viernes, 17 de febrero de 2017

ALFREDO, EL MONTAÑERO II


 

  Mi mamá se ríe de mis recuerdos de bebé montañero, dice que tengo tanta imaginación como papi, y puede que tenga razón porque no es común que alguien pueda remontar sus recuerdos hasta la cuna, a partir de los tres o cuatro años comienzan a quedar en la memoria pequeñas escenas, como posos de café, de acontecimientos que niño vive como hitos de su nacimiento a la consciencia.  En este sentido puedo recordarme, con unos tres meses, según papi, jugando en el suelo de la habitación con una de sus mochilas que él debió dejarse por allí, como al descuido –es muy descuidado-, aunque jura y perjura, cuando cuenta la anécdota, que yo debí haberla extraído del armario de su despacho, donde guarda todos sus aditamentos de montañero, desde la ropa estilo militar –se libró del servicio militar por la vista- hasta las bombonas de camping gas. No puedo creerme que un bebé haya llevado a cabo semejante “fazaña”, pero Alfredo tiene fama de contar de tal manera las cosas que hasta el más escéptico tendría dudas si le contara que había visto un dinosaurio en un glaciar de la montaña. Sí recuerdo que la cuna era muy pija –caprichito de papi- una de esas cunas escondidas tras una especie de cucurucho de tela colgado del techo, como los lechos reales, con cortinajes, para dar a sus majestades la sensación de intimidad. Es más fácil que yo me descolgara desde la cuna, agarrado al cucurucho, que a las cuerdas de montañero de las que hablaba Alfredo a los familiares cuando yo era niño, mientras pasaba sus manazas por mi cráneo de chorlito.

Lo de papi es vocacional, no una de esas majaderías de yupis que se aburren y deciden cualquier fin de semana tirarse desde un puente o escalar el Anapurna, pongamos por caso. Todo su entorno está saturado de escucharle contar cómo la montaña se coló en su corazoncito desde niño, cuando iba a pasar los veranos con sus abuelos, ganaderos en algún lugar mítico de los Picos de Europa, que él nunca concreta, en paisajes o nombres. Sus padres, mis abuelos, lo llevaban allí porque en aquellos tiempos no se estilaba pasar las vacaciones en la playa, entre otras cosas porque nadie tenía ni un seiscientos para viajar hasta allí, ni mucho menos unos ahorrillos para pernoctar tres o cuatro noches en un hotel que ni siquiera estaba construido. Uno se iba de vacaciones al pueblo de los abuelos, si tenías abuelos y si los abuelos tenían pueblo, que no siempre era así.

A papi se le cae la baba cuando cuenta cómo le embargaba la felicidad al irse al monte, pastorcito bucólico, con las vacas de la becera, o las ovejas, las cabras, los jatos, lo que fuera. Su abuelo le daba un morral de piel de vaca, donde la abuela ponía un trozo de hogaza casera, hecha por ella misma en el horno, un poco de queso, chorizo y jamón, no mucho porque la abuela era un poco rácana, todo sea dicho. Alfredo se echaba el morral al hombro, tomaba su aguijada o aijada,  o como lo llamaran por allí, es decir un palo de avellano en cuya extremo se había puesto una punta, y que servía para azuzar o aguijar al ganado, la bota de vino en el que el abuelo había echado un poco del delicioso vinillo clarete que es mítico para papi, y la abuela lo había rebajado con gaseosa sin que el abuelo se enterara, y con un jersey atado a la cintura y un sombrero de paja, acompañaba a los “beceros” de otras casas del pueblo a cuidar del ganado en la montaña.

Hace ya muchos años que a ningún ingenuo se le ocurre preguntarle a Alfredo aquello de “qué es la becera”, Alfredo, porque eso podría dar lugar a dos o tres horas de anécdotas interrumpidas. Al parecer en aquellos tiempos remotos en los que papi fue niño, “in illo tempore”, como dice él, había tanto ganado en los pueblos de montaña que las familias del pueblo se turnaban para cuidarlo. Y aquí Alfredo enunciaba todas las beceras habidas y por haber. La becera de las vacas “viejas” como yo las llamo, que solían utilizarse para tirar del carro. Salían por la mañana y regresaban a comer, por si eran necesarias para uncirlas al carro. Luego volvían tras la comida y regresaban cuando el sol se ponía. Según el número de vacas el turno correspondía a dos o tres casas del pueblo. Un miembro de cada casa iba con la becera el tiempo que correspondiera, unos días, una semana, lo que fuera. Con lo que cada becera tenía dos o tres pastores como mínimo. Las vacas se subían al monte y se dejaba que pacieran a su gusto, salvo que fuera un día de verano extremado de calor y las vacas se pusieran a “moscar”, es decir que las moscas o tábanos las picaban con tal saña que las vacas, tan pacientes ellas, alzaban el rabo y salían corriendo disparadas hacia donde fuera, incluso al abismo, si había alguno por allí. Es por eso que los otros pastores, habitualmente adultos, le decían a Alfredito, como le llamaban entonces, que se fijara especialmente en si las vacas alzaban el rabo, porque eso era señal de que iban a moscar y había que estar muy atento para que no se despeñaran o salieran heridas en sus locas carreras. Alfredito, según nos ha contado hasta la saciedad, estaba muy ocupado en aquella época de su infancia en mirarle el rabo a las vacas, porque también tenía que hacerlo cuando trillaban en la era. La pareja de vacas era atada al trillo y comenzaban a dar vueltas y vueltas al trigo, la cebada, o el cereal que fuera, que se había extendido sobre la era en forma circular, como una rosca a la que se hubiera comido el centro. Alfredito llevaba una pala en la mano y cuando veía que una vaca alzaba el rabo, rápido, como un rayo, le ponía la pala a la vaca en el culo para que no cagara el cereal que por poco que fuera se estropeaba y unos granitos más o menos de trigo o cebada eran muy importantes para la subsistencia de sus abuelos, especialmente se enfadaba mucho la abuela, hasta el punto de darle unos buenos coscorrones si Alfredito no era tan veloz como debiera y la cagada terminaba donde no debía.



Con estas anécdotas Alfredo podía pasarse horas y horas, relatando viejas historias de su infancia. Toda la familia, amigotes y entorno habían aprendido con el tiempo a evitar las palabras clave que disparaban su verborrea. Becera era una de ellas. Como decía en los pueblos había muchas beceras, también estaba la de los “jatos” o terneros ya un poco mayores, que iban al monte donde se quedaban todo el día pastando. Las familias del pueblo acostumbraban a mandar a los niños con esta becera, si es que había niños en la familia, lo que era bastante habitual porque la familia que no tenía niños viviendo allí se juntaba con unos cuantos de hijos o tíos o primos que residían habitualmente en las ciudades y venían de vacaciones al pueblo. Alfredito gustaba especialmente de ir de pastorcico con los jatos, le encantaban los terneros, y le gustaba aún más aguijonearlos para hacerlos rabiar, ver como daban coces o saltaban y salían de estampida. Alfredito debió de ser un niño bastante malo, a pesar de que él siempre se presenta como un niño ejemplar, de primera comunión. También había beceras de novillas, es decir vacas jóvenes que no se empleaban para tirar del carro y que debían alimentarse bien porque o terminaban en la carnicería o eran destinadas a la cría de terneros.  También había beceras de ovejas, de cabras, es decir que cada casa del pueblo, según la rotación, podía tener una misma semana la obligación de atender a más de una becera a la vez, con lo que los niños resultaban extremadamente útiles.

Papi debió comenzar a contarme todas estas historias desde que tuve uso de razón, incluso mucho antes, porque siempre formaron parte de la mitología infantil, junto con los tebeos que Alfredo conservaba como oro en paño, sus colecciones de tebeos eran famosas, casi tanto como sus supuestas hazañas de montañero. Nunca he sabido con exactitud a qué edad comenzó a pasar las vacaciones con los abuelos en la montaña, estaría tentado de imaginar que ya siendo bebé acompañaba a los jatos a la montaña, si esto fuera metafísicamente posible. Nunca se cansa de manifestar por doquier que aquella fue la etapa más feliz de su vida, se le cae la baba y se le ponen los ojos en blanco hasta que mami le mira con cara de mala leche y entonces él comprende, por fin, que la etapa más feliz de su vida comenzó con el noviazgo y no terminará nunca.

Continuará.








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