lunes, 16 de octubre de 2023

DIARIO DE UN GIGOLÓ VI

 


Tal vez se debiera a esa confusión que me perdiera por calles que conocía muy bien y en lugar de seguir en línea recta hasta mi destino, de regreso al piso que compatía con varios compañeros de universidad, terminara frente al pub de Paco, también llamado The Saylor o tal vez fuera Popeye, the saylor, porque mis ojos se fijaron más en un letrero que colgaba de la puerta que de las luces de neón que parpadeaban como si fueran bizcas. En letras manuscritas mayúsculas aquel letrero decía: SE BUSCA CAMARERO, PREGUNTAR EN EL INTERIOR.

 

Aquello me dio una idea. Estaba ya harto de hacer de portero de discoteca, recibiendo todos los golpes e insultos que se les escapaban a aquellos energúmenos y ninguna solicitud de compañía por parte de las chicas que frecuentaban el antro, –item más- habida cuenta de que el dueño de referido antro había desestimado mi solicitud de ascenso a relaciones públicas, un cargo más adecuado a mi prestancia, mi cultura universitaria y mi necesidad de cobrar un poco más, la posibilidad de cambiar de oficio que me estaba ofreciendo el destino… me pareció de perlas.

 

Me colé en el interior, pensando que por mal que me fueran las cosas no me irían peor que en la fiesta, y al menos me podría tomar una cerveza o una “copichuela” para el camino. Me sorprendió la decoración. Lo más que había esperado era un poster de Popeye o un barquito dentro de una botella en alguna estantería. En realidad todo el interior semejaba la proa de un barco, con el timón en su sitio, las paredes decoradas en madera y repletas de artilugios marineros, brújulas, sextantes y todo tipo de objetos cuyo nombre y utilidad ignoraba, como buen marinero en tierra que era (acababa de leer el poemario de Alberti). Incluso pude observar la existencia de pequeños camarotes, sin duda lugares íntimos para que las parejas necesitadas pudieran darse un ligero achuchón, algo así como un beso a hurtadillas, porque no estaban los tiempos para otras cosas en los lugares públicos.

 

Sin ninguna prisa, observando el entorno como un detective que se introdujera en la boca del lobo para investigar la mala vida de la esposa de su cliente, me acerqué hasta la barra, donde pedí una cerveza negra. Un hombre, mitad oso, dada su envergadura, y mitad humano, a juzgar por su tripita cervecera, se acercó hasta el lugar donde me había aposentado, con una sonrisa servicial en la boca.

 

-¿Qué va a ser?

 

-Una cerveza negra.

 

-¿Cualquiera?

 

-Cualquiera.

 

Me sirvió una jarra.

 

-A esta invita la casa.

 

-¿Y eso?

 

-Me da en la nariz que vienes a algo más.

 

Me enfadé un poco por su soberbia de creerse capaz de leer mis pensamientos.

 

-¿Cómo a qué? Si puede saberse.

 

-No te enfades, chico, ¿no has visto el letrero en la puerta?

 

-Así es, pero cómo puede saber que me interesa.

 

-Pareces universitario y perdona que te lo diga así, pero también se te ve como necesitado de redondear tus ingresos.

 

Me miré la ropa. Llevaba la camisa desgarrada y con manchas, tal vez de la copa que alguien me arrojara por encima. Eso me ablandó un poco.

 

-¿Sigue en pie la oferta?

 

-Pues claro. Si tuviera camarero ya habría retirado el cartel. ¿No crees?


De esta manera se inició mi relación con Paco. Así dijo llamarse mientras me tendía su manaza de oso.

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