Inspiré profundamente, retuve el aliento todo lo que pude y espiré, lanzando el aire hacia el velo del paladar, procurando que todo mi cráneo retumbara al tiempo que vocalizaba el mantra. El sonido se expandió dentro de mi cabeza, haciendo vibrar carne y huesos. Cerré los ojos. Repetí el mantra tres veces, tal como me había enseñado la dulce Amako, y luego cambié a otro mantra.
¿Por qué siempre calificaba de dulces a todas las mujeres que me gustaban? ¿Lo era Marta? Debería serlo, a pesar de su carácter fuerte, porque de otro modo no me habría enamorado de ella. ¿Lo era Amako? No tenía la menor duda al respecto. Ella sí era la mujer más dulce y tierna que había conocido. Mi viaje a Barcelona, un regalo de Lily, entre otros motivos, tenía por objeto que una experta masajista japonesa, Amako, me enseñara el masaje shiatsu, y también algo de yoga tántrico. Aunque pocos clientes de Lily sabían que era el tantrismo la mayoría de ellos se quedaban deseosos de que el profesional de turno les diera un buen masaje. Mi patrona, siempre tan avispada y creativa par los negocios, quería experimentar conmigo la posibilidad de ampliar las prestaciones de sus pupilos y pupilas, introduciendo el masaje y alguna novedosa forma de relación sexual.
Por lo visto Lily ya lo tenía
todo pensado desde hacía tiempo y también había hablado con Amako, llegando a
un acuerdo económico satisfactorio para ambas partes. Yo recibiría lecciones de
shiatsu y tantrismo durante unos meses, ampliables, tanto en tiempo como en
disciplinas, siempre con la aprobación de mi patrona. El acuerdo no incluía las
clases de yoga mental que Amako decidió darme por su cuenta y de forma
gratuita. Me enseñó a relajarme y a practicar técnicas de respiración y
mantras, pero sobre todo a meditar, la cumbre de todas las disciplinas mentales
según ella, algo que a mí me estaba costando tanto como subir el Everest, de
habérmelo propuesto, para cumplir uno de mis sueños utópicos.
Amako fue la más dulce de mis amantes.
Nuestra relación era algo muy especial. A mí nunca se me ocurrió pedirle el
consabido estipendio (nuestras relaciones sexuales no eran para mí parte de mi
trabajo) y a ella nunca se le pasó por la cabeza pedirme un extra por las
clases de yoga mental. Por supuesto que si yo le hubiera propuesto cobrarme por
las relaciones sexuales ella habría intentado desentrañar mis palabras como si
fuera un koan-zén, buscando el sentido oculto. Ella no era una prostituta y su
negocio no solo perfectamente legal, sino también moral. Nos hicimos amantes
porque nos sentimos atraídos. Eso fue todo. Nos entendíamos casi sin hablar,
solo con mirarnos, nos hicimos amigos de esta manera y dimos el paso hacia una
mayor intimidad de la misma forma, con una mirada más profunda e intensa.
Nunca podría pagarle todo lo que
hizo por mí, lo que me enseñó, ni en dinero, ni mucho menos en “carne”. Eso sí,
apreciaba el cariño como el mayor tesoro del que puede disponer un ser humano,
tal vez por eso lado podría intentar pagar mi deuda, aunque me llevaría muchos
años.
Lily estaba sobre todo interesada
en que Amako me enseñara shiatsu, un masaje japonés del que había oído hablar,
pero no se decidió hasta recibir lo que debió ser un esplendoroso masaje
shiatsu por un japonés (fue un viaje de negocios, aunque mi patrona siempre
aprovechaba los viajes también para sus placeres). Estaba convencida de que sus
clientes pagarían lo que fuera por un buen masaje, en cuanto lo descubrieran.
Se puede decir que yo era un adelantado, lo mejor de su “tropa” según ella. Si
luego conseguía darle un masaje aceptable, aunque no fuera como el del japonés,
mandaría a más personal a recibir lecciones de Amako, salvo que yo fuera capaz
de dárselo a sus pupilas, de pupilos ni hablar Lily, le dije, y ella sonrió con
aquella sonrisa suya que lo mismo podía elevarte al cielo que hundirte en el
infierno.
Pero me estoy adelantando. Mi
mente retrocedió un poco, algo más de un año, para recordarme cómo había
comenzado todo.
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