfacerme a mi, si están pensando en las necesidades de un ente abstracto, cuadriculado con las viejas mentiras estadísticas. Pero dejémonos de reflexiones personales puesto que es imposible trazar una buena historia de la economía desde el punto de vista del individuo. Mucho me temo que deberé coger a la masa y fotografiarla en todas las posturas imaginables para hacerme una idea de cómo evolucionó, desde el hombre primitivo que la fiaba a la velocidad de sus piernas y la fortaleza de su garrote, hasta la fragilidad de una bolsa, dispuesta siempre a moverse en dirección contraria al suspiro del último inversor de poco pelo y favorable al especulador maquiavélico.

Buenavista no fue un niño corriente. Estoy convencido que no es cierto eso que dicen, que los genios pasan desapercibidos en la niñez y luego se destapan con estrépito, como una botella de champán, en alguna fiesta de cumpleaños de su edad adulta. Eso lo piensan quienes siguen deseando que los niños sean esos pequeños tontos, que no pueden opinar hasta la mayoría de edad, porque todo lo que piensan no vale un cáscara de pipa. Si alguna vez dejáramos que los niños expusieran sus ideas y todo el mundo los escuchase, estoy convencido de que iluminarían el mundo, como en sus tiempos lo hizo el faro de Alejandría. Buenavista se destacó, siendo un tierno infante, por las prodigiosas especulaciones que anotaba en su libretita sobre la paupérima economía doméstica de sus papás y sobre las miserables propinas que recibía de su mamá. En algún otro momento de esta historia transcribiré fielmente estas especulaciones que fueron la base y cimiento de su aguda visión de la economía doméstica y de la genialidad del ama de casa para aplicar leyes económicas que a un profesional le cuesta años encontrar.

Se cuenta que en una ocasión fue sorprendido en la escuela, por la maestra, emborronando un cuaderno escolar con extrañas anotaciones. Requisado por la susodicha, la pobre mujer lo estudió con gran atención durante mucho tiempo, sin que lograra descifrar un lenguaje tan simple, pero codificado para uso de economistas. Esta anécdota la cuenta Buenavista a sus alumnos cada principio de curso con la sana intención de elevar sus alicaidos ánimos ante tanta matemática y tanta estadística. La economía, les dice, es tan simple como las leyes que controlan el universo. ¿Se imaginan que el universo funcionaría con un número infinito de leyes, combinadas de forma tan inextricable que solo una mente divina pudiera manejarlas?. Con el tiempo todo terminaría por enredarse en un nudo gordiano que solo la espada de Alejandro podría desenredar. Es mucho más fácil que algo funcione basado en una ley de sencillez espartana, que luego se complica para ocultarla a los tontos, que al revés. Así es la economía y su meta a lo largo de la carrera será encontrar esa sencilla ley, utilizarla para ver si funciona, y luego ocultarla con palabras rimbombantes para que un ama de casa no pueda quitarles el puesto de Ministro de Economía y Hacienda.

Todos sus alumnos nos reíamos de semejante estupidez, aunque luego, a escondidas, procurábamos hallar esa sencilla ley con el fin de hacernos ricos cuanto antes y dejar el puesto de Ministro de Economía y Hacienda a las amas de casa. Terminábamos por cansarnos en esa búsqueda del Grial, del elixir de la perfecta felicidad, y con voz amarga y rencorosa le preguntábamos al profesor, al Sr. Buenavista, por esa sencilla ley que domina la macroeconomía. Nunca nos lo dijo. Se limitó a responder que si no éramos capaces de encontrarla por nosotros mismos nos mereceríamos todo lo que nos pasara. Yo también caí en esa tentación durante unos meses, pero luego, como venganza, me dediqué a sabotear sus clases. Buscaba las palabras más coloquiales y desenfadadas para sus tecnicismos; comparaba sus disquisiciones sobre macroeconomía y el futuro de la economía globalizada con los términos más elementales que emplea el ama de casa para convencer a su familia de que debe apretarse el cinturón, y terminaba por hacer reír a toda la clase a mandíbula batiente. Hasta el propio Buenavista se lo pasaba de miedo, aunque lo disimulara tras una expresión de enterrador y subiéndose constantemente el puente de sus gafas. Si le quedaba tiempo tomaba el nudo de su corbata con la mano derecha y movía la cabeza con violencia hacia uno y otro lado. Estos gestos eran signos inequívocos de la violencia que se hacía para no soltar la carcajada. También los empleaba cuando me suspendía, de lo que deduzco la gran tormenta que agitaba su corazón en esos momentos. Deseaba aprobarme pero algo se lo impedía y la lucha se mostraba en manías tan sencillas como ridículas.

Pero permítanme que inicie mi clase particular de economía en el el próximo capítulo. La gente se cansa si piensa demasiado tiempo en una sola cosa y la economía es un verdadero galimatías solo al alcance de mentes privilegiadas. Como la del Sr. Buenavista, por supuesto.


Continuará

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