lunes, 8 de abril de 2024

EL BUSCADOR DEL DESTINO XI

 


Me paso el resto del día en la cama, con dolor de vientre. Me gustaría bajar a la cocina y prepararme una infusión, pero me dan miedo las escaleras, no porque pueda caerme de culo, rebotaría, sino de cabeza, tengo la cabeza dura, pero no tanto como para rebotar en la piedra. Busco las noticias en el móvil. La ola de calor se acerca, cada vez está más cerca, y yo no he comprado ni un mísero ventilador de bolsillo. Lo voy a pasar mal, peor de lo que lo estoy pasando ahora. Me pongo de costado, primero del derecho, luego del izquierdo, luego boca arriba, no me pongo boca abajo por miedo a oprimir el vientre. Las horas pasan, se acerca la noche y no tengo ni pizca de hambre. Pero los gatos sí, oigo maullar afuera, en el jardín y también a la gata que cuida de sus gatitos en casa. Voy a tener que levantarme y eso no me hace ninguna gracia. Lo pienso, lo repienso, lo vuelvo a pensar. Al fin lo hago. Bajo las escaleras con cuidado. Esto no son vacaciones. Antes que nada, caliento agua y me preparo una infusión de manzanilla a la que hecho una bolsita de te verde y otra de tila. No tengo ni idea si estas combinaciones son buenas, posiblemente no, pero me sigue doliendo mucho la barriguita. Dejo que pase el tiempo y la infusión vaya enfriando. Me la tomo con parsimonia, con una calma budista Cuando termino decido dar pienso a los gatos. Salgo al jardín y con un saquito de pienso voy llenando los comederos. Observo que el gato Silvestre anda danzando por allí y es el primero que se pone a comer. Luego llegan otros. Con el tiempo los bautizaré por tribus, porque no se me ocurren nombres particulares para cada uno de ellos. Están los grisines porque todos son grises, los tigrines o tigretines porque son pardos, a mi se me parecen a tigres chiquitines. Puede que no se parezcan pero yo decido llamarlos así y me hacen caso porque vienen a otro comedero. He decidido poner un comedero por tribu, luego me daré cuenta de que no es suficiente y de que no todos los miembros de las tribus se llevan bien. Hay algún que otro blanquito. ¿Cuántos gatos hay en este pueblo? No los he contado y me da pereza contarlos. Me siento en un banco de madera del jardín y enciendo un pitillo. Puede que no sea bueno para el dolor de tripa, pero que le den a la tripa. Me importa un comino pasarme la noche desvelado. Me siento mejor. Será la infusión. Hace calor, pero no tanto. Se acerca la noche y sopla luna brisilla agradable. Se está bien aquí. No pienso pasarme la noche asomado al balcón por si vuelven las vacas y tiran otra vez la valla y me ponen el jardín perdido. Que les den a las vacas, al jardín y sobre todo a mí. Que me den lo que sea, me importa un carajo. Apenas he comenzado las vacaciones, acabo de llegar al pueblo y ya estoy harto. No sé de qué, de todo. Cuando pienso en la suerte que tengo me dan ganas de escupir gargajos sobre todo lo que pase cerca. Por desgracia para él pasa Silvestre y se lleva un gargajazo color tabaco. Sale corriendo, se sube al muro y me mira con malas pulgas, pero vuelve a su comedero que está ocupado con otro gato. Se pelea y el otro sale con el rabo entre las piernas. Esto de dar de comer a los gatos va a ser un problema. Sigo sentado. Enciendo otro pitillo. El tabaco me va a matar, espero que lo haga pronto. No me apetece leer, tampoco escuchar la radio, no me apetece nada. Sigo sentado. Se acerca la noche, debo pensar en cenar algo No se qué, con el dolor de tripa que tengo. El sol se oculta, los gatos han terminado el pienso. Algunos se van, otros se quedan merodeando por allí. Siento una especial ternura hacia ellos. Sentiría aún más ternura por alguna mujer, pero no hay ninguna mujer en mi vida. No sé por qué me pongo romántico, tal vez porque tengo un pico de libido. Siempre he pensado que todos los males se me curarían si tuviera una mujer que me diera cariño y un poco de sexo. No pido mucho, solo un poquito, una pizquita de nada. Empiezo a sentirme realmente mal. No por la barriguita que sigue como antes, sino por lo desgraciado que me siento. Maldigo a la vida, maldigo al destino, maldigo a todo lo que se ponga por delante. Esta vez es un grisín que se me queda mirando como si la maldición no fuera con él, y en verdad que no va por él, pobrecito. Ninguna mujer me quiere y yo las quiero a todas. No hay derecho. Esto se me pasaría con un buen polvo, Pero aquí el único polvo que voy a tener es el polvo del camino. Se ha levantado un viento fuerte que arrastra el dichoso polvo. Decido levantarme y regresar a casa. Me acuerdo que no he dado de comer a la gata. Los gatines comerán de ella, pero ella tiene que comer mucho y bien o no podrá alimentar a esos tragones. Subo pienso y unas lonchas de jamón de York. No puedo pasarme el día subiendo y bajando las escaleras. Tendré que hacer una lista de lo que tengo que subir y bajar, porque de otro modo voy a hacer tanto ejercicio que bajaré de peso. Con mi memoria mejor lo anoto en la agenda del móvil, pero luego me olvidaré de consultarla cada vez que vaya a subir o bajar.

Los gatines se esconden en el armario, he dejado la puerta abierta. La gata mantiene una distancia de seguridad, pero cuando echo el pienso en su comedero y las lonchas de jamón en trocitos hace como que se va a acercar, pero espera a que yo me aleje. Lo hago. Regreso al dormitorio y a la cama. Allí se me ocurre que podría cenar una sopa de arroz, respiñada, como decía papá, con aceite un poco de ajo y una cucharadita de pimentón. Algún sabihondillo me diría, si estuviera por aquí, que eso es malísimo. Mejor arroz blanco a secas. Vale, tiene razón, pero a mí me apetece así el arroz. Luego puedo hacerme un té verde con limón y santas gárgaras. A la mierda con todo. Quiero morir, quiero morir y quiero morir. Pero antes me voy a hacer el arroz. Caliento agua, echo una pizca de sal, cuando el agua borbotea echo el arroz. Saco una sartén pequeña, echo aceite, pelo un ajo y lo parto en rodajitas. Veo que he comprado pimentón, menos mal que no se me ha olvidado, porque yo sin pimentón no soy nada.

Me como tan ricamente el arroz, una vez cocido y respiñado. Me sabe a gloria, pero mucho me temo que no le sentará bien a mi barriguita. Seré bruto, más que bruto. Pongo agua a calentar para hacerme la infusión y salgo fuera. Dejo la puerta abierta y me siento en otro banco y enciendo un nuevo pitillo, de morir que sea por algo y cuanto antes mejor. Me sabe bien el pitillo. Veo a un grisín que se acerca a la puerta, pero no se atreve a entrar. Solo faltaba que se me colaran todos los gatos en casa. Tendré que automatizar eso de cerrar la puerta cada vez que salgo. Pero juro que esta noche no voy a vigilar desde el balcón por si vuelven las vacas. Que les den a las vacas y al jardín. Y si me tiran otra vez la valla, que le den a la valla. Ha caído la noche. No se ha roto la cadera de milagro. Entro, me tomo la infusión, cierro la puerta y subo las escaleras. De momento no entro en el servicio. Saco una silla al balcón otro pitillo más. Parece que la barriga se ha entonado, no hay como no ser políticamente correcto y hacer lo contrario de lo que piensa la mayoría de la gente. Se está bien allí, al fresquito. Ya veremos cuando llegue la ola de calor. Mañana será otro día, espero terminar la reparación de la valla antes de que llegue la ola, y sino que le den a la valla, a la ola y a mí, que me voy a dormir y espero pasar buena noche.

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