viernes, 26 de junio de 2015

EL BUSCADOR DEL DESTINO III (NOVELA HUMORÍSTICA)


EL BUSCADOR DEL DESTINO




EL DESTINO LLAMA A MI PUERTA

Bueno, en realidad no fue el destino sino dos preciosas mormonas. Así, como lo escuchan. Ya saben que suele ser normal que los testigos de Jehován, los mormones, los adventistas del séptimo día, los apocalipticos del fin de los tiempos y toda clase de llamadores de timbres que algunas veces vienen bien y la mayoría muy mal. En mi caso, antes de convertirme en buscador del destino, habían llamado a mi puerta el cartero, empleados del ayuntamiento, personas que venían a visitar a vecinos y se equivocaron de piso, impuestos, otra vez el cartero, una encuestadora del censo o de lo que fuera, que a mí todos me parecen iguales, un empleado de comidas a domicilio, que no me dejó nada porque era para el vecino de arriba, y… Bueno, se lo pueden imaginar, pocas mujeres, la mayoría hombres con prisa y malencarados, nunca una vecina guapa, nunca una chica sin prisas, los testigos de Jehová todos hombres, las multas por el coche todas de luto… pero mormonas, lo que se dice mormonas, nunca… bueno, en una ocasión un par de mormones, pero eran hombres y a lo más que accedí fue a que me dejaran el libro del mormón.

Esta vez eran chicas, jóvenes, guapas como lo son todas las chicas jóvenes sin excepción, aunque algunas más que otras, éstas eran de las más que otras. El destino me jugó una mala pasada, me hizo una jugarreta asquerosa, porque aquel día estaban tan desesperado de la vida que decidí andar en calzoncillos por el apartamento, así me vieran las vecinas. Estaba tan desesperado que decidí salir así como estaba, que se fueran a la mierda, que se largaran con viento fresco. Por eso cuando al abrir la puerta casi con violencia me encontré a dos chicas sonrientes, confieso que me puse un poco colorado. Una de ellas era rubia, la otra morena, las dos vestían como los amish, aunque no tan de otro siglo. La rubia, preciosa, ojos azules, carita de rosa, llevaba una falda negra por debajo de la rodilla, pero una blusa clara con flores, lo que en las descripciones se llama floreada. La morena, caderas amplias, cara de hogaza de pan, pero muy agradable, también muy guapa, aunque no tan tímida como la rubia.

Ambas me miraron como quien no quiere ver y la rubia sufrió un pequeño sofocón, se puso como la grana. La morena, más madura, tal vez la veterana, la jefa, sonrió y me dijo que tal vez no fuera un buen momento, pero que me iba a dejar el libro del Mormón con su teléfono, para que las llamara en otro momento. Yo me puse como la grana al ver que estaba en calzoncillos y que ellas me miraban y no podía dejarlas entrar e intentar seducirlas porque eran mormonas. Bueno en realidad me puse como la grana porque las miré con cierto descaro, estaba enfadado, cabreado, y me las encuentro a la puerta, a cualquiera le puede pasar. Así que intenté mirarles los pechos, pero la ropa no permitía ver nada, solo que no podían ocultar su “pechonalidad” porque eso no se puede ocultar. Y la rubia al ver cómo la miraba de aquella manera comenzó a tartamudear, porque tenía algo que decirme, la morena la miraba y asentía como diciéndole, vamos hija, que tenemos que convertir a esta pobre alma, para eso te hiciste misionera. Y la rubia que intentaba decirme algo pero no podía porque se sonrojaba y miraba al suelo y tartamudeaba. Y yo intentando imaginar su cuerpo desnudo y sus pechos y a la morena lo mismo y al final, a pesar del cabreo que llevaba encima, yo también me sonrojé y miré al suelo, hasta que fui consciente que debería vestirme, aunque solo fuera una bata por encima. Y cuando me disculpé y lo hice la morena ya había dejado su teléfono en las pastas del libro de mormón y yo me estaba azorando más y más al imaginar que las invitaba a pasar y a un cafelito y luego intentaba seducirlas y… La imaginación es perversa. Desde que me enfrento al destino cada vez la tengo más perversa, y a veces deliro y no me encuentro. Me puse tan nervioso, pero que tan nervioso, que para disimular balbuceé que yo también les daría el mío, pero que como no me lo sabía de memoria lo iba a mirar en el móvil. El cual estaba sobre el mueble del hall, el cual encontré y miré con temblores en las manos, pensando en si me decidiría a invitarlas a pasar o no. Tenía entendido que los mormones se pueden casar con cuantas mormonas deseen, una poligamia bien entendida, claro. Pero eso no podía ser verdad, no lo permiten nuestras leyes retrógradas. Pero, ¿y si me hiciera mormón y me casara con las dos y unas cuantas más, aunque no por lo legal, solo por lo mormón? Bueno, mi vida cambiaría y tal vez dejara de enfrentarme al destino. En eso pensaba y cada vez me iba poniendo más nervioso. Al final encontré mi número y lo balbuceé y la morena lo anotó. Tomé con candorosas manos el libro, miré el número en la solapa, prometí que las llamaría y cuando iba a pedirles por favor que me disculparan por mi bochornoso comportamiento y se dejaran invitar a un cafelito, la morena agradeció haberlas recibido a pesar de lo imprevisible de su llegada y de que las circunstancias no fueran buenas, sonrió, invitó a la rubia a decirme algo y ésta me miró con cara tan angelical que me la hubiera comido a besos allí mismo de no haber salido las dos como angelitas perseguidas por un demonio en calzoncillos.




El resto de la historia es tan divertido o más, pero si me permiten se lo voy a contar más tarde, por el camino, porque la llamada del destino a mi puerta lo digo por algo diferente, algo que les voy a ir contando con pelos y señales, poco a poco, al tiempo que alterno la historia mormona y así tenemos una narración en paralelo y ustedes se divierten más y yo, pobre de mí, me olvido un poco de cómo el destino me agarró a mí, por donde ustedes ya saben, y me las hizo pasar de a kilo. Estas cosas pasan, al menos a mí, más si el destino anda por medio, metiendo el rabo donde no debe.

UN VIAJE A NINGUNA PARTE




Un mes más tarde de la visita mormona, cuando yo me había decidido a llamarlas y ellas me invitaron a un cumpleaños y al tabernáculo, y ocurrieron cosas que les contaré en otro momento, decidí salir de casa para pasar el fin de semana dando vueltas por alguna parte. Lo que hice fue preparar la maleta, o mejor dicho, la bolsa de viaje, que en realidad ya estaba preparada porque la utilizaba todos los fines de semana que salía de viaje y que eran muchos o casi todos. Estaba siempre preparada, solo reemplazaba los calzoncillos o una camisa o pantalones cortos o largos o esas cosas tontas que para un buscador del destino no significan nada, pero que para la sociedad son tan importantes que te miran mal si no las haces o no te comportas como deberías.

Bajé la bolsa a la cochera, la puse en el maletero, subí al vehículo, encendí el encendido, luego lo apagué, bajé del coche, tomé de nuevo la bolsa del maletero e hice como que regresaba al apartamento. Quería engañar al destino y cuando lo hube conseguido salí corriendo a toda pastilla hacia el coche, subí, encendí, aceleré y salí de allí como idiota a quien no lleva el diablo porque no puede o porque se ha pensado los muchos problemas que le daría. Asomé el morro del vehículo un poco, ligeramente, fuera de la cochera, miré si venían de un lado y de otro, porque aunque la calle donde vivo es de una sola dirección el destino bien podría mandarme un emisario por dirección contraria, solo para chocar conmigo y hacerme la puñeta. Yo mismo pensé en salir por dirección prohibida y giré el volante. Pero una vez engañado el destino salí por donde debía y…

Continuará.

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