domingo, 17 de julio de 2011

Kawabata, el burocrata







EL CIRCO DE SLICTIK PRESENTAAA

KAWABATA, EL BUROCRATA.

NARRADO POR JUAN MARTINETE, EL INTERPRETE.


No tendré vidas suficientes para agradecer lo bastante a mi sino, un buen amiguete, el haberme concedido esta desmesurada afición por la cultura japonesa que, con el paso del tiempo y mucha suerte, me permitiría convertirme en el secretario particular del gran Kawabata; el más excelso burócrata que conocerán los siglos, los años, los meses y los días del futuro, quien nos aguarda, el futuro, al final de la calle, sin prisa, riéndose de nosotros, pobres pardillos que no sabemos nada, cuando él lo sabe todo.

Gracias a una beca del gobierno español, cuya gentileza reconoceré en debida forma un día de estos,pude estudiar en el Japón su hermosa lengua, en la que me doctoré con felicitación especial de mi profesora, la madre de Amako, una preciosa jovencita que con el tiempo se instalaría en España, teniendo un papel muy destacado en esta historia.

Sin falsa humildad poseo un montón de títulos, lo que me hace a todas luces una persona importante en cualquier situación en que llegue a encontrarme en la vida. A esta pardilla, a la vida, se la engaña facilmente, basta con sacar el título correspondiente de tu maletín y colocártelo entre los dientes como un amuleto. Luego esperas que no pase nada malo. La vida suele respetar bastante los títulos. De hecho fue esta la manera y no otra como logré llegar a interprete de la O.N.U., traductor muy solicitado de literatura japonesa, conferenciante bohemio y experto consultado-por-todo-el-mundo. Tengo tanto prestigio que muchos se hicieron de cruces cuando decidí abandonarlo todo para convertirme en secretario particular de un desconocido hijo del Sol de oriente. Kawabata acababa de obtener la nacionalidad española tras unos años duros años de tortilla de patata, jamón serrano, ver al Madrid en el Bernabeu (que disculpen los seguidores de otros equipos, Juan Martinete es del Barça) y tocar palmas en juergas flamencas.



Claro que no sólo le atrajo la juerga. Amako había arribado ya a estas costas, buscando huellas de la poesía de Lorca, la música de Joaquin Rodrigo y otras muchas exquisiteces de la cultura española, y terminó poniendo un centro de cultura oriental en Barcelona. Allí enseñaba el masaje shiatsu, la meditación zen, yoga y otras prácticas de oriente, exceptuando artes marciales por considerar que el occidental únicamente ve en ellas su faceta violenta. Kawabata -permítanme desvelar uno de sus íntimos secretos- también llegó a este país tras la dulce Amako, de quien estaba enamorado a la discreta manera japonesa.

Nuestro amigo era y es un experto de primera fila en la dura disciplina de la economía. A su llegada a nuestro terruño se lo rifaron las empresas más selectas. Fue asesor de los principales holdings nacionales, sobre los que iba saltando como un cangurito gentil. Este trasiego se debió a las presiones de los Consejos de administracción que le pedían una y otra vez la fórmula mágica para librarse de Hacienda-somos-todos. Su honradez de samurai se sintió herida ante semejante desvergüenza y cuando logró al fin adquirir la nacionalidad española, lo primero que hizo fue ofrecerse a la administracción pública de su nuevo país para acabar con el fraude y la corrupción. Hubiera aceptado hasta un cargo de inspector de Hacienda con tal de librarse de aquellos buitres de las finanzas.

Una vez estudiado su prestigioso curriculum fue nombrado por el Consejo de ministros como bombero en la sombra. Su misión era la de apagar el fuego de los conflictos administrativos y convertir la administracción española en espejo del mundo civilizado. Se le enmascaró como asesor de la presidencia, lo que le permitía pasar desapercibido y estudiar desde la sombra el gigantesco mecanismo burocrático de la administracción central, autonómica y local. Sus pesquisas llegaron hasta el sagrado hogar del españolito de a pie. Nada escapó a su impasible mirada.

A pesar de su ingente tarea -y gracias a su método estricto y sabio de llevar el trabajo- pudo gozar de mucho tiempo libre que aprovechaba para viajar a Barcelona en el puente aéreo. Se quedaba las horas muertas con Amako, dejándose enseñar un poco de todo y un mucho de nada. Fue esta deliciosa criatura quien le presentó a un gigoló español, que se hacía llamar Johnny, y a su madame o celestina, llamada Lily. Kawabata, soltero recalcitrante, echaba de menos la atención exclusiva y exquisita de sus geishas. Amako había conocido a este gigoló de forma totalmente accidental. Al parecer corren por ahí unas memórias apócrifas de este curioso gigoló, de las que no voy a decir ni una palabra más por lo escabroso del tema.

Kawabata trabó conocimiento con Johnny y Lily en una cena informal. Esta última se comprometió a presentarle a sus mejores pupilas y a causa del tiempo extra que dedicó a las mismas es por lo que entra en escena un servidor de ustedes, Juan Martinete, interprete y secretario, mayordomo y lo que se tercie. La embajada de España en Nueva York se puso en contacto conmigo para ofrecerrme dejar el sustancioso sueldo en la O.N.U. por otro menos sustancioso como secretario y factotum de Kawabata.

Yo me encontraba muy a gusto en aquella metrópoli, llena de todo lo que tienen las metrópolis, e incluso más, puesto llegué a ser un conocido de Woody Allen (dicen que no es fácil, que es muy suyo). Soy un gran admirador de este humorista, serio donde los haya, así como del Metropolitan Opera House, de Broadway y de toda la cultura neoyorkina. Por eso tuvieron que insistir muy tercamente para que al menos aceptara un viaje en Concorde hasta Barcelona, donde sería presentado a Kawabata. Desde luego que iba decidido a decir que no, pero ellos habían pensado en todo.

Kawabata es un hombre bastante anodino y además japonés, por lo que teniendo en cuenta la dificultad del occidental para distinguir a unos de otros, la impresión que tuve a primera vista fue más bien borrosa. Claro que también influyó en ello el que mis ojos quedaran prendados de Amako. Desde luego que ella es oriental y todo eso, pero les aseguro que podría distinguir su rostro entre millones de japonesas.

Los cinco, es decir Kawabata, Amako, Johnny, Lily y Martinete, cenamos en un restaurante japonés, donde servían el mejor sashimi de España, cosa nada difícil porque hay muy pocos restaurantes japoneses en este país. Yo no quitaba ojo de Amako y ésta y Lily no lo quitaban de Johnny, por lo que Kawabata y Martinete se vieron obligados a entrar pronto en materia mientras Johnny, un mozo alto, guapote, encantador en sus maneras y exquisito en su cháchara, se ocupaba de las damas. Amako parecía muy enamorada y ello a pesar de lo que dicen de los orientales, que esconden sus emociones en algún bolsillo del alma. No siempre lo que se dice es cierto, pero mi experiencia con Kawabata ratifica este dicho.

La propuesta de Kawabata no me satisfizo mucho, pero cuando éste pidió la ayuda de Amako y Lily me dijo que si me quedaba me presentaría a Anabel, la más maravillosa de sus pupilas, no pude resistirme a la tentación y dije que sí, no haciéndome rogar demasiado, por si acaso. Lo celebramos con una botella de Dom Perignon y de esta manera tan tonta entré en la vida de Kawabata como su secretario particular y factotum, incluso para sus tareas de inspector de la burocracia española. Así inicié la etapa más divertida de mi vida hasta este momento. Y no se sorprendan porque las "fazañas" de este nuevo Quijote, acompañado por el Sanchopancesco Martinete, les harán llorar de risa. Pero esto es ya harina de otro costal y el costal lo tengo yo, por lo que decido empezar la masa otro día. Con permiso de ustedes, naturalmente.

Continuará.

domingo, 22 de mayo de 2011

JUANITO SOLOTOV UN NIÑO FEROZ








JUANITO SOLOTOV, UN NIÑO FEROZ

NARRADO POR SARITA BLANCO, PSICÓLOGA INFANTIL Y PEDIATRA A QUIENES RECURRIERON LOS PADRES DE JUANITO COMO ÚLTIMO RECURSO ANTES DE TIRAR LA TOALLA Y DEJAR QUE SU HIJO SE SALIERA SIEMPRE CON LA SUYA SIN PONER EL MENOR OBSTÁCULO

BREVE INTRODUCCIÓN

Desde muy niña me encapriché con las mascotas. Como mi madre se negaba a tener en casa un gatito o un perrito o un pajarito o cualquier animal que pudiera ensuciar la casa o arañar los sofás y como mi padre, un calzonazos, no era capaz de oponerse a este acto dictatorial de mi mamá, me tuve que conformar con ositos de peluche, perritos, vaquitas y toda clase de animales de peluche que me regalaba mi hermano, mi papá y hasta mi mamá, que con tal de tener la casa limpia no se oponía a invertir parte de los ahorros familiares en lo que ella consideraba mis “caprichines”. En realidad no quería demasiado a mis mascotas y especialmente a un cerdito rosado, de mirada bizca, que era mi preferido. Me lo escondía en cualquier parte, lo torturaba en el tambor de la lavadora, dándole vueltas y más vueltas, amenazaba con arrojarlo a la basura o hacerle toda clase de “picias”.
Mi amor por las mascotas era infinito y mi papá lo compartía, anunciándome en broma que con el tiempo yo llegaría a ser la mamá universal que todo hacía presagiar.
Es curioso porque no me gustaban los niños, me estorbaban, me parecían caprichosos, mal criados y unos auténticos “Hitleritos” sin bigote, a no ser que se lo pintaran con carbón. A pesar de ello mi papá insistía, “erre que erre” en que su hija, cuando fuera mayor, sería una mamá universal como aparecía en el budismo, del que él era tan acérrimo que hasta intentó convertirme a mí.
Mi papá, que tuvo mucho papel en mi vida de niña y adolescente, sobre todo porque no dejaba de perseguirme para que me convirtiera al budismo, para que leyera más, escuchara música clásica o lo que fuera, consiguió que al menos comenzara a leer novelas policiacas o novela negra, como él decía. Curiosamente comenzaron a gustarme estas historias. Luego descubrí en la televisión algunas series criminales que me gustaron mucho. Todo ello con el resultado de que cuando me planteé estudiar psicología quise especializarme en criminología, a pesar de que mi papá insistía, machacón, en que me especializara en psicología infantil, porque así se cumpliría su profecía de que yo sería la madre universal que él predijo desde que yo era muy niña y no levantaba un palmo del suelo.
Me las prometía muy felices dándole a mi papá en la nariz, estudiando criminología y olvidándome para siempre de los niños, “esos feroces pequeñitos”, cuando una serie de circunstancias, que sería muy prolijo narrar aquí, me obligaron a reciclarme y especializarme en psicología infantil y estudiar medicina y hacerme pediatra y dedicar mi vida a los niños.
Al principio lo llevaba muy mal, lo confieso. Sin embargo todo cambió cuando una tarde, que muchos consideraron a “posteriori” como aciaga, un niño enfadado y con un lorito en su hombro entró en mi consulta, acompañado de sus resignados padres. El niño se llamaba Juanito Solotov (el apellido le venía por parte de padre, ruso de nacimiento y nacionalizado español tras casarse con una española, que luego llegaría a ser su desgraciada madre) y tanto sus papás, como en el “cole”, como allí donde se moviera era conocido, como Juanito Solotov, un niño feroz.
Me dije que no sería para tanto y me propuse llevar el caso como uno más, uno de esos casos rutinarios que tanto comenzaban a abundar en mi consulta, de niños rebeldes, casi delincuentes, a los que sus padres, tras años de consentirles todo, no podían controlar. Tampoco sus profesores porque los niños, según la legislación moderna y democrática, no podían ser castigados nunca. La sociedad no sabía qué hacer con ellos, porque eran menores y por lo tanto estaban protegidos hasta la mayoría de edad penal, hicieran lo que hicieran, así mataran a un perrito o un gatito o se “cargaran” a un montón de adultos a cuchillo.
Aún estoy pasmada de lo que ocurrió a continuación y durante los siguientes meses y hasta años, que duró el tratamiento y la terapia. El que no lograra nada de Juanito no me sorprendió, porque lo esperaba, el que sus padres acabaran descargando en mí toda su responsabilidad, tampoco, lo hacían todos los padres en cuanto encontraban la menor ocasión. Lo sorprendente, lo realmente insólito e inaudito fue que yo comenzara a amar a los niños en la persona de Juanito. Teniendo en cuenta que era un niño feroz y que a mí no me gustaban los niños antes de conocerlo, lo ocurrido puede calificarse de “milagroso”.
Pero la historia debe comenzar por sus pasos contados y el primero ocurrió aquella tarde en la que se abrió la puerta de mi consulta, sin haber antes escuchado el golpecito en la puerta de cortesía. No llevaba mucho tiempo ejerciendo como psicóloga y mis posibilidades económicas no eran muchas, razón por la que el despacho era pequeñito y en el pequeño cuadrilátero de la entrada no había una recepcionista o enfermera diplomada que filtrara la morralla que acudía a mi consulta. Mi mamá me había dicho que ahorraría lo suficiente, aunque tuviera que ponerse a pan y agua, para que me pudiera comprar unas sillas y un sofá “decentes” y pudiera pagar a una chica, no muy cara, que me sirviera de recepcionista hasta que mi situación económica mejorara. Por contra mi papá insistía en que yo me las arreglara sola, que ya era mayorcita, y que mi mamá, su esposa, quería seguir malcriándome hasta que fuera una abuelita.
Pero comencemos en el lugar y fecha arriba señalados.

PRIMERA PARTE
DE CÓMO SE ABRIÓ LA PUERTA Y ENTRÓ…

Aquella tarde no tenía citado a nadie y tampoco esperaba pacientes nuevos. Me entretenía leyendo un libro de criminología. A pesar de que las circunstancias me habían empujado hacia donde yo no quería, no había perdido la esperanza de que algún día, no muy lejano, pudiera ir a Quántico, sede del FBI en Virginia, y dedicarme a los perfiles, que es lo mío.
Escuché ruidos en la entrada y me disponía a levantarme y ver quién había entrado cuando la puerta se abrió de golpe, como si la hubiera empujado un elefante, golpeó en el tope de goma, que mi mamá había puesto para “evitar que la puerta diera contra la pared y se produjeran desconchones”, y rebotó hasta dar en la nariz a un pequeño que no se apartó a tiempo.
El “pequeño” o “enano feroz” no era otro que Juanito Solotov. Quien dejó escapar una palabrota que me puso colorada, y eso que a mí me ponen muy pocas cosas colorada, desde que decidiera, hace ya años, dedicarme a la criminología.
El niño llevaba un extraño pájaro en su hombro, que luego comprobaría era un lorito, solo que pintado de un color “caca” que no le pegaba nada al pobre animal. Lo había pintado así aquel mequetrefe en cuanto se enteró de que sus padres lo traerían a una terapeuta de “prestigio”. Esto último lo añado yo, para ironizar un poco y quitarme de encima el estrés emocional que me produce rememorar semejante acontecimiento.
El lorito era tan feroz como su dueño, o más. No solo repitió la palabrota escuchada a su “tutor”, sino que soltó una retahila de vocablos que pusieron encarnadas a las paredes de mi reducido despachito. Por suerte tras estos “feroces animales” entraron dos adultos.
La mamá, una mujer pálida, triste, sin pintar, vestida casi como una Maruja, se arrojó a mis brazos y me pidió perdón hasta embadurnar mi rostro de babas. ¡Qué asco! En cambio el padre permanecía muy quieto, sin mover un músculo, apoyado en el dintel de la puerta. Su discreción era tal que solo al acercarme a la puerta, para cerrarla, advertí su presencia. Le invité a entrar, encajé el lienzo de madera en su sitio y fue entonces cuando me fijé en él.
Me pareció ruso desde el primer vistazo y no sabría decir por qué. Me gustaría pensar que mi olfato psicológico es infalible. Por desgracia no es así. Su aspecto físico me llevó a pensar en alguien de raza eslava y su aparente frialdad en los gestos en un ruso. Cuando habló para presentarse no tuve la seguridad de su nacionalidad hasta que lo mencionó, como de pasada, en un español casi sin acento. El ruso es un idioma bastante peculiar y fácil de identificar, sino fuera porque el ucraniano es parecido y tal vez el letón y …
Aún no me había sentado tras mi mesa de despacho. Estaba colocando un cuadro –en realidad una lámina del test de Rorschach- a la que había enmarcado, con la intención de tranquilizarme un poco, cuando mi nuca se erizó y pude darme la vuelta a tiempo. Juanito se había acercado sigilosamente y estaba a punto de levantarme la falda para verme las bragas. Soy muy discreta en el vestir y llevaba una falda por debajo de las rodillas, así que nada en mi vestimenta podía haberle provocado. Atrapé su mano en el aire y le hice una llave de defensa personal que había aprendido en un gimnasio al que acudía dos veces por semana. Se la retorcí y Juanito acabó de rodillas. Le dije que no le soltaría hasta que me pidiera perdón y así lo hizo cuando comprendió que era la única manera de salir de la tenaza.
-“Pedón”, señorita, “pedón”.
En un primer momento creí que vocalizaba mal, pero luego cuando su lorito, al que como supe después llamaba John Silver El Largo, desató su verborrea, estuve segura, sin el menor género de dudas, de que era una contraseña con el maldito animal. Aquel temible lorito comenzó a llamarme “pendón”, “putón verbenero” y toda clase de improperios. Como ya le había soltado la muñeca a Juanito decidí dejar las cosas donde estaban, aunque su padre no pensó lo mismo. Con sigilosa rapidez se acercó a Juanito por la espalda, le dio un buen coscorrón, le agarró del pelo y le obligó a arrodillarse ante mí.
-O le pides perdón o te arranco el pelo, maldito chaval.
Continuará.

martes, 17 de mayo de 2011

EL MONJE SILENTE



http://www.lacasadeasterion.net?foro=412

NOTA: El monje Silente es uno de mis más recientes personajes humorísticos. Creado para intervenir en el hotel, concretamente en el convento de San Erasmo, sexo, lujuria y orgasmo, poco a poco va creciendo tanto que tal vez acabe en la Torre de Babel.



EL MONJE SILENTE REGRESA DE SER TENTADO EN EL DESIERTO

El monje Silente necesitaba unos ejercicios espirituales para encauzar su vida y ni corto ni perezoso salió al desierto y se perdió... Se perdio en las dunas, se perdió en la arena, se perdió de hambre y de sed... Hasta que subido a una montaña que él consideró la más alta de la tierra sufrió las tentaciones del maligno. No sabemos si todo se debió al delirio de su cuerpo hambriento y sediento, de su alma atormentada o si realmente fue tentado por el demonio como Jesús en el desierto.

El caso es que el tentador le tendió piedras y le dijo:

-Si me entregas tu alma haré que estas piedras se conviertan,no en pan, sino en los manjares más exquisitos imaginados por tu glotonería.
Nada, el monje Silente permaneció incólume. El tentador le subió en un misil intercontinental y le hizo visitar todas las cancillerías del mundo, empezando por la Casa Blanca y terminando por la Moncloa. Tal vez ese fuera un error del tentador.

-Todas estas poltronas te daré si te arrodillas ante mí y me adoras.

El monje Silente debió pensar que con la crisis económica y las inyecciones monetarias ninguna de esas poltronas era precisamente una bicoca y dijo "nones"
El tentador puso un coche bomba bajo sus pies y le dijo:
-Un millón de coches bomba tengo preparaditos para tí, para que los pongas allá donde tu quieras y acabes con quienes te molestan.

El monje Silente le escupió a la cara al tentador. Entonces éste tuvo una idea brillante... Le llevó en espíritu al convento de San Erasmo y le dijo:

-Todas estas mujeres vestidas serán tuyas si dejas que tu alma se convierta en una bomba de relojería entre mis manos. El monje Silente dudó y la tentación anidó en su pecho. El tentador insistió:

-Todas estas mujeres desnudas serán tuyas si me besas el trasero.
El monje Silente dudó y la tentación creció, no en su pecho, sino en otra parte. Entonces decidió y dijo:

-Mira, tentador, ni el mismo demonio puede lograr que mujeres tan bellas se dejen seducir por un ser azufroso y menos si lo hace para otro y menos si lo hace para el monje Silente. Estas mujeres son bellas, cierto, pero no tontas. Así que, ¿Por qué no te vas a tentar a tu padre?
El monje Silente ha regresado al convento de San Erasmo, cariacontecido y demacrado, hambriento y sediento, triste y orgulloso de haber vencido al demonio .

EL VERDUGO DEL KARMA








DIARIO DE UN VERDUGO DEL KARMA




PRIMERA ENTREGA



Que recuerde, en todas mis reencarnaciones fui considerado como “un personajillo bastante raro” por la gente de mi entorno. Lo que me sorprendió, sobre todo al principio, fue que al desencarnarme y permanecer aquí en uno de los escalones más bajos de la jerarquía cósmica del mundo desencarnado o más allá o dimensión paralela, es decir como verdugo del karma, la gente me seguía considerando como “un personajillo raro”. ¿Qué hago yo para merecer esto?

Cuando me destinaron una temporadita, en comisión de servicio, a los archivos akásicos o biblioteca de todo lo que ha existido, existe y existirá, y especialmente de personas y seres inteligentes, descubrí, al hurgar en las estanterías de videos y libros, donde se archivan todas las reencarnaciones y escenas de las mismas, de la “a” a la “pá”, que algunos vídeos o libros estaban vacíos, limpios como una patena. Eso me sorprendió tanto que solicité audiencia con el Archivero Mayor y le expliqué el problema. El buen anciano se sonrió y me preguntó qué curiosidad me había llevado a buscar explicaciones en lugar de dejar las cosas como estaban, tal como hacían los demás.

-Bueno, le dije, no me encaja. Eso es todo.

-¿Seguro que es todo?

-Bien, no, he pensado en utilizar esos libros y videos vacíos para llevar un diario personal. ¿Le parece mal?

-Al contrario. Me encanta que alguien haya decidido pensar y actuar por su cuenta. Estoy harto de burócratas y chupatintas sin la menor creatividad. Se conforman con archivar los documentos en el estante correspondiente y en la letra que procede, y luego, en sus ratos libres, curiosear en vidas ajenas, como auténticos cotillas. ¡Parece mentira que llevando tanto tiempo aquí todavía sientan curiosidad por algo! En cambio tú, un novato en comisión de servicio, no solo no se entretiene husmeando en vidas ajenas, sino que quiere escribir un diario. ¡Un diario! ¡Sabiendo que cada segundo de tu vida queda reflejado en el correspondiente archivo afásico, con pelos y señales, con pensamientos y emociones! Eres un poco rarillo, pero no me parece mal. Aquí necesitaríamos un rarillo de vez en cuando para que nos despertara del letargo. Por supuesto que puedes escribir tu diario, pero siempre en el tiempo libre que te dejen tus quehaceres, en caso contrario tendré que informar a tus superiores.

-Se lo agradezco mucho, señor Archivero Mayor, pero no ha respondido a mi pregunta. ¿Qué hacen esos videos y libros vacíos en las estanterías, como escondidos por un niño juguetón?

-Es un secreto, un misterio, “top secret”, pero creo que debo premiar tu originalidad y creatividad. Esos libros y videos estuvieron, en un tiempo, tan llenos como los demás. Como sabes al nacer a la personalidad, por un acto generoso de la Divinidad -¡que su nombre sea siempre adorado!- toda nueva criatura en los siete Superuniversos, recibe un nombre, su primer y eterno nombre y se le asigna un archivo en esta gran biblioteca Akásica. Allí comienzan a escribirse y grabarse sus primeros pasos en el mundo de la consciencia y sus posibles futuros, los que serán y los que no serán o podrían ser y dependen de su libre voluntad. Esos archivos nunca estarán ya vacíos, a cada instante se irán completando con los diferentes pasados y futuros y escenas de cada presente en las diferentes reencarnaciones. Se abren nuevos archivos para cada ramificación que se abre o se cierra con cada decisión. Los archivos crecen y crecen, nunca disminuyen… Pues bien. Existe un caso en el que esos archivos no solo dejan de crecer, sino que acaban completamente borrados, como si nunca hubieran existido.

-Perdone, respetado Archivero Mayor, pero me temo que eso es imposible. Nunca he oído hablar de semejante posibilidad. Confieso que me siento aterrorizado.

-Y es para estarlo, querido amigo. Estamos hablando de la aniquilación perpetua sin posibilidad de remisión alguna. Ya sé que vosotros, los mortales, los reencarnados, estáis más acostumbrados que nosotros, los eternos, a pensar en esa posibilidad. Al fin y al cabo en cada una de vuestras reencarnaciones os habéis planteado, como quien bebe un vaso de agua, la posibilidad…-¡qué digo!- la certeza de morir para siempre. Es algo que asumís en cuanto os llega el uso de razón. Somos mortales, lo nuestro es morir y una vez muertos no existe resurrección ni reencarnación. Para los eternos es inexplicable que una consciencia pueda llegar siquiera a plantearse la aniquilación total, el regreso a la nada. Si fuéramos capaces de hacerlo la angustia nos acabaría aniquilando. Solo la inconsciencia más absoluta es capaz de pensar tal cosa… Pues bien, la muerte sí existe, la aniquilación total, la única muerte posible para los eternos sí es posible. Solo en casos excepcionales y por sentencia inapelable del tribunal de los Ancianos de los Días, los regentes de los Superuniversos. Estos casos son muy insólitos y solo en supuestos de rebeldía, como es el caso de Lucifer en el sistema del que tú procedes.




-¿Quiere usted decir, amado Archivero Mayor, que Dios, la Divinidad, permite que se aniquile alguna de las criaturas que él ha creado?

-¿Acaso no lo pensaste una y mil veces mientras estaba reencarnado?

-Entonces no creía en Dios.

-¿Y ahora sí?

-Bueno, digamos que estoy más predispuesto a ello. Una vez muerto y habiendo comprobado que la muerte solo es un paso más en la evolución, creo que soy capaz de creer en cualquier cosa, incluso en la existencia de Dios.

-Me alegro por ti, querido hijo. Pues bien, ya sabes a qué se deben los videos, libros y demás archivos en blanco. Tienes mi permiso para utilizarlos y escribir tu diario, aunque repito que eres un poco rarillo. ¿No crees?

Ya antes me lo habían dicho, pero cuando el Archivero Mayor me lo confirmó, acepté de una vez y para siempre mi condición de “rara avis”.

Y aquí finaliza esta primera entrega. Cuando un compañero me ha visto escribiendo en el libro, se ha acercado, muy intrigado y me ha preguntado qué estaba haciendo. Cuando se lo he dicho se ha llevado las manos a la cabeza mientras exclamaba: ¡Pero qué raro eres! A continuación me ha preguntado si tenía autorización del Archivero Mayor. Aquí hasta el burócrata o chupatintas más humilde se cree con derecho a pedirte cuentas de todo. Sabiéndolo el buen anciano me facilitó un pequeño documento que le enseñé con gran regocijo por mi parte.

Se alejó rezongando. Imagino que mañana todo el mundo sabrá por estos pagos lo raro que soy, si es que no lo sabían ya.

jueves, 10 de marzo de 2011

El padre Cañibano





EL PADRE CAÑIBANO UN CURA DE ANTES DEL VATICANO... II



NARRADO POR QUIEN FUERA SU MONAGUILLO, HOY ESCRITOR CON UNA DOCENA DE BEST-SELLERS RELIGIOSOS A LA ESPALDA Y FELIZMENTE CASADO.

El padre Cañibano fue mi profesor de latín, allá por los años...casi ni me acuerdo. El catecismo del padre Ripalda me convirtió al catolicismo a los siete años, con ocasión de mi primera comunión. Luego fui monaguillo y finalmente terminé en el seminario diocesano donde conocí al padre Cañibano, un cura de los de antes, con sotana hasta la suela de los zapatos y discursos apocalípticos contra los tobillos de las mujeres y otros muchos temas que iré desglosando a lo largo de esta historia, siguiendo un índice muy meticuloso.

Creo, más bien estoy convencido, de haber sentido verdadera vocación religiosa, es decir deseaba llegar a ser el cura de Ars y luchar contra el demonio. Las lecturas del gran novelista francés Georges Bernanos, a los catorce años, me ratificaron en una vocación precoz y muy fogosa, todo sea dicho. Su diario de un cura rural sobre todo me abrió el cielo y vi a Jesucristo sentado a la derecha del trono del Todopoderoso. Cada hombre en su noche de Julien Green me hizo ver lo cerca que está cualquier hombre del infierno y las novelas de Graham Greene me convencieron de que el catolicismo no era una tontería para andar por casa sin tropezarse, como algunos críticos mal intencionados pensaban. Estas lecturas de grandes escritores cristianos, a quienes descubrí a través de una obra maestra de la crítica, Literatura del siglo XX y cristianismo de Charles Moeller, belga por más señas, acabarían con mi vocación religiosa y sembrarían en terreno abonado el frondoso árbol de la vocación de escritor. Cosas de la vida, inexcrutables para el ser humano. El dichoso libro, en dos tomos, lo encontré en una esquina polvorienta de la biblioteca del seminario y eso cambió mi vida para siempre.

Pero me he desviado de la cuestión puesto que aquí interesa más la historia del padre Cañibano que la de su monaguillo. El narrador era entonces un tímido adolescente, de unos doce años aproximadamente. Sí, porque fue en segundo cuando me puse a leer como un desesperado, con la sana intención de alcanzar la salvación a través de las hagiografías, no biografías, de santos, que encontrara en el desván del seminario, un día de limpieza general de telarañas y otras suciedades de mal vivir. Mucho me temo que por aquel entonces buscaba libros hasta debajo de las piedras. Pasados los años la pasión por la lectura se me ha enfriado un tanto, en realidad los libros no son mucho mejores que sus autores y éstos cada vez me decepcionan más, ahora que les conozco en persona.

Los libros estaban amontonados de cualquier manera en un desván por el que no pisaban zapatos humanos desde la edad de las cavernas. Tenían cagarrutas de ratones y ratas, de pájaros, de gatos y una capa de polvo que ni siquiera mi hacendosa mamá hubiera podido arrebatar al señor oscuro en menos de dos o tres semanas de duro trabajo. Desde entonces subía todas las semanas para proveerme de lectura religiosa. Limpiaba un par de libros con un trapo, echaba colonía en cada una de sus páginas y me ponía a leer la biografía de San Francisco Javier o San Ignacio de Loyola o Fray Escoba, con tal dedicación que estoy seguro de haberme ganado el cielo entonces. Estos años maduros los estoy dedicando a ganarme el infierno. Son los drásticos movimientos pendulares por los que pasa toda vida humana que se precie. Los hay que no mueven sus pies del tiesto en toda su vida, pero esos no merecen ni unas líneas en esta historia.

Me sorprendió encontrarme con un cura de pelo blanco, sotana con cagarrutas de pájaro y mirada pícara y un tanto penetrante, no sé si debido a la miopía que intentaba corregir con unas gafas de culo de vaso, o al interés que puso en conocer qué hacía un mierdecilla como yo sacando libros de santos del desván. Una vez enterado el padre Cañibano se quedó pensativo por motivos de los que me enteraría luego. Al entrar a la clase de latín me lo encontré sentado tras la mesa del profesor leyendo su breviario. Aquel dia aprendí el verbo ser en latín, del que aún creo acordarme. Vamos a ver...sum, es, est, sumus, estis, sunt. Si mi interesada memoria no me engaña supongo que es el presente de indicativo. Al salir me llamó. Nos quedamos solos en el aula y poniendo su mano pequeña, regordeta y de uñas sucias, sobre mi hombro, me hizo una proposición honesta que no pude rechazar.

El padre Cañibano cuidaba canarios en una habitación aledaña al desván. De ahí el que me viera salir cargado de santos y a mi vez le viera a él con cagarrutas de pájaro en la sotana. Se trataba de limpiar las jaulas de sus pájaros de cagarrutas, dar a estos sucios canores de comer y beber y cuidar de la puesta de huevos durante la época de celo. A cambio recibiría una propina que no era ni mucho menos sustanciosa, los curas hacen voto de pobreza, pero para mis vacíos bolsillos se trataba casi de algo parecido a un cocido para un mendigo. Y que se me perdone la metáfora pero a lo largo de esta historia y sobre todos de estos años de seminario las metáforas sobre el alimento cotidiano, da nobis hodie et dimite nobis dimite nostris sicut... Que me perdone algún catedrático de latín, todavía vivo, que pueda leer estas páginas, pero así es como recuerdo el pater noster. Tal vez sea latín macarrónico, pero latín, al fin y al cabo.

No me dijo más, me entregó la llave de la habitación de los pájaros y un adelanto, algo así como una peseta, pasta gansa en aquellos tiempos y regresó a la mesa del profesor donde continuó leyendo el breviario. Suerte que tuve de conocer al padre Cañibano porque luego me enteraría de que sustituyó al padre Lanuza que se había puesto enfermo. El padre Lanuza, o Carnuza, como le llamábamos sus alumnos utilizando un mote realmente poco cristiano, era un joven cura, guapito de cara, que tenía mucho éxito entre las beatas. Tanto que una beatita, en plena juventud (debió hacerse beata para confesarle al cura sus pensamientos lujuriosos sobre su persona) quedó embarazada por obra y gracia, no del Espíritu Santo sino de la debilidad carnal del pobre y joven cura que no pudo resistir la tentación de la cane. Que Dios se lo haya perdonado. Amén.

El padre Lanuza fue trasladado y a cambio yo recibí, como caído del cielo al padre Cañibano y su propinilla mensual. Durante un tiempo prolongado se habló mucho del padre Carnuza a quien los adolescentes alumnos teníamos cierta simpatía debido a su condición de gran jugador de futbol y deportista. Lástima que la feligresa hubiera contagiado su libido al padre y éste a su vez le contagiara la suya, libido, y ésta engordara sin remedio. Creo recordar que al pobre padre Lanuza lo remitieron a una misión Africana por correo urgente. Años más tarde, a punto yo de fugarme con el padre Cañibano en una cruzada apostólica-romana que será el centro de esta historia, apareció por allí de vuelta el padre Lanuza, flaco demacrado y enfermo. Nos saludó a todos con gran simpatía y cariño, dos días lo vimos paseando por el patio leyendo su breviario y luego desapareció para siempre.

Durante el recreo fui llamado por un compañero para que acudiera sin tardanza a la celda del padre Cañibano. Allí me mandó sentar, me ofreció un caramelo, ronchito, creo recordar, riquísimo y me preguntó por mis lecturas. Al enterarse de mi afán por alcanzar la santidad me dio un cachetito cariñoso en la mejilla, me felicitó pero me dijo que él tenía para mí lecturas más profundas y enjundiosas que me devolverían a la vieja doctrina de los primeros cristianos. Me dio un montón de folios mecanografiados y me dijo que los leyera con gran aprovechamiento, porque allí estaba mi verdadera salvación. Luego los leería a escondidas con gran temor. Eran sermones del cardenal Lefebre, un francés más integrista que el propio padre Cañibano, lo que ya es decir, como supe más tarde. Me ofreció también hacerme sirviente del comedor de los curas. Tendría que servirles café, copita y puro después de las comidas y bajar al buzón, que estaba junto a la carretera, en el quinto infierno -el seminario estaba sobre una colina- para subir la presena y las revistas. Bajar por los setenta y dos escalones era fácil, lo cansado era subirlos.

Desde luego no puse inconveniente alguno a tanta bicoca como caía en mi boca. Eso de tomarme una copita de cognac y leer la prensa sin ser molestado era un placer de dioses para un adolescente que ya apuntaba buenas maneras. Pregunté si podía abandonar los pájaros a su suerte y continuar recibiendo la propinilla por servir los cafés. El padre Cañibano se levantó, muy enfadado y me dio un tremendo pescozón en el cráneo. Tonto, me dijo, más que tonto, ¿vas a despreciar las bicocas que te ofrezco?. Ante tan sutil amenaza dije amén a todo y el padre Cañi, como le comenzaba a llamar para mis adentros, me ofreció otra bicoca. Hacer de monaguillo para él. A las cinco de la mañana, para que no le molestara nadie, celebraba una misa del año de la tarara. Creo que era de San Pio X, toda en latín y de la que un servidor no entendía ni papa. Debía vestirme de monaguillo a la vieja usanza, con un montón de trapos; ayudarle a revistirse él a la más vieja usanza, un montón de túnicas, cíngulos y demás prendas cuyos nombres ya he olvidado. La única ventaja de semejante madrugón era la posibilidad de echarme al coleto un buen trago de vinillo dulce, delicioso, que quedaba en las vinajeras. El padre Cañi me dejaba doblando y guardando los ropajes y él se iba a rezar el breviario por el patio, con el relente de las seís de la mañana. Un santo, el padre Cañi era un auténtico santo.

Continuará.

domingo, 27 de febrero de 2011

Don Crisanto, mago blanco





DON CRISANTO, MAGO BLANCO

NARRACIÓN, PROLOGO, NOTAS Y ESTUDIOS A CARGO DEL DOCTOR CARLO SUN, DISCÍPULO DE JUNG.

A MODO DE PROLOGO

Pocas veces catalogo la enfermedad de un paciente nada más entrar éste por la puerta de mi despacho. Miré a la cara a quien poco después dijo llamarse D. Crisanto y ser un mago blanco y no dudé sobre su enfermedad: paranoia un poco extraña pero paranoia al fin y al cabo, aderezada con unas cuantas fobias y manías a dilucidar con mucha calma.

Unos cincuenta años, calvo casposo, barriguita de bon vivant, bajito y rechonchín como una peonza, con menos cintura que un gobierno recién ganadas las elecciones por mayoría absoluta, piernas cortas y tan delgadas que uno se pregunta al instante en qué décima de segundo dejarán de sostener semejante corpachón. De hecho estuve con las piernas flexionadas, tras la mesa del despacho, dispuesto para acudir a sostener al paciente antes de que se viniera al sulo y permaneciera allí como un mullido colchón oblongo el resto de la consulta. Cuando al fín tomó asiento frente a mí suspiré con tal alivio que D. Crisanto me preguntó si era fumador empedernido. Saqué mi pipa, la llené con parsimonia y reconocí que a veces fumaba demasiado, sobre todo cuando no sabía muy bien qué hacer con los pacientes.

Me confirmó en mi diagnóstico la forma que D. Cristanto tenía de mirarlo todo como si le fuera a caer encima un samurai, salido de Dios sabe dónde, incluso de los cajones de mi mesa. No tuve ni que pensar en llamar por el timbre a Rita, la portera de la comunidad y mi enfermera particular, puesto que apareció en el quicio de la puerta con su atisbo de bigote sin depilar más tieso que nunca. Se cruzó de brazos y esperó uno de mis gestos para intervenir. Guiñé el ojo izqauierdo, lo que significaba que el paciente no era presumiblemente peligroso, pero que estuviera atenta, por allí cerca, por si me equivocaba.

Luego me confesaría que en cuanto le vió pasar frente al ventanuco de su portería subió con rapidez tras sus pasos, todo lo rápido que le permite su obesidad, y se plantó en la puerta, dispuesta a lanzarse como un comando de intervención rápida. El sujeto le dio mala espina porque miraba temeroso en todas las direcciones, como si le persiguiera un rebaño de peligrosos fantasmas.

No obstante la voz de D. Crisanto, firme, generosa de tonos y amable sin el menor atisbo de obsequiosidad, me ayudó a ir cambiando poco a poco de diagnóstico y de opinión. Sin autorizarle a que iniciara su historia me explicó su caso con la imperturbabilidad de un difunto. Apenas hilvanadas dos frases sacó de una vieja cartera que más parecía un zurrón un voluminoso cuaderno que me pidió ojeara sin prisas durante el tiempo que durara su terapia, fuera éste el que fuera. Se trataba de un diario escrito durante años y especialmente el tiempo que estuvo como discípulo de D. Juan. Me apresuré a preguntarle si ese D. Juan del que hablaba era el de Zorrilla, el famoso Tenorio,. Y ya me estaba relamiendo sobre la posibilidad de escuchar disparatadas historias eróticas de seducción, cuando D. Crisanto especificó, un poco enfadado que el D. Juan del que hablaba era el de los libros de Carlos Castaneda. El conocimiento está por encima del entretenimiento, aunque sea erótico. Me dijo con voz firme y retórica.

Rita asomó de nuevo su cara interrogándome con la mirada. Al hacer un gesto de que todo estaba bajo control abandonó el quicio de la puerta con un bufido y no sin antes dar el consabido portazo. La historia que me contó D. Cristante es casi tan larga como podría serlo la narración de la aventura humana, si algún historiador se aventurase a tan descomunal esfuerzo. Así que pónganse cómodos porque entre capítulo y capítulo de su diario les voy a ir analizando las fantasías de D. Crisanto, sus posibles patologías y todo ello regado con un montón de notas y apéndices explicativos que les van a encantar. Y ahora si me permiten paso palabra a D. Cristanto para que les explique en el primer capítulo de su diario cómo pudo encontrar y convertirse en discípulo de un brujo yaqui llamado D. Juan, que al parecer es un personaje de ficción y que por si fuera poco desapareció de la circulación o del tonal como dice Castaneda en su libro El segundo anillo de poder.

domingo, 20 de febrero de 2011

Milarepa










El profeta Milarepa (Hotel)



Autor: César García Cimadevilla



EL PROFETA MILAREPA

NARRADO POR SU DISCÍPULO FAVORITO, UN GORDITO ESPAÑOL QUE TOMÓ EL NOMBRE DE ADEPTO KARMAFINITO.-


Es difícil saber con antelación los vericuetos que tomará tu Karma, bien sea individual o formes parte de un karma colectivo. En mi caso, mi karma colectivo es una entidad abstracta, aunque muy concreta a la hora de pagar los impuestos llamada España, porque algún nombre era preciso elegir para diferenciarla del resto. El karma que padece esta buena entidad no es moco de pavo (la inquisición, la guerra civil y otros muchos desastres que han dejado en su piel kármica un fuerte olor a chamusquina) aunque no mucho mayor que otros karmas colectivos que se arrastran por la superficie del planeta Tierra.

En cuanto a mi karma individual, lo cierto es que pesaba tanto que lo iba arrastrando por los caminos, hasta que tuve la suerte kármica de darme de bruces con Milarepa, el gran profeta y sabio del siglo XXI. Puede que fuera suerte o sencillamente que el joven lama me atrajera como un imán, lo importante fue encontrarlo, porque a partir del momento en que me puso la vista encima noté como si el peso de mi zurrón kármico ( un “totum revolutum” de lujuria, santa cólera, gula, soberbia infinita y el resto de pecados capitales, aparte de algunos defectillos menores que no merecen ser nombrados) se aliviara, hasta el punto de respirar con más entusiasmo. Creo que en ello también influyó bajar diez kilos casi de golpe, debido a la dieta de arroz, bambú y tsam-pa (en otro momento les daré la receta) a que me sometió Milarepa.

Uno se encuentra con muchas personas en el camino de la vida, con demasiadas, diría yo, pero son pocas las que te dejan alguna huella y menos aún quienes llegan a tocar tu corazón un instante. Encontrarse con alguien que cambie tu vida se puede calificar de auténtico milagro. Solo los auténticos elegidos tienen esa suerte. En mi caso además de suerte hallé un amigo, aunque como me dijo Milarepa en cierta ocasió: “son los enemigos los que nos transforman en profundidad, por eso deberías arrodillarte, amado chela karmafinito, ante cada uno de tus enemigos”.

Antes de conocer a mi maestro me resbalaban las religiones, las filosofías de oriente, los espiritistas, los ovnis, el esoterismo y hasta los valores morales. Llevaba una vida apática, comiendo abundantemente (con exquisitez si podía), refocilándome como un cerdo con las bellezas de la televisión o las procacidades de las películas porno (la lujuria es uno de mis karmas más pesados), trabajando lo menos posible y ocupándome tan poco de la cultura, que ni sabía quién había escrito el Quijote. Era un auténtico azote para los devotos y la gente de bien. Quien me hubiera dicho que al cabo de unos años me encontraría con un joven de cráneo mondo y lirondo, vistiendo túnica azafranada, los pies descalzos y portando una escudilla de madera, con la que pedir limosna de puerta en puerta, y que semejante esperpento iba a introducir su mano en mi interior, a través de la barriga, y darle la vuelta a mi alma, quien me hubiera referido semejante delirio habría tenido que aguantar mis risas durante años. Sin embargo sucedió y si me permiten les contaré a gruesos trazos esta caída del caballo sobre el duro adoquín de la calzada de Damasco.

En este desolado y pecaminoso páramo apareció Milarepa, como un carrito de helados en medio del desierto y de pronto me vi abocado a la más apasionante de las aventuras que puede emprender un ser humano: la búsqueda de sí mismo. Milarepa era un joven tibetano, que por azares de la fortuna y coacción del destino, en forma de chinito con coleta y fusil, tuvo que emprender un doloroso exilio por medio mundo hasta recalar en este país de nuestros pecados. Había hollado nuestro sacro suelo con objeto de dar unas cuantas conferencias sobre mística tibetana y así poder recaudar unas pesetillas para ayudar a los refugiados, que desde las llanuras de la India contemplaban, los ojos llorosos, el Himalaya, donde están situadas las cumbres místicas del planeta.

No entiendo cómo semejante noticia llegó a mis castas orejas, que pocas veces escuchan la radio o penetró por mis ojillos picarones, que huyen de los telediarios y de la prensa. Fuera como fuese el caso es que me veo entrando en un salón de actos de alguna entidad bancaria (¡santa paradoja!) de mi ciudad, donde el lama Milarepa daba una conferencia titulada: “Misticismo tibetano y la realidad de nuestro tiempo”. Ni me imagino cómo pude llegar hasta allí. Tal vez fuera invierno –de los crudos- y yo me encontrara paseando cerca, el rostro amoratado por el frío y las orejas tiesas y rojas como brasa de pitillo (por aquel entonces fumaba como un carretero). Seguro que busqué la puerta más cercana, a través de la cual se perdiera una vaharada de calorcito. El caso es que entré, sentándome en la última fila de butacas, y me puse a soplarme las manos con fruición.

Nadie niega hoy que Milarepa tenga el don de la palabra, que sea capaz de encandilar al oyente con sus historias de misticismo tibetano, repletas de humor, de interés humano y con su pizca de suspense. Pero la conferencia que entonces escuché fue un auténtico rollo macabeo, si me permiten utilizar la jerga con la que entonces intentaba comunicarme con mis semejantes. Solo hablaba tibetano, ni una palabra de inglés(de nada me hubiera servido) o de castellano. Para traducir su discurso, que iba escupiendo sin la menor prisa, habían puesto una intérprete del Ministerio de Asuntos Exteriores Español que había estado destinada en Katmandú una temporada. La tal señorita era guapa, guapísima, pero su traducción generaba constante hilaridad entre la concurrencia. Creo que fue su atractivo el que me ayudó a entrar en calor en unos minutos. Entonces hubiera podido levantarme y salir a la calle, donde podría haber tomado un taxi y haberme plantado en casita en un santiamén. Pero fue su carita de rosa la que me clavó al asiento. Porque lo cierto es que las palabras tibetanas de Milarepa me interesaban muy poco.

Y aquí debo tomarme un respiro porque en mi vida hay un antes y un después, un antes de la conferencia de Milarepa y un después de la conferencia de Milarepa. Dicho así parece una tontería, pero hoy ni mi propia madre me reconocería (la pobre expió su karma hace unos años y ahora estará reencarnada en algún cuerpo modelado a la medida de su evolución espiritual). En cuanto a la intérprete volví a encontrarla, siendo ya discípulo de Milarepa, en Calcuta, vistiendo un precioso shari. Era la esposa del cónsul español y su atractivo sensual había madurado y aquilatado como un diamante en manos de un genial tallador. ¿Pueden creerme que ni siquiera noté un cosquilleo libidinoso en la yema de mis dedos?. Estaba en el camino de la budeidad y nada ni nadie iba a obstaculizar mi ascensión hacia la Luz Suprema.

Continuará.



Nota: Me he inspirado para este personaje en mis lecturas de Lobsang Rampa. El médico del Tibet, La caverna de los antepasados, El tercer ojo, El cordón de plata, etc etc. La edición que yo tengo es de 1979,editorial Troquel S.A., Buenos Aires. Es posible que la editorial haya desaparecido pero creo que se podrá encontrar facilmente. Les recomiendo también el libro de Gopi Krishna, Hacia la superconciencia, editorial Ariel, Guayaquil, Quito, Bogotá. El libro tibetano de los muertos o Bardo Thodol, editado por Edaf Esoterismo, Madrid. En sucesivos episodios les iré dando más bibliografía.
©Slictik