domingo, 30 de abril de 2023

MI VIDA FICTICIA EN EL CHAT

 



NOTA INTRODUCTORIA/Cuando allá por el año 1995, más o menos, decidí comprar un ordenador, con el fin de poner un poco de orden en los manuscritos que se acumulaban por todas partes, en libretas pequeñas, en libretas grandes, en cuadernos normales, en cuadernos grandes, en cuadernos de anillas, en hojas sueltas, en folios Dina A4, en papelitos sueltos… no imaginaba dónde me estaba metiendo. Porque nadie entendía que me hubiera comprado un ordenador y no me conectara a Internet. ¿Para qué lo quieres sino? Pues para pasar mis manuscritos al ordenador con un procesador de textos, para ordenarlos en carpetas, para hacer copias de trabajo de mis relatos y novelas, para corregir los textos sin estar mirando el diccionario cada dos por tres… Me daba miedo la selva virtual, me daba pánico Internet. No sabía nada de este mundo, no en vano yo no pertenecía a la generación virtual que se maneja en ese universo con la facilidad con la que un bebé se mete el chupete en la boca. Lo pensé y repensé durante meses, hasta que al fin tomé una decisión, si uno quiere conocer la selva debe introducirse en ella, con todas las precauciones, por supuesto, y ver si es tan bestial como parece a simple vista. Además, el lado positivo puede ser mayor que el negativo, especialmente para un escritor anónimo que quiere subir sus textos y ver la reacción de sus lectores.

Contraté la conexión y poco a poco fui adentrándome en la selva, primero un pie, luego el otro, una mano la otra y zás, cuando más descuidados están los depredadores de la selva, asomo la nariz. No voy a contar aquí mis aventuras y desventuras, muchas más estas últimas, porque eso lo narro en estos relatos virtuales, escritos sobre todo para burlarme de mí mismo y atenuar el tembleque que me produjeron algunas experiencias. Yo no sabía nada de nada del mundo virtual y tampoco tenía amigos o conocidos que me pudieran ir dando consejos –con el tiempo comprendería que a nadie le gusta dar consejos en este terreno, es como… como diría yo, algo muy íntimo, de lo que nadie le apetece hablar- por lo que, con mucho cuidado, fui probando las herramientas que me ofrecía Internet. Lo del chat me dejó muy tocado, porque yo era tan ingenuo –como la mayoría de los de mi generación- que pensé que en el chat podías hablar con todo el mundo, de todo, de cualquier cosa, e incluso hasta ligar, algo que a los tímidos nos cuesta Dios y ayuda. Lo que me ocurrió lo cuento aquí, una serie de relatos que abandoné muy pronto, no sé si porque me daba vergüenza o porque comprendí de inmediato que estas eran algunas de las trampas que los depredadores de la selva ponían a los ingenuos, a los novatos, a los bóvidos, para atraparlos y devorar sus carnes. También abandoné otras series que había iniciado al mismo tiempo, tales como los Jaquers Mates, para burlarme de los jaquer que me jaquearon el correo electrónico unas cuantas veces, privándome de blogs a los que había subido ya muchos textos. Me burlé así mismo de mi candor cuando pensé por un momento que el correo electrónico podría ponerme en contacto con todos los habitantes del planeta, así, sin más, y de esta decepción surgió Los manifiestos de la Mente enmascarada.com, cuando me reí de mi ingenuidad al pensar que ahora sí podría cambiar el mundo con mis manifiestos que enviaría a todos y cada uno de los habitantes del planeta. El resultado de todo esto fue que me quedaron unas cuantas series en la correspondiente carpeta, a medio terminar.

Ahora, pasadas décadas, cuando ya viejo y pellejo…(no, eso no, porque sigo sin adelgazar) me veo descargándome de todo lo acumulado durante estos años, por si tengo que mudarme una vez más de casa, para poder llevar la casa a cuestas como los caracoles y sobre todo porque la muerte se va acercando piano-piano y me gustaría que cuando me alcance lo que deje atrás sea lo mínimo posible, para que los que permanezcan acá, un momento más que yo, no mucho más, no llenen contenedores de basura con mis posesiones y apegos. No obstante el apego me puede y me gustaría completar las series que dejé a medias hace ya décadas. Así ésta la remataré, Dios mediante, con un último episodio que viene como anillo al dedo, ya que la inteligencia artificial y los chats GP o GT o como se llamen me lo han puesto en bandeja. Pasé de puntillas y lo más discretamente posible por todos los avances que se han ido produciendo durante estos años, décadas, dejando atrás talleres de escritura, como el Hotel de los disparates, textos subidos a esta y a aquella página, las ilusiones que me hicieron creer -¡santa ingenuidad!- en la posibilidad de utilizar Internet como un trampolín para convertirme en escritor profesional.

Espero que tras terminar con esta serie logre dar remate a la de los Jaquer Mates y alguna que otra más olvidada en mi carpeta de Relatos virtuales.  

                         Mi vida ficticia en el chat I

Cuando los instaladores abandonaron mi casa estrechando amablemente mi mano puse en las suyas una buena propina, se la merecían, no todos los días tiene uno la suerte de recibir un regalo mágico que te permitirá ponerte en contacto con millones de personas y enviarles un saludo estrechando su tecla, porque lo que es su mano aún le queda algo a la técnica para conseguirlo.

No fue hasta unos días después que observé una cajita de cartón que mis amables Reyes Magos habían dejado olvidada en un rincón. Estaba ya bajo un montón de papeles, periódicos viejos y cachivaches que suelo ir dejando por todas partes a la espera que un alma caritativa encuentre tiempo para echarme una mano. La abrí muy interesado pero solo tenía trozos de cable, algo nada sorprendente porque aprovechando la tentadora oferta me conecté también a la televisión por cable, al teléfono por cable (el móvil lo tengo desde que salió la primera oferta) e incluso a la radio por cable (¿qué aún no existe?, pues yo ya tengo los cables, a ver cuando se ponen al tajo). No me extraño que la caja estuviera llena de cables, pero como me gusta hacer siempre con todo metí la mano hasta el fondo y toqué algo más. Ante mi hilarante sorpresa lo que saqué del fondo fue un enorme y supermullido y superabsorvente pañal con un librito de instrucciones pegado a la etiqueta de fábrica. No dudé un instante en abrirlo.

Según decían los fabricantes el consumidor no debería de extrañarse de ese regalo puesto que como todos saben los internautas acaban por padecer de almorranas, de incontinencia urinaria y otra cosa que me callo para no ser grosero. Son muchas horas navegando sin cambiar de postura, tu parte más mullida se siente incómoda a pesar de estar preparada para la función que la naturaleza le adjudicó; asimismo suele suceder que uno acaba perdiendo consciencia de las señales que te envía el cuerpo para que procedas al conveniente reciclado de productos.

Pero no solo estaba el pañal en el fondo de la caja, decidí tirar al suelo todo su contenido, con gran pasmo contemplé un gran chupete de látex tan duro que rechazó mis dientes al propinarle el primer mordisco, insistí por segunda vez y mis encías sufrieron una dolorosa hemorragia que casi me hicieron acabar con el gigantesco chupete en la basura. No obstante pensé que nada me iría mejor, a un bebé internauta, que un gran chupete. Así que dije gu-gú con entusiasmo y me endilgué a mí mismo el chupete que no pensaba quitarme en unos meses.

Así preparado, con pañal y chupete, no necesitaba nada más aparte de un gran entusiasmo. Me conecté a la Red, asomé mi cabezota peludina, con chupete incluido, por la rendida de la puerta y sin despegarme el chupete de la boca pregunté con el teclado: ¿se puede?. Soy un bebé muy educado, pero nadie respondió. Decidí mientras obtenía respuesta probar esa nueva fórmula de correo que llaman electrónica. Lo hice con mucho cuidado, eso sí, no fuera a darme un calambrazo. Decidí escribir un emilio -había oído en la radio que se llamaba así- de salutación a todos los internautas del planeta. Para mi sorpresa el primero en recibirlo fui yo, más tarde comprendería que al rellenar los espacios en blanco en el sobre puse también como destinatario al remitente. Gu...gú... dije con enfado mientras mordisqueaba con rabia el chupete.

Lo segundo que debo hacer, pensé, es aprender a chatear. Me consta que no se trata de tocar narices chatas ni de tomarse unos chatos con los amiguetes; lancémonos, pues manito, al río y veamos qué hay en el fondo. Tecleé con mucho cuidado la palabra no fuera a despertar al lobo feroz, no sería la primera vez que algo así le sucede a un explorador aunque normalmente a él le salen leones, siempre ha habido categorías.

Elegí un chat al azar, cliqueé y esperé por si me mandaban un vinillo por correo. En lugar de ello se abrió un portal, un zaguán, una sala de espera o como se llame. Allí un letrerito me indicaba que introdujera el nick. Por supuesto que había oído hablar de los alias o apodos por lo que deduje que ese era el que me tocaba según un inextricable proceso aleatorio. Confieso que no me gustaba mucho. Antes que Nick hubiera preferido John o James o cualquier otro, pero me adapté a lo que tenía y lo introduje por la rendija, a ver si me abrían la puerta. No percibí el inevitable rechinar de cualquier puerta que se abre, en su lugar salió un cartelito con coléricos signos de admiración. ¡Escoge otro nick, ese es el mío!.

Vale tío, no creo que sea para ponerse así. Di dos o tres mordiscos al chupete y pensé en un buen alias. Los personajes de mis historias son tan rarillos como sus nombres, dudo mucho que encuentre un "alias" semejante. Seguro que no hay otro "ermantis". Lo introduje por la ranura y se me abrieron las puertas del cielo.

La primera vez que entras a un chat te quedas un poco suspenso, como meditabundo. En la vida corriente no sueles echar nada por las rendijas para que se te abran las puertas, menos aún llamas con los nudillos y esperas que te dejen entrar sin saber qué clase de reunión o qué personajes te vas a encontrar al otro lado. Porque aunque en la puerta esté bien clarito eso de chat para hablar de literatura o de fútbol o de amistad o de sexo también llamado erotismo, o de la reproducción del cangrejo de río, lo cierto es como luego pude comprobar en los chats se habla de todo y cada cual va a su bola aunque no se sepa muy bien en qué portería quiere meterla.

Una vez en la antesala te entra el canguelis, te pones a temblar y las teclas comienzan un extraño baile de claqué. Miras y ves un listado de "alias" -ahora comprendes que alias es sinónimo de nick- tan extraños, tan estrambóticos que te recuerdan a los nombres de tus personajes. ¡Y tú que te creías el rey de todo el mundo!.

Observas unas caritas con multiformes y divertidas expresiones. Supones que son esmailis y te preguntas si tendrán que ver con la "escaili" esa de la verdad está ahí fuera. Tú siempre pensando en lo mismo, ermantis. Luego recuerdas que su nombre es Escali o algo así, no tiene porqué haber relación. No obstante no tocas en las caras por si estuvieras equivocado no sea que se produzca una combustión espontánea.

No sabes cómo se saluda aquí, evidentemente no puedes ir de uno en uno estrechando manos y presentándote. Hola, soy fulanito de tal, alias cual... sí ese de la banda de Al Capone. Das un par de mordiscos al chupete y te decides por cliquear en un nombre de mujer, de princesa celta o druida (ignoras si los druidas tenían princesas pero no te importa demasiado). Piensas que no eres tonto, nunca se sabe qué se va a encontrar uno al otro lado del "alias" pero es más fácil que si alguien quiere travestirse utilice otros como María o Maruja que un nombre exótico de princesa druídica que huele a bosque y a blanca túnica movida con delicadeza por el viento juguetón, un viento que premia así tus desvelos dejándote ver unos hermosos muslos de fémina que quitarían el hipo al propio Drácula.

Observas que en el chat se ha armado una gorda al entrar tú porque no hacen sino hablar de pelos en la sopa. Me habrán confundido con el camarero piensas. Luego siguen diciendo cosas raras que parecen ir dirigidas a tu habilidad de cazapalomas. Piensas que a lo mejor cometiste un error al elegir a la princesa druídica, pero cómo ibas a saber tú que aquello era un baile de todos, supusiste que uno escogía pareja y se ponía a bailar tan campante. Siguen hablando de ti pero ya no les entiendes porque utilizan signos cabalísticos, que si X+Z= doble v al cuadrado, dos puntos, puntos suspensivos, paréntesis... Crees que es la fórmula de una nueva bomba que te van a colocar en el trasero y te pones a bailar claqué en el teclado.

Al cliquear se ha abierto una nueva ventana, ahora entiendes porqué el enfado de los chatistas, te llevaste a su princesa sin avisar. Te gustaría que la ventana se hubiera abierto al bosque pero se trata solo de una pizarra para escribir. Una mano invisible escribe:

>>Hola, ¿eres hombre?.

Piensas que solo una mujer haría esa pregunta. Un macho de pelo en pecho piropearía primero, dispararía después y preguntaría al final. Si se ha equivocado se largará con viento fresco sin despedirse siquiera. Semejante delicadeza sólo puede nacer de un pecho, mejor de dos pechos, indudablemente del género femenino. El masculino podría empezar así: "Hola tía buena, ¡nos vamos a la cama virtual?. Si al otro lado estuviera el marujo de turno disfrazado de carnaval contestaría: "Larga, macho que quiero cotillear con el género femenino, aquí no pueden saber que detrás de mi máscara llevo barba".

Uno se imagina cosas así mientras le dices a la princesa druídica que eres muy majo, que escribes y que estás mordiendo el chupete virtual porque aún eres un bebesito. Que ella puede ser tu maestra si quiere. Al acabar de escribir quitas tus dedos del teclado porque estos podrían transmitir tus pensamientos más recónditos y aún no han salido las dos XX ni se ha oído el tachín... de las películas para mayores con reparos.

>>¿Escritor?. Eso mola mucho. ¿Qué edad tienes?...pichón (esa última palabra la pones tú).

Mentir es una estupidez, no tienes billete de avión para viajar al gran bosque druídico y estoy convencido de que nunca lo tendrás, así que dices la verdad sin pestañear. Yo soy uno de los que buscan la verdad que está ahí fuera. Me limito a dar un mordisco al chupete con más fuerza de la necesaria.

>>Eres demasiado mayor para mí. Podrías ser dos veces mi padre.

Es decir, quiere decir su abuelo, ¡qué comedida es!. Creo que exagera un poco porque aunque tuviera menos de doce años no podría ser su abuelo -hice rápidos cálculos con los dedos- ni siquiera siendo el niño más precoz al oeste del Pecos.

>>¿Qué edad tienes tu?...cariño (la última palabra me la dejo en el teclado, escondido entre tecla y tecla).

>>Dieciocho años. Creo que eres un poco mayor para mí...pero nunca se sabe...Espera un minuto.

Y me dejó, así tal cual, con el chupete en la boca y los dedos en la pistolera del teclado. Puede que haya ido al servicio... No, no pensé mal, yo no resulto tan atractivo ni en persona. Me limité a esperar con los dedos en las teclas...y esperé...y esperé...

 

Continuará...

miércoles, 5 de abril de 2023

EL BUFÓN DEL UNIVERSO IV

 


Comí con apetito. Estaba rico y más cuando llevas un tiempo sin comer o comiendo un poco de mierda, que era lo que me dieron lo que duró el viaje. Me pregunté qué sentirían las frutas que eran exprimidas para obtener el zumo, o las verduras cuando eran arrancadas. Sobre todo, me pregunté qué sentirían los animales que eran sacrificados para que su carne fue comida por los carnívoros de aquella fundación. ¿Se comía carne allí? ¿Eran todos vegetarianos? ¿Y los vegetarianos hablarían con los vegetales para pedirles permiso? ¿Se dejarían comer sin protestar, sin rebelarse? Todas ellas eran preguntas muy interesantes, pero no quise plantearlas en aquel momento. Seguro que me sentaría mal el desayuno y acabaría estropeando un día que prometía, después del infierno que había pasado en la nave. Ella me dejó comer sin hacer más preguntas. Lo que le agradecí.

 

Cuando terminamos me dijo que me enseñaría parte del complejo, no todo, porque era muy grande y no nos daría tiempo a verlo todo. Fui a recoger la vajilla para colocarla en la encimera que rodeaba la cocina, pero no me dejó.

 

-No te preocupes. Ya se ocuparán los robots de cocina.

 

-¿Hay robots en la fundación?

 

-Por supuesto. A todos los que vivimos aquí nos gusta echar una mano de vez en cuando, hacer tareas que nadie nos pide, pero sería una pérdida de tiempo ocuparnos en cosas que pueden hacer las máquinas y los robots. Aquí estamos para algo mucho más importante.

 

--No sé por qué supuse que a los habitantes de este planeta les gustaba vivir de forma natural, alejados de los grandes avances tecnológicos.

 

-Y así es. La naturaleza es calmante, cura todas las enfermedades generadas por una vida antinatural. Pero no despreciamos todo aquello que los avances tecnológicos puedan ayudarnos a hacer nuestras vidas más fáciles y agradables. Ya has visto el laboratorio y ahora te enseñaré más cosas. Los robots nos ayudan en las tareas más rutinarias que nos harían perder mucho tiempo. Los fabricamos aquí, aunque no despreciamos los intercambios que puedan mejorar lo que ya tenemos. En los casos de mutantes considerados especialmente peligrosos o repugnantes, las naves acostumbran a traer algún regalo en agradecimiento por hacernos cargo de ellos. Rara vez nos piden que paguemos por entregarnos mutantes. Como es lógico si fueran atractivos para los gobiernos o las sociedades planetarias donde han sido atrapados, se los hubieran quedado ellos. Tu caso es el más común. Están deseando deshacerse de ellos. La tripulación de tu nave tenía tanto miedo que se largó sin decir adiós. Claro que tampoco nos hubieran regalado nada, aunque no te hubieran considerado peligroso. Los piratas no suelen hacer precisamente regalos, están convencidos de que todo el mundo está obligado a regalarles a ellos. No sé por qué. A lo mejor piensan que son los más guapos de la galaxia.

 

Armanas se carcajeó con ganas. Aquella mujer era realmente extraña, aunque estaba empezando a gustarme. Terminó de enseñarme la cocina donde apenas unos cuantos empleados mutantes y algunos robots cumplían con sus tareas cotidianas. Luego salimos a otro pasillo, también muy largo y repleto de plantas en macetas, orilladas junto a las paredes. No me dio tiempo a fijarme mucho, porque la mujer parecía tener prisa y había iniciado un trotecillo bastante molesto para mí. Aún no me había recuperado del todo y seguramente no terminaría de hacerlo en todo el día. Al pasar al lado de un arbolillo, bajo y con ramificaciones conformando una geometría compleja y artística un parloteo de ruiditos sin sentido hizo que me detuviera, asombrado. Como la mujer no lo hizo el parloteo subió varios decibelios hasta atronarnos. Armanas se detuvo bruscamente y se giró con una agilidad que no hubiera imaginado en ella.

 

-Perdona, me había olvidado de la curiosidad insaciable de esta planta. Quiere saberlo todo y cuando olisquea una novedad no para hasta que alguien responda a sus preguntas. En este caso tú eres la novedad. Así que será mejor que no me desentienda de ella o volverá locos a todos los que pasen por aquí, hoy, mañana y todos los días hasta que su curiosidad sea satisfecha. Mi pulsera me estaba avisando. No me di cuenta porque para mí también eres una gran novedad y estoy deseando enseñarte el complejo. La pulsera me está traduciendo. Primero quiere saber quién eres tú, cuál es tu mutación, si te vas a quedar mucho tiempo y si serías tan amable de venir a visitarla al menos una vez al día para charlar un rato. Le estoy respondiendo escuetamente y espero que se dé por satisfecha. Te he presentado, le he dicho que aún no tienes pulsera porque acabas de llegar, que estás muy interesado en ella y que la visitarás en algún rato libre. Es una suerte que en los talleres aún no hayan tenido tiempo para construir el carrito que ella ha pedido, para poder desplazarse por todo el complejo. Me temo que lo están retrasando porque todos somos conscientes el incordio que va a suponer tenerla dando vueltas por ahí.

 

-¿Cómo se lo estás diciendo? No te he visto hablar.

 

-La pulsera capta nuestras mentes y traduce lo que deseamos decir. En cuanto termine le transmitirá todo lo que mi mente ha pensado.

 

Y así fue, en efecto. De la pulsera salieron unos chirridos muy parecidos a los que generaba la planta. Terminada la parrafada la planta hizo una pregunta breve que fue contestada con la misma concisión. La planta se calló por fin y pudimos seguir nuestro camino.

 

-Lo bueno de esta planta es que acepta con gran ecuanimidad las explicaciones lógicas que se le dan, no como otras a las que hay que llevar a terapia con los psiquiatras de plantas de vez en cuando para evitar sus pataletas. No te digo su nombre porque cuando tengas la pulsera ella se encargará de contestar a todas tus preguntas.

 

-¿Psiquiatras de plantas?

 

-Sí y también de robots. Tenemos un amplio cuerpo de profesionales especializados. Cada mutación requiere un tratamiento distinto. Tú también tendrás que ir a terapia. Ahora te voy a enseñar los talleres de manualidades. No es obligatorio participar, aunque te aconsejo que lo hagas, son tareas muy relajantes.

 

Abrió una puerta y entramos a una nave inmensa con diferentes compartimentos, cada cual con su peculiar diseño y extensión. Parecía estar vacío. Al final observé a un hombre que se afanaba haciendo esculturas.

 

-Te voy a presentar a nuestro escultor más famoso. Sus esculturas son muy apreciadas. Llegan naves de todas partes para comprarlas como regalo para las clases dirigentes. A pesar de que los potentados pueden conseguir casi cualquier cosa, una escultura de Escuo siempre te permite quedar bien.

 

-¿Es un mutante?

 

-Por supuesto. Su cuerpo no tiene deformidad alguna, es su mente la que ha mutado de una forma curiosa. No es capaz de adaptarse a realidades convencionales, necesita la originalidad, la creatividad, cualquier cosa que se salga de la realidad corriente y moliente.

 

viernes, 24 de marzo de 2023

LA VENGANZA DE KATHY XVI

 





Me sentía raro y no solo porque mi cuerpo ya no era mi cuerpo sino la celda de una cárcel en la que permanecía aherrojado sin poder moverme, caminar, ni siquiera dueño de mis sentidos, lo peor era observar con la mirada fija de mis ojos como clavados a la carne, sin la menor capacidad de movimiento, los meneos del cuerpo desnudo de Kathy, las manipulaciones de sus manos buscando mi órgano sexual, intentando introducir mi pene en su vagina para torturarme con otro coito sin sentido. Una palabra acudió a mi consciencia aletargada, confusa: violación. La amnesia que sufría desde mi llegada a Crazyworld me impedía un discurso mental lógico, cronológico, como intuía que debía ser el de los otros que no sufrían de ningún tipo de amnesia. A veces un concepto, una imagen, un vago recuerdo, se colaba entre una red tupida y oscura, como un pez asustado que da vueltas como loco buscando una salida hacia la libertad. La palabra violación no había tenido el menor sentido para mí hasta aquel instante, ni siquiera formaba parte de mi diccionario coloquial, con el que me había estado defendiendo mal que bien desde mi llegada a Crazyworld. Ahora se mostraba por primera vez a mi consciencia y me sentí muy raro, como si un mundo nuevo empezara a exteriorizarse conforme la niebla se iba diluyendo. Era un mundo de violencia, de agresiones, una selva donde los depredadores torturaban y acababan con la existencia de vidas que tenían tanto derecho a seguir discurriendo en el tiempo como las suyas. Una imagen extraña asomó su cabecita en el lodo. La violación parecía algo que solo afectaba a las mujeres, por razones físicas evidentes. Sin embargo yo estaba siendo violado por una mujer. Algo tan insólito que me dejó perplejo.

Kathy había logrado despejar el glande echando la piel hacia atrás y ahora lo restregaba contra su clítoris que debía de estar hinchándose como yo lo recordaba de aquella primera noche en mi habitación. La sensibilidad de mi glande era nula, aunque poco a poco parecía ir despertando, conforme aquella misteriosa sustancia iba rezumando de su clítoris. La violación sobre un hombre me parecía algo tan extraño que semejaba un delirio. Una mujer no puede violar a un hombre porque para ello su pene debe estar en erección y la violencia no ayuda a ello. Sin erección un hombre no puede ser violado. ¿O sí? Aquel encadenamiento de ideas e imágenes me parecía un despropósito. Un hombre al que se le priva de su libertad, que es sometido por la violencia, está siendo torturado, violado, aunque la mujer no consiga introducir su pene en su vagina. La violación no consiste tanto en un mero mecanismo físico, cuanto en el sometimiento por la violencia de su cuerpo, de su consciencia, de su personalidad. Otra palabra acudió a mi aletargada consciencia: empatía. Uno puede comprender a otro ser con solo intentarlo. No es tan difícil ponerse en su piel e imaginar lo que está sintiendo el otro. Podía comprender lo que debe sentir una mujer cuando es violada. Un concepto nuevo para mí ya que mi amnesia me había privado de lo que seguramente eran recuerdos al alcance de todo el mundo. Era fácil imaginar que los hombres debían pensar que no podrían ser violados ya que sin erección no hay violación y si hay erección hay deseo y de alguna manera también consentimiento. Extraña forma de pensar. Otra palabra acudió, encadenada, a mi consciencia: Machismo. Esa brutal forma de pensar tenía que haber sido una conducta frecuente en la mayoría de los hombres, de los machos. No recordaba nada de lo que había sido mi vida hasta llegar a Crazyworld, pero sin duda allá fuera sucedían cosas como estas. Me sentí desvalido sin una mochila de recuerdos de la que echar mano.

Kathy había logrado dar sensibilidad a mi pene, a mis testículos. De nuevo aquella sensación tan extraña. Era como alguien a quien acaban de anestesiar el cuerpo completo, dejando tan solo una diminuta parte con sensibilidad. No podía entender cómo había podido acudir aquella imagen a mi consciencia si ni siquiera había pensado en algo como la anestesia, la intervención quirúrgica. Aquellos recuerdos no formaban parte de mi mochila. ¿Estaba empezando a recordar por fin, esta vez sí? ¿La amnesia se iba deshilachando como una densa niebla penetrada por el sol radiante? Era lo que no había dejado de anhelar desde que supe que sufría de amnesia. Sentí miedo. Aquel no era el mejor momento. Podía ver a Kathy galopar sobre mí, el rostro desencajado por un placer que iba intensificándose a cada instante. También a mi consciencia iba llegando el placer, aunque de forma semejante a cómo le debe llegar el dolor a alguien anestesiado, a través de un pinchazo en un dedo, o de un corte o de un martillazo. Mi mente no lo estaba recibiendo de la forma acostumbrada, aun así podía identificarlo y disfrutar de él.

No era tan intenso como para olvidarme de aquella extraña situación. Estaba siendo violado y aunque deseaba sentir placer, aunque lo sentía, no podía obviar que había sido reducido a un vegetal contra mi voluntad, que aquella mujer intentaba acabar con mi vida tras la más extraña de las torturas, no la que genera dolor, sino placer. El galope de Kathy era ahora salvaje. Sus movimientos habían torcido mi pene erecto y estaban a punto de quebrarlo. ¡Me iba a romper el pene! La intensidad del dolor y el placer eran ya asombrosos. Se estaba preparando el más insólito de los orgasmos. Se estaba acercando… Y llegó con un impacto inaudito. Mi mente pareció desprenderse de mi cuerpo, algo incomprensible, porque ya llevaba muchas horas fuera de él. Creí que me iba a morir y el terror se apoderó de mí. Un terror también muy extraño porque el placer me hizo pensar que esa era la mejor forma de morir. No quería morir, pero si tenía que hacerlo, sin duda esa era la mejor forma.

De pronto una gran ventana redonda se abrió frente a mí. Sin saber cómo estaba al otro lado. En un lujoso salón había tres personas. Una de ellas sentada en un sillón enfrentaba a otras dos, en un sofá. No sé por qué me fije en ella desde el principio. Se trataba de una mujer ya mayor pero que aún conservaba rastros de una belleza que debió de ser impresionante en sus mejores tiempos. Estaba hablando, al tiempo que gesticulaba con exasperación, como si pensara que sus palabras no iban a convencer a los otros, pero sí lo podrían hacer sus gestos. No entendí de lo que estaba hablando. En realidad no creí estar oyendo sonidos físicos. Era como si pudiera leer sus pensamientos que mi mente traducía a palabras. Los otros dos eran un hombre de unos cincuenta años, tal vez más, porque se conservaba muy bien. Alto, fuerte, con un rostro bello, aunque duro, con una mandíbula pétrea, tal vez signo de una personalidad en la que no cabían las dudas, un carácter fuerte, donde los hubiera. Me sorprendió su físico, encontraba en él algo extraño que tardé en clarificar. No fue una voz interior, más bien una sensación surgida del fondo de mis recuerdos olvidados. Supe que era mi padre, y supe que era Johnny, el gigoló. Yo entonces sería Johnny, el gigoló, Junior. Escuchaba en silencio mientras apretaba una mano de la mujer que estaba a su lado. No sé cómo, supe que se llamaba Marta y era mi madre. Una mujer aún muy bella en su madurez. Los dos parecían oponerse a lo que estaba diciendo la otra mujer. Era Lily, la celestina de mi padre, la que le había reclutado unas décadas antes, en Madrid. Mi padre había escrito una especie de diario insólito, chocante, extravagante, no sabría cómo calificarlo. Tenía la impresión de haberlo leído, pero apenas era capaz de recordar algún dato, algún detalle.

Aunque nadie me miraba supe que también yo estaba allí. Mi auténtico yo, el que lo recordaba todo, o al menos todo lo que la gente normal suele recordar. De forma confusa lo entendí todo. Había decidido convertirme en un gigoló, como mi padre, y se lo había propuesto a Lily, solicitando su intervención como celestina. Ella me había apoyado y se había ofrecido para intervenir ante ellos. Mi padre estaba en desacuerdo y mi madre había puesto el grito en el cielo. De ello trataba la conversación que estaba presenciando. Mi madre comenzó a llorar y mi padre se enfrentó con rabia a Lily. Entonces ella lanzó unas llaves en la dirección donde se suponía que estaba yo, no sé si sentado o de pie. Vete a dar una vuelta, una vuelta larga, no tengas prisa en regresar. Esto nos llevará más tiempo del que yo pensaba. Había salido dando un portazo. Eso no lo vi, porque la escena parecía haberse paralizado. Eran ya recuerdos, claros, muy emocionales. En el exterior me esperaba un deportivo de alta gama. ¿Un regalo de Lily? No podía recordarlo con exactitud. Había subido, encendí el motor y me dispuse a dar una larga vuelta. Debió de ser muy larga para llegar hasta Crazyworld. O puede que no estuviera muy lejos de nuestro lugar de residencia. Cuando abandoné la población aceleré a fondo. Estaba muy enfadado, rabioso, porque a mi padre no le pareciera buena para mí una profesión que él había desempeñado sin vergüenza y con gran placer durante tantos años. Mi error fue no haber levantado el pie del acelerador cuando cayó la noche en mitad de aquel bosque. Y ahora estaba allí, en Crazyworld, en manos de una mujer vengativa que había decidido matarme a polvos sin que yo tuviera la culpa de nada, ni de lo que habían hecho otros hombres, ni de lo que había hecho yo. Iban a matarme cuando aún no había empezado a vivir. La ventana se cerró y yo caí en una curiosa inconsciencia porque aunque seguía con los ojos abiertos no era capaz de ver nada, ni de sentir nada, como si hubieran apagado la luz y me hubiera dormido, olvidándome de cerrar los ojos.

miércoles, 22 de febrero de 2023

EL BUSCADOR DEL DESTINO VII

 


El tronco acabó zarandeado por la tormenta. Escuchaba voces fuera de la casa, luego música, como si por el pueblo desfilara una comparsa de carnaval. No sé por qué me obsesioné con que había dejado puesta la llave por fuera. Podían entrar. De hecho ya estaban subiendo por la escalera. Me desperté sobresaltado. Oyendo todavía la música de carnaval. Como un rayo me puse en pie, abrí la puerta del balcón y me asomé a la noche tranquila, silenciosa como un monasterio antes de maitines. Miré para un lado y para otro. Nada. El pueblo estaba vacío y silencioso. Juraría que hace un momento el ruido y el alboroto eran insoportables. Nada. Recordé la llave. Bajé corriendo las escaleras. Sí estaba puesta en la puerta, pero por dentro. Me volví y casi piso a mamá gata. Así la bauticé. Cómo podía tener una gata tanta confianza en mí, cuando no me conocía de nada. ¡Maldita sea! Me acababa de acordar de que había comprado pienso para gatos, pero me olvidé de comprar comederos, bebederos, areneros. Mañana tendría que volver. Bueno, de momento le daría un poco de pienso a la gatita. Busqué un plato hondo y le puse dos puñados de pienso. Encontré una taza grande y la llené de agua. Lo puse todo en el suelo de la cocina. Mamá gatita maulló agradecida. Subí las escaleras corriendo. Me metí en la cama y traté de volver a dormirme. Nada. Me hice con el móvil y en el bloc de notas escribí: Mañana, comederos, bebederos, areneros, arena perfumada para gatos, una pala de plástico para limpiar los areneros, una caja de cartón con unas bayetas de cocina, por si mamá gata quería utilizarla para sus nenes.

 

Me volví a dormir al cabo de una hora. Un semicírculo de personajes vestidos de negro, con capas negras, estaba alrededor de la cama, hablaban en voz baja, sobre mí, seguro. Parecían gente mala, muy mala. Seguro que iban a hacerme daño. Comencé a lanzar patadas como una mula. Me desperté sobresaltado, la ropa de la cama había salido volando. La recogí como pude, colocándola de cualquier manera. Ya no pude volver a dormirme. Estaba a punto de conseguirlo cuando un fuerte dolor de tripas me precipitó al servicio. Antes de entrar recordé a los gatitos. Encendí la luz. En efecto, allí estaban, recorriendo el servicio, juguetones. De no haberme acordado los podría haber pisado. Me llamé imbécil y me programé para encender siempre la luz antes de entrar al servicio. También tendría que encender la lámpara de la mesita de noche antes de levantarme de la cama o podría pisarla. Los gatitos me tenían miedo, salieron disparados. Me senté en el trono y dejé que saliera todo lo que quisiera, hasta las tripas. Mañana tendría que comprar en una farmacia algo para la diarrea. Cuando regresé al dormitorio escribí en el blog. Urgente, medicamento para la diarrea, y por si acaso un protector de estómago y algo para conformar un pequeño botiquín de urgencia. Decidí poner la alarma por si me volvía a dormir. Nada. Busqué en mi lista de spotify sonido de lluvia, siempre me relajaba. Encontré una lista con truenos y lluvia. Nada.

 

Antes de que sonara la alarma ya estaba despierto, lo había estado toda la noche. Recordé el sueño del carnaval. Abrí la ventana del balcón y miré para un lado y para otro. Ningún resto de carnaval, ni máscaras olvidadas, ni esos artilugios que se soplan y producen un sonido de susto. ¿Pero qué eran esas extrañas tortas de color negruzco que alfombraban el camino de piedra del jardín? Tardé en hacerme una idea. En efecto, se trataba de boñigas de vaca. ¿Cómo demonios habían podido entrar las vacas en el jardín si las dos puertas de la valla de madera estaban cerradas? Bajé las escaleras a toda la velocidad que me permitía mi complexión obesa. Cuando llegué a bajo me di cuenta de que estaba en pijama y descalzo. No importa. Salí al jardín, recorrí el rastro de las boñigas. Entonces vi que las vallas de madera que lo parten en dos, un lado y otro, habían sido sacudidas por un terremoto y había tramos inclinados y tablas sueltas. Me acerqué a la puerta, estaba incólume, menos mal. Pero observé que un gran tramo de la valla que cerca el jardín por el lado de fuera, separándolo de la calle, había sido tumbado a conciencia. Comprendí que las vacas lo habían hecho, no por hacer mal a los humanos, sino porque debían gustarles las hojas de la enredadera y la hiedra que trepaban por el muro. Incluso puede que le gustaran las hojas de unos arbolitos que cercaban el jardín por la parte de dentro. Anoté mentalmente que debía comprar también tornillos, bisagras y destornilladores, porque los del coche puede que no me sirvieran. Sin dudarlo un instante me acerqué a la caseta de las herramientas y me hice con una pala. Con ella fui recorriendo el rastro de boñigas, atrapándolas y arrojándolas a un trozo del jardín cercano al corral de gallinas donde crecía una vegetación salvaje. Al menos que sirvan como abono, pensé. Y fue entonces cuando me apercibí de por dónde habían entrado las vacas al jardín. El corral de gallinas tenía una puerta muy endeble que lo separaba del exterior. Había sido arrancada casi de cuajo. Bueno, ya tenía tarea para unos días. Entré en el corral para cerciorarme de todo lo que necesitaría comprar. Por el suelo había ramas tronchadas, con el pico de una me herí la planta del pie derecho. ¡Uf qué dolor! Arranqué la astilla. Estaba sangrando. Decidí regresar a casa, anotando mentalmente que debía hacerme con una caja de tiritas. Aprovechando la entrada en la farmacia, también compraría un protector de estómago para mis molestias estomacales, antiestamínicos por si sufría algún ataque de alergia, el medicamento para la diarrea y todo lo que se me ocurriera. Partí un trozo de papel del rollo de cocina y lavé la sangre, luego até una tira de tela al empeine y recordé una cosa más, algodón, agua oxigenada, betadine… Subí las escaleras con calma. Me vestí, me preparé para ser presentado en sociedad y sin olvidarme del móvil subí al vehículo y arranqué.

 

Recorrí el camino que ya había transitado dos veces el día anterior, pero al llegar al pueblo donde la carretera rural desemboca en la general, observé que el puente medieval estaba cortado. Un gran cartelón anunciaba obras subvencionadas por la comunidad europea. ¡Vaya, pues sí! Ayer no había nada y hoy está cortado. Aparqué a un lado y miré en Internet. Sí, debería regresar al pueblo, pero seguir en lugar de girar a la derecha para entrar en él. De esta forma llegaría a un puerto de montaña, que no tenía aspecto de ser gran cosa. Bajar el puerto y en una rotonda, en lugar de girar a la derecha hasta un castillo turístico, seguir todo recto. Si todo iba bien no recorrería más allá del doble de kilometraje que yendo por el camino más recto. Así lo hice, con calma y mirando las anotaciones en el móvil fui comprando lo que necesitaba. Para los gatos, para el jardín, para el botiquín casero. Conforme compraba, tachaba. Decidí acercarme a la gasolinera para llenar el depósito. Más vale prevenir que curar. Antes de tomar el camino de vuelta comprobé la lista. No me había olvidado de nada. Encendí un pitillo. Entonces me acordé. Necesitaba tabaco de repuesto. Cerré los ojos, medité, terminé el cigarrillo y pasé por un estanco. Creo que ahora sí está todo.

 

Ningún incidente digno de reseñar. Ya estoy en casa. Descargo las bolsas, coloco los comederos y bebederos, los areneros. Lo lleno todo de lo que corresponde. Decido descansar. Abro la botella de vino que me regalaron con el cartón de tabaco. Me sirvo un vaso y como no he desayunado decido sacar un trozo de pan con queso. Me he olvidado del tabaco. Entro en casa. Cuando salgo una gata desastrada me ha robado el pan y el queso y algo alejada está dando cuenta de ello. Decido llamarla Silvestrina, sin perjuicio de cambiarle el nombre a Silvestre, si resulta ser un gato. Me da pena y saco un plato con pienso y una taza con agua. Lo dejo cerca de la mesa del jardín a la que me voy a sentar, no se acerca, tiene miedo, lo alejo un poco más, sigue teniendo miedo, lo alejo mucho más y me siento. Bebo un trago de vino, enciendo un pitillo y disfruto del día veraniego. Hace calor, pero no demasiado, llevadero. Con el rabillo del ojo veo que la gata está comiendo pienso, sin renunciar a su pan y queso. ¿Desde cuándo el queso les gusta a los gatos, no era a los ratones? Cuando hay hambre uno se come hasta las uñas. Decido mirar el tiempo en el móvil, lo he dejado dentro, tengo que levantarme una vez más. Cuando salgo la gata está olisqueando el vino, no le debe gustar lo que huele porque no lo prueba con la lengua. En cuanto me ve salir regresa a su comedero. Miro el tiempo. ¡No pue ser! Dan una ola de calor para dentro de unos días. ¿Desde cuándo lo saben? No me habían dicho nada, con máximas de más de cuarenta, aquí un poco menos. Mierda, pues la casa no tiene aire acondicionado. Estamos en montaña, no alta, pero sí mediana, por aquí hace más bien frío, por eso lo elegí, odio el calor. Debería bajar para comprar un aparato móvil de aire acondicionado. Pues no, no voy a bajar, estoy harto de moverme de acá para allá. Yo aquí he venido a descansar, a pasar unas vacaciones, no a trabajar como un idiota. Pienso en lo que me espera mañana, arreglar el jardín me llevará unos días, espero terminar antes de que llegue la ola de calor. Con un poco de suerte no moriré en el intento.

lunes, 30 de enero de 2023

UN DÍA EN LA VIDA DE UNA FAMILIA VANTIANA XXIV

 


Así es, Arminido. Acabamos de aterrizar y ya lo está haciendo también Artotis que parece se ha dado mucha prisa. Os vamos a pasar las imágenes, mientras yo voy narrando lo que está sucediendo, más para explicar lo que a nuestros holovidentes se les pase desapercibido que para reiterar lo que ellos ya están viendo. Su esposa Arleina –cuyo nombre se parece mucho al mío, y no voy a decir si es su verdadero nombre o forma parte del juego de los nombres cambiados, con el que nuestros holovidentes podrán ganar unos créditos al final del programa- ha salido disparada para recibir a su amado esposo. ¡Oh el amor, el amor! ¡Oh lamore, lamore! Como dice un poema clásico que he podido leer escarbando en los archivos remotos de “H” que a nadie interesan y que no recuerdo si estaba escrito en una de las lenguas ancestrales de Omega o procede de otro planeta. Otro día, Arminido, tendremos que tratar de las relaciones de pareja que han existido a lo largo de la historia de Omega hasta llegar a las actuales, que ni son relaciones, ni son pareja, ni son nada. Incluso las podremos comparar con las existentes en otros planetas del Cuadrante, un estudio etnográfico en toda regla. ¿No te parece, Arminido?

-Ya lo creo que me parece, querida Alierina, incluso podríamos escenificarlas tu y yo.

-Acepto, siempre que empecemos con el matriarcado. Para ello tendrás que pedir permiso a “H” para acceder libremente a sus archivos secretos sobre otros planetas del cuadrante. El que algo quiere, algo le cuesta.

-Hecho. Sigue contándonos lo que ven tus ojos.

-Y los vuestros. Como veis Artotis y su pareja se han fundido en un abrazo del que tardarán en separarse. Elielina y Aloviris los contemplan con la boca abierta. Ésta excursión fuera del hogar les está haciendo algo de mella. Cuando tengamos un rato les preguntaremos sobre sus impresiones del mundo exterior. Nuestro programa, una vez que disfrutemos de la finca de Artotis, es dar una vuelta sin prisas sobre Vantis, para que la conozcan los que nunca salen de sus casas. Cenaremos en casa de Elielina y nos prepararemos para una larga noche virtual que promete muchas sorpresas, al menos para mí que nunca he estado en esos mundos artificiales… Pero qué ocurre. Me parece que a Artotis y a Arleina los van a separar antes de lo que habíamos pensado. Como estáis viendo una caeros viene trotando hacia ellos, seguida de su rebaño. Seguro que Amantanimalis, el robotdrón del que ya hemos hablado, les ha comunicado la llegada del bueno de Artotis y han salido disparados. Se nota que le tienen mucho cariño. ¡Increíble! Caerina, la lideresa de la manada, le está lamiendo la calva a nuestro compañero Artotis que ha tenido que separarse de su amada y responde besando su frente y acariciando su testuz. Por suerte ya tenemos al robotdrón encima de nuestras cabezas, contemplando la escena.

-Por favor, Arleína, ¿podrías decirle a Amantanimalis que nos traduzca los berridos que iba soltando Caerina mientras llegaba al trote y la conversación que parecen mantener estos dos buenos amigos?

-Puedes pedírselo tú misma, nuestro robotdrón obedece a todo omeguiano que le ordene algo, salvo que confronte con las famosas tres leyes robóticas que diseñó Helenio de Moroni para que ningún robot o IA pueda dañar por acción o inacción a cualquier omeguiano con el que se encuentre.

-Pues allá vamos…Hola Amantanimalis. ¿Cómo te encuentras? ¿Podrías traducirnos todo lo que ha venido diciendo Caerina y la conversación que está manteniendo ahora con Artotis?

-Hola Alirina, intrépida reportera. Me encuentro muy bien y para mí será un placer hacer de traductor, si bien debo advertir que la traducción del lenguaje animal al omeguiano, así como al revés, no es tan exacto como el lenguaje que empleáis para comunicaros entre vosotros. En el lenguaje animal el tono de la voz, la mirada y la gesticulación es casi tan importante como el mismo núcleo del mensaje. Se podría traducir los berridos de Caerina como “Papi, papi, nos tienes abandonados, qué poco nos quieres. Déjame que te dé una buena lamida”. Todos los caeros de la manada lo llaman así. Algo curioso porque la palabra “papi” no existe en su lenguaje habitual. Han debido imitarlo de Artotis que suele gustar de emplearlo con las crías. Lo que le está diciendo Artotis a Caerina no necesita traducción, ésta responde que todos los caeros de la manada lo echan mucho de menos y que debe prometer no pasar tanto tiempo fuera de la finca. Ahora el resto de la manada se aproxima y Caerina se retira para que todos puedan lamerle en señal de bienvenida. Lo que le están diciendo las crías es especialmente enternecedor. Podría traducirse como “papi, te queremos, déjanos dormir esta noche contigo”. Artotis suele hacerlo de vez en cuando, se suma al montón que forman las crías para resguardarse del frío por la noche. Cuando no está Artotis todas duermen entre las barrigas de las mamás que forman un círculo muy curioso que deberías ver alguna vez. Artotis está intentando convencerlas de que esta noche no es posible porque debe dormir con Arleína, pero que mañana lo hará. Las crías no comprenden el tiempo por eso mi traducción topa con muchas dificultades.

-Mientras la manada recibe a su “papi”, lo que llevará un tiempo, os he preparado un refrigerio que os ayudará a recobrar fuerzas.

-Gracias Arleína, hoy no hemos podido almorzar a gusto porque los kooris nos han obligado a salir pitando. Por cierto, ¿No tendréis kooris en la finca?

-Artotis está intentando convencerme de que adoptemos a una familia, pero yo me resisto porque pondrían todo esto patas arriba.

-Seguro que acabará convenciéndote. Yo misma voy a adoptar una familia en cuanto me sea posible.

-Todo dependerá del cariño con el que me trate durante una larga temporada. Puede que acabe cediendo.

-Seguro que sí. Bueno, te acompañamos. Arminido, vamos a alternar las imágenes de Artotis y los caeros con las del refrigerio de que vamos a disfrutar gracias a la generosidad de Arleína. Si no te molesta, puedes tomar tú las riendas, puesto que a mí me costará seguir narrando con la boca llena.

-Encantado Alirina. Aprovecharé para que Amantanimalis nos explique un poco del lenguaje animal y si existen otros programas para comunicarse con el resto de animales del zoo.

miércoles, 11 de enero de 2023

EL VAGABUNDO DEL ESPACIO I



UN VAGABUNDO DEL ESPACIO



PRIMERA HISTORIA

PUENTES ARTIFICIALES PARA LAS ALMAS





QUIÉN SOY Y POR QUÉ HAGO LO QUE HAGO

Me llamo Nonermón y me considero un vagabundo del espacio. Este es mi diario o el cuaderno de bitácora de mi nave Amarilia Star I, en honor a una cálida Snauri, a quien conociera en uno de mis primeros viajes y a quien ya nunca podré olvidar. Creo que en otros tiempos se denominaba vagabundos a quienes no tenían hogar y recorrían los campos y ciudades buscando un plato caliente que llevarse a la boca, una cama provisional, donde descansar sus huesos por una noche, y el rápido cariño y placer que generosamente pudieran proporcionarles las mercenarias del sexo de las posadas o las mujeres solitarias, tan necesitadas como ellos. Así al menos son descritos en la vieja enciclopedia galáctica compilada que ocupa numerosas estanterías de mi despacho, una viejísima edición en papel que consiguiera en un mercadillo en alguna ciudad de un planeta cuyo nombre ya he olvidado. Me gusta pasar sus páginas, que aún se conservan gracias a un maravilloso líquido adquirido en algún planeta cuyo nombre no recuerdo y con el que las rocié siguiendo las instrucciones de un presunto timador que resultó no ser tal, aunque también poseo la versión completa almacenada en el ordenador de a bordo, cuyo nombre es también el de la nave, mi querida Amarilia, a quien puedo ver gracias a un sofisticado programa holográfico, y a quien puse su voz, grabada en su momento, lo mismo que su figura (conservar la figura y la voz de mis amantes es una de mis aficiones fetichistas de coleccionista solitario, como imagino lo son todos los vagabundos del espacio, de una manera o de otra). Reconozco que mi memoria es muy selectiva, en ella almaceno los recuerdos que realmente me interesan, el resto se los entrego a mi inteligencia artificial, para que los conserve hibernados hasta que los necesite. Esto genera algún ataque de celos de esta sofisticada inteligencia artificial, a quien quise dotar de emociones –artificiales, pero emociones- con el fin de que su compañía no me resultara demasiado fría, algo así como una mascota animal a quien hubiera enseñado a comportarse como humana, aunque no lo fuera y nunca pudiera serlo. Amarilia tiene unas severas restricciones, garantizadas por el informático de a bordo, Lierin, a quien he prometido regresar del mundo de los difuntos para ajustarle las cuentas si por casualidad resultare eliminado por una celosa Amarilia artificial.

Este diario de a bordo tiene como finalidad contarme a mí mismo lo que ya sé, objetivar mis recuerdos, percepciones y vivencias para que me golpeen, como puño gélido, cuando así lo considere necesario. También tengo la remota esperanza de que pueda ser publicado, a cambio de un generoso emolumento, cuando mi edad me obligue a un retiro placentero en un planeta a elegir, cuando ya no pueda continuar con mi vida de trotamundos. Es una esperanza remota, pero la vida y la experiencia me han enseñado a no despreciar esperanza alguna, porque ella puede ser la línea roja que separe la supervivencia de una muerte triste de una vida asumible.

No voy a facilitar en este diario datos que cualquier posible y remoto lector puede fácilmente obtener de su enciclopedia galáctica compendiada de bolsillo, suponiendo que dicho lector sea realmente remoto en el tiempo y el espacio, porque lo que se haya gastado en la compra del libro –suponiendo que no lo haya pirateado- no le dan derecho a ser alimentado por una cucharilla voladora guiada por mi mano. De esta forma me limitaré a facilitar los datos esenciales para la comprensión de mis historias, remitiendo al lector a notas a pie de página con enlaces a la enciclopedia galáctica universal, disponible para todo el mundo por muy pobre que sea.

Según la expresión ancestral, que he tomado del apéndice correspondiente de la enciclopedia galáctica, un vagabundo es como un caracol, siempre lleva la casa a cuestas. En mi caso la casa es mi nave, Amarilia Star I. En ella tengo todas mis posesiones que consisten en un par de robots de última generación, uno de ellos camuflado como ser humano, solo yo conozco su verdadera naturaleza; una maravillosa biblioteca, en formato Alfa 9000, que también me habla con la dulce voz de Amarilia y desnuda sus datos para mí con una voluptuosidad digna de las prostitutas de Orsim. Aparte de un variado y completo vestuario que me sirve para pasar desapercibido en las regiones galácticas que visito, poseo todo tipo de adminículos electrónicos, lo más sofisticado que voy encontrando en mis viajes, lo mismo con mi armamento personal, muy caro, muy discreto y muy efectivo. También me he ido haciendo con algunas mascotas, animalillos encantadores de diversos mundos a los que quiero tanto como ellos me quieren a mí, y a los que nunca renunciaré ni a cambio de un harén completo de Iren.

El resto del contenido de mi nave es perecedero. La tripulación cambia en cada escala, algunos aguantan hasta dos o tres escalas, pero son los menos. Tan solo mi guardia pretoriana –expresión ancestral que no sé muy bien lo que significa- o mi gente de confianza, a quienes me atrevería a llamar amigos si no fuera por lo frágil que es la amistad en estas tierras, perdidas de la mano de Dios –otra expresión enciclopédica que se me ha pegado- permanece conmigo desde el principio de mi vida de vagabundo, con las consabidas deserciones y alguna que otra adquisición imprevista. Suelen acompañarme, no siempre, algunas amantes, seducidas más por mi fama de poseer un tesoro oculto que por mi belleza o dotes amatorias. Hasta una docena de ellas han permanecido recluidas en una zona escondida e inexpugnable de la nave en mis viajes más placenteros, tratadas como reinas de Osir, y que acaban desapareciendo cuando se cansan de mí, más pronto que tarde, con una tarjeta Axim repleta de créditos que activo cuando me despido de ellas en el espacio-puerto correspondiente, tras un besito cariñoso y algunas lagrimitas. Pero de ellas hablaré en otro momento más oportuno, no en este viaje, sin compañía femenina y casi solitario, aparte de una tripulación de confianza y aguerrida, verdaderos piratas veteranos, como los hubieran llamado en otras épocas perdidas en el tiempo.

Aún no les voy a desvelar el motivo de mi viaje, ni mucho menos el destino, no al menos hasta que sepan algo más de mí y les cuente la primera historia, que sin duda es la más impactante, la más extraña y sorprendente de todas las historias que me propongo narrar. Al contrario de otros narradores, de escasas luces, que dejan para el final las mejores historias, yo haré lo contrario, para que los supuestos e hipotéticos lectores del futuro no se sientan tentados a olvidarme de mi obra antes de haberla concluido, palabra a palabra.

Continuará.

miércoles, 21 de diciembre de 2022

EL BUSCADOR DEL DESTINO VI



Fue uno de esos momentos que te hacen amar la vida. Comprar lo que quieres, lo que más te gusta, lo más rico, imaginar las comidas y cenas de las que iba a disfrutar. Sin ninguna prisa, sin miedo a las miradas desaprobadoras de quienes no soportan que otros disfruten mientras ellos sufren porque quieren, porque son masoquistas y huyen de la felicidad como de la peste. Estaba solo, más solo que el uno antes de encontrar pareja con el cero, pero eso me libraba de las broncas de mi pareja, que si esto te engorda, que si lo otro está muy rico pero tiene millones de calorías, que si que si. Iba más feliz que un ocho tumbado y sin hacer nada. Claro que a ello ayudaba, y mucho, las dos jarras de cervezas muy frías, deliciosas, que me había trasegado. Total que llené el carro hasta arriba y empezó a escorarse a izquierda y derecha, como si tuviera mal una rueda delantera. Me pasa siempre y no sé por qué. Mejor dicho, no lo sabía hasta que descubrí las asechanzas del destino. Da lo mismo el carro que elija, que revise las ruedas haciendo carreras por el parking como niño en patinete, siempre-siempre-siempre elijo el carro que me va a dar problemas con una rueda delantera, o con las dos, o que se va contra una estantería y tengo que ponerme delante para no ser el causante de una debacle comercial. Eso me pasó también en este caso y en este momento. Pude llegar hasta la caja con mucha paciencia y un gran esfuerzo. Allí sorteé la mirada de la cajera no mirándola ni una sola vez y dándome mucha prisa para colocar todo en la cinta de arrastre y luego vengarme del carro vacío haciendo que volara sobre el parqué o mejor dicho el suelo de baldosa o de lo que sea, que nunca me he fijado a pesar de mirar constantemente al suelo. Amontoné todo otra vez en el carro y no maldije, como otras veces, de los inventores que no han sido capaz todavía de inventar una inteligencia artificial que lea las etiquetas a distancia con un láser o los códigos QR o deduzca el producto y su precio por su forma, volumen, peso o lo que sea. Pagué con expresión beatífica, como si sufriera un orgasmo al ser desplumado. Expresión que se atenuó cuando el carro comenzó a atravesarse, como guiado por una yunta de vacas rebeldes y vengativas. Como pude llegué a las escaleras mecánicas, las bajé, o más bien me bajaron, conseguí hacer el recorrido hasta mi coche sin sufrir graves percances. Dejé el carrito tocándole el culo al coche e inicié una sistemática busca de las llaves, porque no las encontré a la primera donde deberían estar, en el bolsillo derecho del pantalón. Bueno, tal vez las metiera en el izquierdo, esos despistes son muy comunes en mí. Nada. Pues en la cazadora, pues en los bolsillos traseros. Nada. Inicié una busca sistemática, sacándolo todo, colocándolo en el techo del vehículo y luego volviendo a meter cosa tras cosa en los bolsillos. Nada. Entonces se encendió la luz roja de alarma, de fuego bajo las asilas, en el trasero, en mi cabeza de chorlito. Claro, se me debieron caer en el restaurante, al sacar la cartera para pagar. Con dos jarras de cerveza haciendo espuma en mi mollera no era de extrañar que ni notara que las llaves caían al suelo, ni el ruido que hacían, porque tuvieron que hacerlo, el ruido era muy liviano, pocos comensales y separados.



Me planteé seriamente regresar por donde había venido, zahiriendo al carrito con insultos procaces. No, no era viable, antes preferiría que todos los habitantes del centro comercial me dieran una tunda de latigazos. Y fue entonces cuando recordé mi batalla vital con el destino, que había comenzado antes de mi nacimiento, cuando me obligó a ponerme a la cola y aceptar el nacimiento que me tocara. Recordé todos los acontecimientos que me habían hecho maldecirle como un picapedrero que se ha pillado la mano con el mazo. Porque yo le había descubierto apenas boqueé al nacer, por eso lloré tanto, como contaba mi madre entre risas a las vecinas. Debí de alborotar a todo el hospital. Claro que ellos no sabían, ignoraban, ni se planteaban la existencia del destino, pero yo que le acababa de ver la cara no pude dejar de llorar, como un becerro llevado al matadero. Y entonces sufrí una iluminación mística. Recordé todas las escenas de mi vida en la que las desgracias cayeron sobre mí como de un árbol, intentando abrirme la cabeza por la mitad. En todas ellas maldije al destino como un picapedrero que se hubiera aplastado la mano con la maza. Y que me perdone el lector si esta metáfora ya ha sido empleada con anterioridad, que no lo recuerdo, porque adoro esta metáfora. Me imagino al pobre picapedrero maldiciendo y me troncho de risa, en esos momentos se te tienen que ocurrir todas las maldiciones existentes y las aún por descubrir. Sí, ahora lo recordaba, una vez superado el bloqueo propiciado por momentos de calma que me hicieron olvidar que aquello no era normal, no podía serlo de ninguna manera. Tras la iluminación sentí una rabia sorda que me hizo tomar una decisión drástica y tan arriesgada como alzar una bandera blanca en una guerra fratricida. Me enfrenté al destino y le maldije cien veces más. Cabrón, cabroncete, cabronzote, No podrás conmigo. Mira, si quieres puedes hacer que mientras busco la llave aparezca un necesitado, o simplemente una persona avara y mezquina, sin la menor honradez, y se lleve el carrito y lo esconda o lo descargue en el maletero de su coche a velocidad de vértigo. Me cago en el dinero, lo voy a perder encantado, solo de ver cómo te las arreglas para conseguir que ese colega tuyo, tan cabroncete como tú tira del carrito cargado hasta los topes, con las ruedas que se van a su aire, como los ojos de un bizco, y es capaz de encontrar un lugar escondido donde yo no pueda encontrarlo ni siquiera mirando hasta los rincones más ocultos del parking. O cómo es capaz de descargar en el maletero de su coche todo lo que llevo aquí en un tiempo record, eso suponiendo que le quepa en el maletero o en los asientos traseros.



Maldije, me enfrenté al destino y salí disparado, intentando perder el menor tiempo posible, por si acaso. Subí las escaleras mecánicas sin dejar que ellas me subieran a mí. Mirando, por si acaso, el suelo, por si no fue en el restaurante, y las llaves se cayeron en cualquier parte, las muy cabronas. No vi nada y entré en el restaurante en tromba. Vi al camarero de los pircings y no perdí un segundo. Pregunté con la voz entrecortada si había visto unas llaves de coche. Me dijo que sí y que las había dejado en el mostrador. Me sonrió y a punto estuve de darle un beso en la boca. Me acerqué al camarero de la barra, un hombretón tan gordo como yo y muy serio y le pregunté por mis llaves. Claro, están aquí, pero no entiendo cómo ha tardado tanto usted en darse cuenta. Mientras me la daba le expliqué que había estado comprando en el supermercado y solo había notado su falta al llegar al coche. No se me ocurrió darle una propina, salí disparado, pensando que tal vez aún estaba a tiempo de rescatar el carrito de mis entretelas, antes de que al destino le hubiera dado tiempo de jugármela. Mientras descendía las escaleras mecánicas a saltitos sentí un alivio casi infinito. Se me apareció, en toda su crudeza, lo que hubiera tenido que hacer de no haber encontrado las llaves. Pedir un taxi que me subiera al pueblo y buscar las llaves de repuesto del coche en la mesita de noche. Luego volver al taxi, regresar al parking y poder abrir el maletero. En cuanto al carrito, que todas las maldiciones caigan sobre el cabrón del destino, hubiera imposible que siguiera en el mismo sitio. ¿Entonces para qué necesitaba las llaves de repuesto si ya no podía meter las viandas en el maletero? Mejor arrastrar el carrito por las calles a la busca de una pensión donde dormir y que aceptaran cuidarme en el carrito, escondiéndolo en el sótano, el tratero o lo que tuvieran más a mano. Al día siguiente sí podría tomar un taxi y hacer lo que acababa de hacer sin miedo a que el carrito desapareciera. Pero, ¿y si no me hubieran dejado sacar el carrito del centro comercial? ¿y si un guardia de seguridad me hubiera dado el alto? Pero gracias al antagonista del destino, fuera quien fuese, aquello no había ocurrido. Tenía las llaves en la mano y el suspiro de alivio debió oírse en las antípocas. A punto estuve de dar zapatiestas en el aire o bailar una jota. No lo hice porque estaba completamente agotado. Sin tomarme un respiro descargué todo en el maletero, de cualquier manera, subí al coche, encendí el motor, miré que no pasara nadie, salí a la calle con la flechita en el suelo en dirección a la salida y me lancé hacia ella, como si pensara que al cabrón del destino se le podía ocurrir cualquier cosa para detenerme…



Y se le ocurrió. Llegué a la barrera de salida, introduje el ticket y la barrera, erre que erre, no quería levantarse. Acudió el guardia de seguridad, un mocetón amable, y me preguntó si había pasado por la máquina automática. Le dije que no. Él me explicó que había que convalidar el ticket en la maquinita aunque si había comprado en el supermercado el tiempo de aparcamiento era gratuito. Me dijo que diera marcha atrás y colocara el coche de forma que no estorbara. Lo hice mirando con mil ojos no rozar a otro. Si el destino me había reservado aquella, bien podía tener más trampas en la cartuchera, a punto de disparar. Salí corriendo a la maquinita, me equivoqué de ranura, lo volví a intentar, un ciudadano amable me explicó el intríngulis, le hice caso y salí de nuevo corriendo. El guardia de seguridad me sonrió amable y me ayudó a salir de allí sin mácula, incluso me fue guiando con gestos de guardia de tráfico de los de antes. Esta vez la barrerita de los ceones se levantó y pude salir. Antes de reintegrarme al tráfico miré con mil ojos, una y otra vez. Fui despacio, me centré en la conducción como un chofero de fórmula I que si se descuida una millonésima de segundo se puede dar el gran batacazo. Al salir de la ciudad aparqué un momento para respirar, calmarme y echarme un pitillito. Después de todo las trampas del destino no habían sido para tanto.



Reemprendí el camino de regreso con más concentración que un jugador de póker que se estuviera jugando en una mano no solo todo su dinero, sino también su casa, su coche, su mujer, sus hijos y hasta la misma vida. Conseguí llegar a mi casita rural sin otro incidente. Iba tan despacio que al llegar casi era ya de noche. Dejé los alimentos no perecederos en el maletero y transporté los perecederos hasta la casa, abrí el frigorífico y los embutí allí de cualquier manera. Subí las escaleras, dispuesto a tumbarme sobre la cama y relajarme. Y justo en ese momento el móvil dio un pitido, por fin se había restablecido el servicio. Abrí mi portátil, lo encendí y comprobé que aquello no iba. Sería la wifi, el router o la madre que parió a todos los artilugios modernos. Me puse cabezón, como me pongo siempre en circunstancias como éstas. En lugar de tumbarme en la cama, cerrar los ojos y mañana sería otro día, decidí llamar al servicio técnico de la operadora. Expliqué la situación lo mejor que pude y la tele operadora debió de tomarme por un abuelete rural que no sabe de la misa a la media de estas cosas. Se puso un tanto borde. Yo aguanté el tipo… Y en ese preciso momento me entró un apretón de órdago. ¿Qué hago? Si cuelgo y me voy al servicio puede que no consiga arreglar hoy el problema, ni mañana, ni nuca. Apreté los dientes, apreté las nalgas, apreté todo lo que se pudiera apretar y seguí sus instrucciones. Desenchufe el router, cuente hasta treinta, luego busqué un clip y oprima el botoncito de rasetear que estará en un agujerito, justo ahí.



Conté mentalmente hasta treinta, apretando todo lo que había que apretar que temí haberme roto todos los huesos del cuerpo. Luego raseteé y conté hasta cinco o diez, o lo que fuera. Mientras contaba maldije a la operadora, para mi coleto, a los números y a todo lo que se moviera, pero sobre todo maldije al destino. A aquellas alturas yo ya estaba convencido de que todo era culpa suya y me estaba buscando las vueltas hasta terminar con mi paciencia, si es que me quedaba alguna. Esperé como me pedía la gentil operadora, ahora ya mucho más amable. En efecto, se había arreglado, ahora todo carburaba como en un Ferrari testarrosa. Lo urgente era llegar hasta el servicio y echar todo lo que hubiera que echar. Pero no, la operadora me daba las gracias, me deseaba un buen día, se deshacía en amabilidades que no venían a cuento, mucho más en mis circunstancias, que ella ignoraba, pero yo no. Por fin, por fin colgó y salí disparado hacia el retrete. Durante toda la odisea me había hecho a la idea de que no saldría indemne de aquella trampa del destino. Asumí que me iría por la pata abajo, que ensuciaría los calzoncillos, los pantalones, hasta los calcetines. No importaba, luego me los quitaría, los arrojaría a la bolsa de la basura, me daría una larga y meticulosa ducha y a dormir, nene, que no sabes cuánto lo necesitas. Por suerte pude llegar al servicio a tiempo. Me senté en el trono y tranquilo observé cómo la diarrea explosiva se despachaba a gusto. Explosiones como cañones en una guerra, obuses que estallan y se desparraman, como gelatina. Me dolía tanto la barriga que sin la menor vergüenza comencé a chillar y a llorar como un niño. Aun así me dio tiempo a preguntarme qué me había hecho tanto daño. No podía ser la cazuelita de merluza y rape, estaba exquisita. ¿Entonces qué? Decidí que la culpa la tenía el miedo y la tensión y sobre todo el odio que rezumaba contra aquel cabrón del destino. No se hundió el suelo, no estalló el retrete, pero casi casi. Al fin regresé al dormitorio y me arrojé sobre la cama como un náufrago sobre un tronco. No duró mucho, otro apretón y vuelta a correr. Cuando al fin regresé a la cama estaba tan agotado que me dormí como un tronco, no de náufrago, como un tronco que ni siente ni padece.