viernes, 10 de noviembre de 2023

LA VENGANZA DE KATHY XVIII

 




No sé cuándo Kathy volvió a abandonarme para comer, dormir o hacer cualquier cosa que tuviera que hacer, si es que tenía que hacer algo. No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde mi llegada. Por eso no me podía hacer una idea de lo que estaría ocurriendo en Crazyworld. Seguro que ya llevarían tiempo buscándome. La posibilidad de que me encontraran era tan remota que ya me daba por muerto, antes o después y de la forma que fuera, pero yo ya estaba muerto.

Fue entonces cuando noté un ligero movimiento en los dedos de mi mano derecha. No podía percibirlo con la mirada, pero sí en la sensibilidad que habían empezado a recobrar. Puede que el efecto del potingue del profesor Cabezaprivilegiada empezara a decaer, y eso era una excelente noticia para mí. Lo malo era que tardaría muchas horas en lograr el movimiento de los brazos para poder reducir a Kathy cuando volviera. Regresaría mucho antes, impidiéndome cualquier plan de fuga que se me ocurriera. A pesar de ello me centré en recobrar el movimiento de los dedos, cuando lo consiguiera seguiría con la mano y el brazo. Fue un trabajo ímprobo. Toda mi concentración estaba en los dedos. Es un decir, porque no podía estar en otra zona de mi cuerpo. Aquel lento despertar era la sensación más extraña que había tenido en mi vida…es un decir, de lo que recordaba de mi vida, que no era mucho de momento. Se puede decir que mi consciencia se escindió en dos, la que me mantenía en la existencia, atemporal y adimensional, y la que se iba abriendo paso hacia mi cuerpo, un reencuentro tan satisfactorio como confuso.

En algún momento Kathy reapareció a mi lado, me cambió el gotero para alimentarme aunque yo no tenía hambre ni sed, eran sensaciones casi olvidadas. Un dedo de mi mano derecha sufrió un ligero espasmo que no le pasó desapercibido, porque se inclinó hacia mi oído y me susurró, en una voz gélida y opaca, que no reconocí:

-¿Pensabas que no me iba a dar cuenta? El efecto está desapareciendo un poco antes de lo calculado. Tienes una naturaleza de toro. Mi torito español. Voy a adormecerte para que no me cornees.

Puso su rostro frente a mi mirada que no parpadeó, no así la suya, me hizo un guiño que no hubiera desentonado en el rostro de la muerte y desapareció de mi ángulo de visión. ¿Torito español? ¿Cómo podía saber ella que yo había recordado algunas cosas de mi pasado, entre ellas que mi padre, Johnny el gigoló, era español? ¿Había hablado sin darme cuenta? Eso era imposible. Como que fuera capaz de leer mi pensamiento.

Regresó con una jeringa grande y una aguja aún más grande. Recordé que cuando me la clavó por primera vez, en el claro, yo había perdido la consciencia durante un tiempo que tuvo que ser prolongado para que a ella le diera tiempo de arrastrarme hasta el búnker y colocarme en aquel lecho donde había permanecido todo aquel tiempo incalculable. Sentí un gran alivio al pensar que el efecto de la inyección debería ser el mismo. Perder la consciencia por completo era lo mejor que podía pasarme, y si ya no despertaba, mucho mejor. Me hubiera gustado despedirme de la vida, de mi fugaz vida de amnésico, pero como sucedió en el claro, el efecto fue fulminante. Solo que esta vez antes de hundirme en la oscuridad mi mente estalló en un millón de fragmentos, como burbujitas flotando en el aire, cada una con una imagen diferente, una especie de puzle caótico, que una vez recompuesto formaría mi identidad total, mi verdadera personalidad. Se produjo un fenómeno sorprendente, mi cabeza comenzó a dar vueltas, a girar con una lentitud pasmosa, un mareo cósmico me atrapó. Me sentí fuera de un cuerpo que no tenía, subiendo hacia el techo, contemplando mi verdadero cuerpo físico allí abajo que estaba siendo acariciado por las manos de Kathy. Las burbujas de imágenes chocaban contra aquella cabeza que no podía ver pero que sin duda era la mía. Cada choque despertaba un recuerdo, cada imagen se colocaba en un puzle sin sentido, sensaciones sin la menor cronología, tan intensas que me hacían revivir una delgada rebanada de mi pasado. Era como una película troceada, no en secuencias, sino en planos difusos, confusos, sin orden ni concierto. El mareo se acentuó hasta sentir cómo me iba hundiendo en una especie de remolino que caía hacia mi propio ombligo. El malestar era tan infinito como aquella especie de orgasmo cósmico que sin duda me estaba llevando hacia la muerte. Si la muerte era así, no me parecía tan mala como su leyenda. Puede incluso que existiera un más allá si mi consciencia podía volar sin cuerpo de aquella manera. No supe si alegrarme o angustiarme porque como agua remansada que se cuela por el sumidero, mi consciencia se difuminó en una plácida oscuridad.

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