lunes, 15 de abril de 2019

LA REBELIÓN DE LOS LIBROS XIV




Así pude enterarme de las miserias y mezquindades de su vida en el monasterio. Con ello no buscaba satisfacer mi morboso deseo de conocer las debilidades de un millonario, algo que todo el mundo ha sentido a lo largo de la historia, no así en lo referente a la intimidad del común de los mortales, proletarios y desheredados de la fortuna, cuyas vidas no interesan, no han interesado y nunca interesarán, ni siquiera en el futuro, mi presente y el futuro que vendrá desde mi presente. Es injusto, lo sé, pero no pude evitar dejarme llevar por el morbo, algo que me permitió acceder a datos que si bien en su mayoría eran irrelevantes, otros, en cambio, resultaron, a la postre, muy prácticos para afrontar ciertos vericuetos del futuro que nunca está escrito, no nos olvidemos, y menos cuando tú estás actuando en el pasado, presente para ti.

Tras la cena nos retiramos a la celda, la del millonario Slictik, que me permitió quedarme a dormir en el suelo. Hubo un poco de mala leche, mal café y ningún croissant en el desayuno, pero lo que nunca supo el bueno del millonario Slictik, que durmió como un tronco, roncando como una locomotora vieja y asmática, es que yo llevaba la cápsula del tiempo, invisible y levitando sobre mi cabeza, como un caracol lleva la casa a cuestas y allí, invisible para los ojos de la carne, dormí, cómodo, relajado y a salvo de cualquier asalto. Por la mañana tuve que despertar a Slictik que continuaba roncando. Como ya era tarde para sus planes, decidió no desayunar y tras vestir un cómodo chándal salimos al exterior donde ya llevaba un rato esperando el bueno del chofero Baldomero. Iniciamos el camino hacia su laboratorio y en cuanto Slictik terminó de despertar se puso a charlar como un sacamuelas. Antes me hizo un preámbulo un tanto surrealista. Por lo visto le importaba un pito que todo el mundo supiera de sus intimidades más íntimas y miserables porque iba a morir muy pronto, tanto que no sabía si al final acabaría conociendo a su hijo predilecto, el robot Torre de Babel. No le importaba contarme todas las mezquindades de su vida, porque como iba a morir…Me temo que esa no era la única razón, yo intuía ya que no iba a salir del laboratorio, por lo que Slictik no sentía la menor preocupación de que contara lo que él me iba a contar a los cuatro vientos. Como ya había previsto semejante reacción, el millonario era muy predecible, mi casa-caracol y cápsula del tiempo, levitaba sobre la limusina de Baldomero, invisible y segura, no caería sobre el vehículo y nuestras cabezas, así la atacara un ciclón.

El millonario Slictik comenzó a hablarme de su proyecto de robot literario como hablaría un profeta de la misión que le fuera encomendada por el mismísimo Dios. Solo que en este caso el dios era el propio Slictik, dios y profeta en uno. Estaba obsesionado con pasar a la posteridad por algo bueno, porque por algo malo seguro que ya pasaría. Lo dijo con un cinismo que me hizo temblar. Sin duda era un hombre vanidoso, narcisista, megalómano y con un punto de psicopatía realmente peligroso. Consideraba su obra literaria lo mejor de sí mismo, lo que no solo es discutible sino que podría ser lo contrario, que fuera lo peor de sí mismo. Pretendía la creación de un robot con materiales indestructibles, salvo que fuera atacado con un racimo de bombas atómicas, H, o lo que se inventara, sino se había inventado ya. Eso no le importaba mucho porque si no quedaba ningún humano para alabar su magna obra literaria, la supervivencia del robot le importaba un comino, y no estaba dispuesto a crear una nueva humanidad de robots indestructibles que sobreviviera a cualquier guerra nuclear y se expandiera por toda la galaxia, siguiendo el sueño de Asimov.

De estos proyectos megalómanos pasó a su vida privada, contándome intimidades que estoy seguro no había contado a nadie más. Es más que posible que el tiempo que llevaba aislado en el monasterio sin hablar, salvo a escondidas y con algún monje de moral laxa, porque todos seguían la famosa regla de “ora et labora et taces”, le estuviera llevando a hablar por los codos, con los codos, y sin parar. También el madrugón, porque al parecer dormía hasta que le despertaba el hambre. Yo escuchaba pasmado sus confidencias. Una alarma saltó en mi cerebro, porque un millonario como Slictik no cuenta sus intimidades a nadie sino está pensando en encerrarlo en un búnker para siempre. Puse en modo activo la comunicación con mi artilugio para viajar en el tiempo, por si necesitara salir pitando y sin hacer stop. No voy aquí a desvelar todas estas intimidades, ni siquiera alguna. Es lo que tiene el tiempo que una vez pasado el suficiente a nadie le interesa nada de la intimidad de los que vivieron en el pasado, ni siquiera a los que pasaron a la historia, ni siquiera a los historiadores que se centran en los grandes “fechos” que diría Don Quijote, pero a quienes importa poco cómo eran estos personajes en la intimidad, al contrario que al común de los mortales que nos importa un comino sus grandes hazañas pero nos entusiasmaría saber cómo eran en las distancias cortas. Nos lo imaginamos, visto lo que dice la historia, pero no tenemos confirmación.

El búnker slictiano estaba a una distancia suficiente como para que me pudiera contar su vida íntima en cien capítulos y un prólogo. Me sentí tenso, agobiado, desesperado, prisionero de un señor feudal de horca y cuchillo, sudé resquemor por todos los poros y cuando iba a decidirme a llamar en mi ayuda al artilugio para el viaje en el tiempo y largarme con viento fresco, llegamos al búnker y todo se precipitó, ya no tuve tiempo para nada que no fuera centrarme en lo que estaba pasando. El chofero Baldomero aparcó la limusina en un valle rocoso cercano a un paisaje desértico donde ni los coyotes se molestaban en aullar, y tras abrir la puerta al millonario, quien me la abrió a mí, con gran sorpresa por mi parte, tocó algo en una roca, salió una cámara como el cuco de un reloj de cuco, le examinó la retina y silenciosamente comenzó a abrirse la pared de roca, lo mismo que en la cueva de Aladino.



Una rampa bien asfaltada penetraba en el interior de la roca. El millonario Slictik me pidió que volviera a subir a la limusina, él hizo lo mismo, y con el chofero Baldomero al volante penetramos en el búnker como si fuéramos los reyes del mambo, en expresión coloquial facilitada la IA conectada  a mi oído por un implante cloquear en el interior de mi oreja. Slictik me miraba, deseoso de advertir mi pasmo ante semejante obra de ingeniería. Tuve que disimular aunque aquella magna obra o magnum opus no le llegaba ni a la suela del zapato a cualquiera de las “parvi operis” de mi tiempo.

La limusina fue aparcada en su plaza de garaje correspondiente, garaje repleto de toda clase de vehículos necesarios para una evacuación veloz y de maquinaria imprescindible para el funcionamiento del laboratorio. Un poco más allá, en un hall circular, suelo y estatus de mármol de Carrara, limpio y brillante como una patena, le esperaba una comisión de personajes y personajillos, lameculos de vocación, que se inclinaron ante Slictik, prodigándole toda clase de bienvenidas y halagos. El millonario me miró, me presentó a sus monaguillos, y les pidió que iniciaran ipso facto una completa y detallada inspección de las instalaciones. Así lo hicieron situándose en una comitiva perfectamente jerarquizada, los primeros delante y al lado de Slictik y los segundones a la cola. La inspección duró menos de lo que yo esperaba porque nuestro simpático millonario corría que se las pelaba –expresión facilitada también por la simpática IA- a pesar su obesidad grasosa y poco ejercitada. Hice ver la impresión que me producía con sonidos expresivos tales como Oh-Oh, Ah-Ah, y varios más, puse caras tan expresivas como efusivas, entusiastas y vehementes que el rostro de Slictik era todo un poema de satisfacción. En realidad y con mucho disimulo yo buscaba posibles salidas, cámaras de seguridad, medidas de seguridad, guardias de seguridad y todo aquello que me permitiera intuir los detalles ocultos que los locuaces monaguillos no me iban a decir.

Llegados al descomunal y desmesurado laboratorio nos pusimos todos las batas, lo que no las llevábamos puestas, batas blancas por supuesto, y al entrar en su interior el millonario Slictik se nos adelantó a todos, a pasitos tan cortos como veloces y se fue directo a un robot que permanecía recluido en una jaula de cristal a prueba de misiles, tocó algo en su reloj de pulsera y un cristal se deslizó sobre sus goznes permitiendo la entrada como un cohete de su amo y señor. Se abalanzó sobre referido robot y lo abrazó, lo besó y se dirigió a él con frases tan cariñosas como las que uno emplearía con un niño o un gato, pongamos por caso. Pude observar, sin disimulo, porque ahora todo el mundo miraba al millonario con la boca abierta, que el rostro del robot parecía el rostro de Slictik en una etapa más temprana de su vida, es decir parecía más atractivo y simpático, luego cambió a otros rostros que pude intuir eran los de sus personajes, en la faceta oculta de escritor del millonario. No me detuve mucho en este sorprendente hallazgo algorítmico, porque me interesaban más otros detalles robóticos, tales como el material del que estaba hecho, su aspecto claramente antropomórfico, y sus reacciones robóticas a la expresividad humana de Slictik. Interesante, pensé, muy lejos de los avances robóticos y en inteligencia artificial de mi época, pero desde luego para quitarse el sombrero, lo que elevó mi apreciación de los ingenieros contratados por el millonario desde un cuatro o un cinco hasta un siete o un ocho.

Tras el abrazo cordial, Slictik invitó a su criatura frankestina o frankestiana o como se dijera, a salir de la jaula de cristal y seguirle hasta una pequeña plataforma o escenario. Allí fue invitada a mostrar los diferentes personajes, historias, novelas, relatos, poemas y todo lo escrito por el escritor Slictik, que era mucho, casi todo inacabado, y, a mi humilde juicio literario, bastante pobre y de poca calidad. Lo que hizo con pasos y movimientos humaniformes y con diferentes voces, a cual más curiosa y ridícula, lo que no hizo reír a sus adláteres y correveidiles, pero que a punto estuvieron de traicionarme, me vi obligado a pellizcarme con fuerza los muslos y a oprimir las mandíbulas como un bebé rebelde que se negara a comer la papillita de mamá.



Tras el espectáculo el robot, a quien Slictik llamó Torre de Babel, con voz tierna, fue recluido en su jaula de cristal y todos nos fuimos a comer a un amplio comedor, con los techos muy altos y donde las voces resonaban como en un buen auditorio de música. Así pude escuchar conversaciones que de otra forma me hubieran pasado desapercibidas. Todos se preguntaban quién era yo, y cuando alguien a quien el millonario le había confiado mi supuesta misión, tal vez el jefe de su laboratorio, le dio la respuesta al más próximo, éste la transmitió al resto de la concurrencia que así supo que yo iba a colaborar en la programación algorítmica de Torre de Babel, transformándolo en la IA más avanzada de la historia de la humanidad. Cuando el cotilleo llegó al último de la fila, todos enmudecieron y se produjo un silencio ominoso que Slictik rompió con un sonoro eructo. Entonces no sabía, lo supe luego, que al día siguiente era el cumpleaños del escritor, que estaba muy orgulloso de haber nacido en el día del libro, como si eso fuera mérito suyo. En lugar de mantenerse a ayuno y abstinencia para poder digerir al día siguiente el banquete que había encargado, el día anterior, o sease, hoy, se estaba poniendo como un marrano, con perdón de los marranos. Nunca olvidaré aquel repugnante día, o sease, mañana, en el que vi a Slictik comer como un cerdo en el día de su cumpleaños y emborracharse hasta convertirse en un beodo que lo ve todo, y doble y triple. Y puedo hablar en presente porque para los viajeros del tiempo no hay pasado ni futuro porque en cualquier momento los transformamos en presente.

Tras la llegada y la comida el millonario Slictik se retiró a su escondido dormitorio para echarse la inevitable siesta. A pesar de lo discreto de la situación del dormitorio y de que estuviera insonorizado, sus ronquidos de locomotora vieja y asmática, hacían retemblar las paredes del búnker. Aproveché el pasmo de sus habitantes para solicitar muy educadamente de los anfitriones me permitieran supervisar todo lo que llevaban realizando hasta el momento en la criatura frankestina de Slictik. No hubo la menor oposición teniendo en cuenta que el millonario me había presentado como un maravilloso ingeniero informático que aportaría sus prodigiosos conocimientos a su amado nene Torre de Babel. Me dieron todas las facilidades para comprobar planos, esquemas, programas, materiales empleados en el hardware y los algoritmos, en fase de prueba, que regirían la vida de aquel robot, tan feo como su amo. Eso me permitió hacerme una idea de por dónde iban los circuitos y de introducir subrepticiamente una programación soterrada y unos algoritmos muy complejos e indetectables. Tuve paciencia para esperar que me dejaran solo, una vez que observaron que no les hacía preguntas ni advertía su presencia, supuestamente concentrado hasta el éxtasis en sus mágicos logros. Aburridos se fueron marchando. Aproveché mi soledad, aunque consciente de la segura vigilancia de las cámaras de seguridad, para insertar en el cerebro de la Inteligencia Artificial el algoritmo que llevaba preparado y que me transmitió la IA del artilugio invisible que me había transportado hasta allí.


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