domingo, 27 de febrero de 2011

Don Crisanto, mago blanco





DON CRISANTO, MAGO BLANCO

NARRACIÓN, PROLOGO, NOTAS Y ESTUDIOS A CARGO DEL DOCTOR CARLO SUN, DISCÍPULO DE JUNG.

A MODO DE PROLOGO

Pocas veces catalogo la enfermedad de un paciente nada más entrar éste por la puerta de mi despacho. Miré a la cara a quien poco después dijo llamarse D. Crisanto y ser un mago blanco y no dudé sobre su enfermedad: paranoia un poco extraña pero paranoia al fin y al cabo, aderezada con unas cuantas fobias y manías a dilucidar con mucha calma.

Unos cincuenta años, calvo casposo, barriguita de bon vivant, bajito y rechonchín como una peonza, con menos cintura que un gobierno recién ganadas las elecciones por mayoría absoluta, piernas cortas y tan delgadas que uno se pregunta al instante en qué décima de segundo dejarán de sostener semejante corpachón. De hecho estuve con las piernas flexionadas, tras la mesa del despacho, dispuesto para acudir a sostener al paciente antes de que se viniera al sulo y permaneciera allí como un mullido colchón oblongo el resto de la consulta. Cuando al fín tomó asiento frente a mí suspiré con tal alivio que D. Crisanto me preguntó si era fumador empedernido. Saqué mi pipa, la llené con parsimonia y reconocí que a veces fumaba demasiado, sobre todo cuando no sabía muy bien qué hacer con los pacientes.

Me confirmó en mi diagnóstico la forma que D. Cristanto tenía de mirarlo todo como si le fuera a caer encima un samurai, salido de Dios sabe dónde, incluso de los cajones de mi mesa. No tuve ni que pensar en llamar por el timbre a Rita, la portera de la comunidad y mi enfermera particular, puesto que apareció en el quicio de la puerta con su atisbo de bigote sin depilar más tieso que nunca. Se cruzó de brazos y esperó uno de mis gestos para intervenir. Guiñé el ojo izqauierdo, lo que significaba que el paciente no era presumiblemente peligroso, pero que estuviera atenta, por allí cerca, por si me equivocaba.

Luego me confesaría que en cuanto le vió pasar frente al ventanuco de su portería subió con rapidez tras sus pasos, todo lo rápido que le permite su obesidad, y se plantó en la puerta, dispuesta a lanzarse como un comando de intervención rápida. El sujeto le dio mala espina porque miraba temeroso en todas las direcciones, como si le persiguiera un rebaño de peligrosos fantasmas.

No obstante la voz de D. Crisanto, firme, generosa de tonos y amable sin el menor atisbo de obsequiosidad, me ayudó a ir cambiando poco a poco de diagnóstico y de opinión. Sin autorizarle a que iniciara su historia me explicó su caso con la imperturbabilidad de un difunto. Apenas hilvanadas dos frases sacó de una vieja cartera que más parecía un zurrón un voluminoso cuaderno que me pidió ojeara sin prisas durante el tiempo que durara su terapia, fuera éste el que fuera. Se trataba de un diario escrito durante años y especialmente el tiempo que estuvo como discípulo de D. Juan. Me apresuré a preguntarle si ese D. Juan del que hablaba era el de Zorrilla, el famoso Tenorio,. Y ya me estaba relamiendo sobre la posibilidad de escuchar disparatadas historias eróticas de seducción, cuando D. Crisanto especificó, un poco enfadado que el D. Juan del que hablaba era el de los libros de Carlos Castaneda. El conocimiento está por encima del entretenimiento, aunque sea erótico. Me dijo con voz firme y retórica.

Rita asomó de nuevo su cara interrogándome con la mirada. Al hacer un gesto de que todo estaba bajo control abandonó el quicio de la puerta con un bufido y no sin antes dar el consabido portazo. La historia que me contó D. Cristante es casi tan larga como podría serlo la narración de la aventura humana, si algún historiador se aventurase a tan descomunal esfuerzo. Así que pónganse cómodos porque entre capítulo y capítulo de su diario les voy a ir analizando las fantasías de D. Crisanto, sus posibles patologías y todo ello regado con un montón de notas y apéndices explicativos que les van a encantar. Y ahora si me permiten paso palabra a D. Cristanto para que les explique en el primer capítulo de su diario cómo pudo encontrar y convertirse en discípulo de un brujo yaqui llamado D. Juan, que al parecer es un personaje de ficción y que por si fuera poco desapareció de la circulación o del tonal como dice Castaneda en su libro El segundo anillo de poder.

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