domingo, 7 de abril de 2019

LUIS QUIXOTE Y PACO SANCHO X

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Más le hubiera valido a Sancho no mencionar el escote de Dulcinea, porque el caballero andante y recatado que era Quixote se sulfuró como una fumarola de ácido sulfúrico y levantándose con una agilidad y fortaleza impropia de su escuálida figura procedió a endilgarle un discurso propio de los libros de caballería:

-Malhadados tiempos, amigo Sancho, en los que no se respeta a las damas, hablando de ellas como si fueran muñecas de cartón o muñecas hinchables a las que se puede vestir con indecencia y utilizar como mozas de mesón en manos de cuadrillas de carreteros o camioneros. Tiempos oscuros aquellos en los que las damas tienen que vestir ocultando sus cuerpos de la cabeza a los pies, como si fueran pecaminosos, y hasta un escote de tres al cuarto suscita incontrolables pasiones lujuriosas y las damas son acosadas y abusadas y rebajadas a casquivanas mozas del partido. Tiempos miserables, aquellos en los que las damas deben salir a las calles gritando por sus derechos y libertades y en los que cualquier bruto, carretero o no, cree tener poder sobre sus esposas y parejas, hasta matarlas diciendo frases inspiradas por demonios recién salidos del infierno, como aquello de “la maté porque era mía”. Tienen toda la razón las damas que reclaman compensaciones por toda una historia de entuertos y esclavitud, donde fueron tratadas peor que animales, y yo, como caballero andante en estos tiempos terribles pondré mi fuerte brazo, mi espada y mi lanza a su servicio y quebraré sus cráneos como si fueran calabazas…

Y así hubiera seguido y continuado el bueno de Luis Quixote si Paco Sancho, acuciado por la necesidad de moverse debido a los efectos de las malhadadas hierbas que había trasegado junto con la comida, amén de otros efectos igualmente molestos, no decidiera, como decidió, echarse a su amigo sobre la espalda y arrastrarlo hasta el comienzo del camino de tierra, donde habían abandonado sus cabalgaduras. No es mi pluma tan fina y sutil como para describir con pelos y señales y poético lirismo la estampa que ambos dos trazaban sobre la sedienta llanura manchega, necesitaría de los artilugios modernos que copian la realidad como un suelo arcilloso la suela de un zapato, tales como la cámara fotográfica o de vídeo o la cámara de cine o todo ello en un diabólico artilugio al que llaman móvil, y más aún necesitaría la creatividad y dominio de la técnica de los buenos fotógrafos o cineastas. Como no dispongo de ello, diré solamente que la estampa no podía ser más esperpéntica, un chaparro con un hombre enjuto a sus espaldas, portando así mismo todo lo que antes había llevado desde las cabalgaduras para un banquete rústico. Sólo los efectos alucinógenos pudieron ayudar al chaparro a llegar junto a las cabalgaduras con semejante carga. Y digo bien cuando digo cabalgaduras, porque la ingestión de las hierbas había trastocado la mente de un hombre tan realista que ni siquiera gustaba de ver películas o programas televisivos porque pensaba y bien pensaba que nada que no se pudiera tocar o embaular en el estómago podía ser real, y que ahora estaba dudoso entre describir sus cabalgaduras como vehículos a motor de dos ruedas o jamelgo y pollino, porque si bien la alucinación comenzaba a ser muy creíble, no lo era tanto como para no distinguir la vieja Harley-Davidson de su amigo, adelgazada por todos los robos de piezas que había sufrido a lo largo de su dilatada vida, los pocos arreglos y menores cuidados recibidos y el achatamiento de golpes y más golpes, tanto de accidentes como de vándalos que nada respetan, ni siquiera la tecnología, de su vieja vespino, que aunque muy vieja y mal cuidada, era querida por Paco Sancho como lo más preciado de su vida, a la que abrazaba y daba besos en cuanto volvía a verla tras un corto alejamiento. Como ocurrió también esta vez, porque en cuanto dejó a su amigo apoyado en su cabalgadura y regresó mochila y demás enseres a su sitio, se abrazó a la vespino como a una tierna hija y la abrazó y besó hasta cansarse.

No puedo describir lo que ocurrió a continuación porque aunque lo viera y palpara no me lo creería. Lo cierto es que por algún fecho mágico de algún mago bondadoso, ambos quedaron sobre sus cabalgaduras, ambos arrancaron las motos, que motos eran y no jamelgo y pollino, y se dispusieron a continuar por la carretera, en la dirección a que apuntaban las cabezas de sus cabalgaduras, que bien hubieran podido seguir en sentido contrario porque ya sus cabezas no eran capaces de situarse en el tiempo ni en el espacio. Por suerte para ambos la baqueteada carretera comarcal aparecía desierta, como era natural a la hora de la siesta, lo que les permitió ocuparla en su totalidad, Luis Quixote haciendo eses como si hubiera alimentado a su cabalgadura con vino de Valdepeñas y no con gasolina y Paco Sancho, juguetón, festivo y jovial, tratando de adelantar a la cabalgadura de su amo, ocasión única que nunca más verían los tiempos. Y digo bien cuando digo cabalgadura porque para el bueno de Sancho eso era ahora su vespino, un pollino trotón y traviesillo. Semejante alucinación no resultaba insólita para su amo, porque así lo veía ahora Sancho, que siempre creía ir montado en Rocinante y cuando se había fumado muchas hierbas, hasta lo veía como un clavileño volador.

De esta guisa continuaron su viaje a parte alguna, en medio del desierto y el silencio y con un sol abrasador. Luis Quixote continuó con su largo discurso sobre las damas y malandrines de estos tiempos y Paco Sancho no cesó de interrumpirle para preguntarse por la famosa ínsula prometida. Aunque este buen labriego –así se consideraba en su delirio- nunca había leído el Quijote, su amo sí había desentrañado hasta la última coma, porque en cuanto que perdió la chaveta y le dio por considerarse un nuevo Don Quijote de la Mancha, se lo había leído de claro en claro y de oscuro en oscuro, días y noches, en cuanto tenía la oportunidad de echarse en un catre a descansar, que no lo hacía sino que ocupaba su mente en repetir, en tono moderno, las mismas fazañas de su distinguido y honrado antecesor, un hidalgo bondadoso que fue llamado en su tiempo Alonso Quijano el bueno y así murió.

No es para ser descritas las alucinaciones que produjeron en estos dos hijosdalgo las miríficas hierbas, baste decir que el tiempo pasó y cuando el sol declinaba y comenzaba soplar un vientecillo molesto aunque refrescante, fueron apareciendo por la carretera extraños monstruos a quienes algunos llaman tractores, que tuvieron que lanzarse a la cuneta y detener su andadura, para evitar lesivos accidentes de aquellos dos locos que farfullaban incoherencias y a quienes los tractoristas pusieron de chupa de dómine.

No sé sabe, al menos no lo sabe este cronista, si fueron los jinetes de estos extraños monstruos los que dieron el aviso al puesto más cercano de la guardia civil o tal vez fuera alguno de los muchos magos enemigos de Luis Quixote, los que aparecieron por allí, algo poco habitual, extraviados por el destino o por las órdenes de algún comandante traviesillo. El caso es que, jinetes verdes, en sus portentosas cabalgaduras llegaron una pareja de guardias civiles, quienes al verlos deambular de semejante guisa les dieron el alto, les pidieron los papeles, que ninguno de los dos logró encontrar, y tras hacerles soplar una y otra vez dedujeron que el flaco iba hasta las meninges de marihuana y que el gordo aún iba peor porque había trasegado el buen vinillo de la tierra. Fueron multados, les quitaron no sé cuántos puntos del permiso por puntos, les precintaron las cabalgaduras y les aconsejaron que no se movieran de allí, durmiendo la mona mientras llegaba la grúa.

Continuará

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