jueves, 20 de julio de 2017

MI PRIMERA NOCHE CON KATHY VI


MI PRIMERA NOCHE CON CATHY/ CONTINUACIÓN




Catwoman, con la toalla enroscada como la piel de una serpiente, se deslizó hacia la mesita de noche y tanteó en la lamparita, luego observó con detenimiento la lámpara del techo que yo había tapado siguiendo instrucciones de Jimmy El Pecas, lo mismo que había anulado también el micrófono que aquel me había señalado. Kathy parecía un tanto paranoica, aunque seguramente tendría muchos más motivos que yo, que apenas había superado las veinticuatro horas en aquel endemoniado lugar, un tiempo tan intenso que bien podría valer por un año, o casi. 

Al fin pareció quedar satisfecha y tomando unos cojines de la silla de las visitas se colocó cómodamente en el extremo de la cama más cercano a la ventana por donde había irrumpido violentamente en mi vida onírica. Yo doblé la almohada y busqué la posición más relajante posible, lo más alejado posible de aquel cuerpo embrujado. No me apercibí de que si Kathy había tenido el detalle de cubrir su desnudez para que no me sintiera tentado a probar de nuevo la manzana del bien y del mal, yo en cambio permanecía en traje de Adán sin caer en la cuenta de que las mujeres no son de piedra y sufren tentaciones lo mismo que nosotros, otra cosa es que caigan en ellas o no, que ahí cada cual es libre de buscar el placer, de rebelarse contra las imposiciones de una sociedad ñoña o de permanecer alejado de lo único que tal vez pudiera hacer aceptable la vida si fuéramos menos estúpidos. Y me doy cuenta de que hablo como un viejo vividor, cuando en realidad soy muy joven y encima no me acuerdo de nada o de casi nada, pero es ley de vida el que todos se atrevan a hablar de aquello que precisamente más desconocen.

-La historia es muy larga, cariñito, por lo que voy a contarte lo esencial, ya rellenaremos los huecos en otras ocasiones, porque tú me vas a deber mucho cuando te cuente esta lacrimógena historia que ha sido mi vida.

Estuve tentando de preguntar como cuánto la debería, por si fuera conveniente pensármelo dos veces, pero me sentía tan intrigado por aquel extraño fenómeno que portaba entre sus piernas que decidí dejarla hablar todo lo que quisiera, sin intervenir, no fuera que se le olvidara algo importante.

-Todo comenzó con mi primera regla, de la que mamá no me había hablado y tampoco lo hizo después. Era una mujer muy hermosa, pero tan beata –pertenecía a los Adventistas del séptimo día- que nunca me habló de nada que pudiera interesarme. Mi papá nos había abandonado años antes, tantos que apenas conservaba recuerdo alguno que mereciera la pena de él. No debió ser tan malo porque me dejó un fideicomiso para ser administrado por mi madre hasta la mayoría de edad. De éste y de los perfumes y productos estéticos que fabricaba mi madre en el garaje y luego vendía por las casas vivíamos y no muy mal. Mi mamá era química, había estudiado en Harvard, pero renunció a una carrera prometedora para cuidar de la familia, conforme a las directrices religiosas que recibía del pastor de la iglesia que visitábamos mucho más de lo que yo podía soportar. Un error que cometen muchas mujeres que creen demasiado en los hombres, en la sociedad y en los pastores adventistas.

“Cuando comencé a sangrar me llevé tal susto que nunca fui capaz de perdonar a mamá el ocultarme los datos esenciales de la biología femenina. Fue una regla torrencial y tan dolorosa que tuve que permanecer un mes en cama, penando que me moría y sin acabar de hacerlo, algo que me hubiera aliviado mucho. Mamá se limitó a traerme cajas y cajas de compresas, de tampones, de toallitas absorbentes y algunos tubos de pastillas para calmar mis intensos dolores. Cuando al fin logré recuperarme me reintegré a los estudios intentando disimular el gran bulto que llevaba entre las piernas, así como los tampones y compresas de mi mochila. Busqué a la compañera con más fama de atrevida y locuela y así pude enterarme de que no me iba a morir de momento, que aquello se llamaba regla, que lo teníamos todas las mujeres al llegar a una determinada edad y que se agotaba en algún momento de nuestras vidas, demasiado tarde, pienso yo. 




“La segunda regla fue igualmente torrencial y dolorosa, hasta el punto de que mi madre se asustó mucho, y tras consultar con el pastor decidió llevarme a su ginecólogo, un viejo gruñón, acostumbrado a no examinar a sus pacientes en la forma habitual y a deducir lo que les pasaba por lo que ellas le contaban entre balbuceos. Cuando mi madre, ruborizada hasta la insolencia, le habló de mi problema, el viejo gruñón se rascó la barba y por primera vez en su carrera profesional tuvo el valor de mandarla a la farmacia más cercana mientras él me examinaba a consciencia y sin miedo a palpar. Con el tiempo descubriría que había heredado la belleza de mamá, superándola con creces y tal vez el encanto de papá, un empresario emprendedor que se las sabía todas y así es difícil resistirse a intentar hacer pasar por tontos a los demás. Todos los hombres que conocería de allí en adelante se hacían pasar por ginecólogos e intentaban palparme y auscultar mis zonas íntimas como si se creyeran capaces de curarme de aquel castigo divino, como no cesaba de pregonar mi mamá.

“Por suerte aquel viejo gruñón era un gran profesional, aunque su pacata clientela no le hubiera permitido demostrarlo hasta entonces, y tras un cuidadoso examen a palpo, los correspondientes análisis y todas las pruebas que fueron necesarias, que fueron muchas, creyó descubrir una malformación genética en mis órganos sexuales, vagina, trompas de Falopio y adyacentes, así como toda una serie de problemas hormonales desconocidos. Le dijo a mi madre que aquello le superaba y le recomendó nuevas pruebas con otros grandes profesionales, amigos suyos. Como mi madre renunciara a ello, bien aconsejada por el pastor, el viejo gruñón solo se comprometió a intentar contener mis reglas hasta un punto aceptable y a disminuir mis dolores y tormentos hasta el extremo de permitirme sufrir solo una semana al mes. Algo que le agradecí de corazón, como quien solo puede comer puré porque su dentadura es una mierda. 

“Así fui creciendo, entre tormento y tormento, hasta que para mi desgracia los chicos comenzaron a fijarse en mis pechos y las chicas, malvadas y envidiosas, no cesaron de susurrarme lo bien que lo pasaban con los chicos en lugares escondidos, y lo que me estaba perdiendo y que no iba a recuperar nunca. Debido a mi desgracia o al castigo divino, como decía el pastor, solo pensaba en esa zona de mi cuerpo para intentar olvidarla, antes de que la maldita regla me la recordara todos los meses. No encontraba nada interesante en ella y había procurado hacer como que esa parte de mi cuerpo, desde el ombligo a las rodillas, fuera invisible. Pero la curiosidad mató al gato y la manzana perdió a Eva, como decía el pastor. 

“No pude resistirme cuando el guaperas de la clase me pidió que le acompañara al cine y de allí a un lugar boscoso y oculto, en su coche, donde me besó hasta atragantarme, lo que me gustó un poco, y luego metió mano abajo, lo que no me gustó nada, por lo que se vio precisado a explicármelo todo, de “pé a pá”, visto que yo parecía una pazguata. Debí de gustarle mucho para que no me dejara allí tirada, en medio del salvaje bosque, como una caperucita despreciada por el lobo. Todo me resultó repugnante, molesto, asqueroso y me faltan adjetivos, hasta que el chico perdió los nervios, se bajó los pantalones, enseñándome lo que los hombres tenían entre las piernas y que yo desconocía hasta ese momento, y sin más ni más me penetró como el bruto que era. No me dio tiempo a reflexionar sobre el órgano sexual masculino ni la suerte que tenían los malditos hombres de no tener regla y de todas sus ventajas, excepto la de tener que portar al exterior un saco con dos bolitas o bolazas y una manguera o manguerita, algo que me pareció en extremo molesto, aunque no tanto como para que pudiera compensarme del sufrimiento de aquella regla demoniaca diseñada por un machista asqueroso a quien hubiera castrado sin pensármelo dos veces. 

“Y fue entonces cuando descubrí que el castigo divino era mucho mayor que el que yo había imaginado, a pesar de mis faltas y pecados, que no eran tantos como pensaba el pastor. Porque al dolor de una penetración tan brutal se añadió un fenómeno extraño que no supe entender y que me dejó tan avergonzada, como sorprendida y horrorizada. Un bultito, que yo no había percibido hasta entonces, comenzó a hincharse conforme aquel bruto entraba y salía y se restregaba contra mis labios. Lo que hasta entonces había sido puro sufrimiento se fue transformando en un placer desconocido y tan agradable que me olvidé de todo, incluso de la posibilidad de quedar embarazada, algo de lo que me habían prevenido mis amables compañeras. No pensé en mi mala suerte y en lo que podía depararme el futuro, me concentré en aquel gustito que iba creciendo al tiempo que lo hacía el bultito, que parecía rezumara alguna sustancia desconocida que estaba volviendo loco a un chico tan amable y simpático y encima el guaperas del cole. Había perdido por completo el control y no dejaba de jadear, de quejarse, de gritar, como si le dolieran los testículos tanto como si se los estuviera aplastando una apisonadora. Cuando lo que luego con el tiempo sabría que era mi clítoris, hubo crecido tanto que el amable chaval se las veía y deseaba para penetrarme, se dejó caer sobre mí y se desmayó, sin más. Yo había alcanzado un estado tan placentero que me quejaba como si sufriera mucho, pero en realidad estaba gozando como nunca pude imaginar que se pudiera gozar. Aquello por lo visto, luego me enteraría, era un orgasmo, pero no solo uno, sino múltiple, o varios entrelazados. Nunca perdonaría a mamá que me hubiera ocultado aquello, tal vez lo de la regla se lo hubiera podido perdonar con el tiempo, pero aquello no.



“No sabía muy bien qué hacer, así que dejé que el chaval se despertara por sí mismo, y mientras yo me relamía un poco, incapaz de asumir que el castigo de mi regla pudiera tener semejante compensación. Cuando lo hizo, al cabo de un rato, me miró con ojos desorbitados por el terror. Intentó sacar lo que había metido, pero conforme pugnaba por evitar el obstáculo, el roce contra mi hinchado clítoris, mi berenjenita mágica, como bien dices tú, lo volvió a excitar tanto que volvió a cabalgar sin el menor control. Con el tiempo sabría que la retención del semen, el líquido seminal, y toda ese apestoso líquido de que os dotó la naturaleza para fecundar, con olor a pescado podrido, es muy doloroso, ni punto de comparación con una regla dolorosa, pero bastante. El pobre chico no debía de ser capaz de explotar e inseminarme y la excitación era tan grande y tan dolorosa que para mi vergüenza y sorpresa, el pobre comenzó a llorar a moco tendido mientras no dejaba de penetrarme como si le fuera en ello la vida, como si estuviera enterrado y fuera la única forma de abrirse camino hacia la superficie. 

“ Me dio tanta pena que yo misma ayudé con mis manos para desbloquear la entrada de la cueva, sin mucho éxito. El chico gritaba, pedía socorro, se movía espasmódicamente, y yo ayudaba en lo posible porque todo el placer se me estaba diluyendo a la vista de las circunstancias. En una de aquellas acometidas su trasero movió la palanca de la caja de cambios y debió también de quitar el seguro de mano, porque el coche comenzó a moverse por una pequeña cuesta y a tomar velocidad hasta que repentinamente chocó con el tronco de un árbol y mi cariñoso amante rompió el parabrisas y salió disparado hacia la oscuridad de la noche. Yo me quedé allí, sentada, meditando sobre la desgracia que había caído sobre mí sin merecerlo, cuando las otras chicas podían disfrutar de lo que yo había descubierto era un orgasmo, tan ricamente, sin tantas dificultades y tropiezos.

“No sé qué fue de aquel pobrecillo, mi primer amante, porque cuando logré calmarme y salir del coche a buscarlo no lo encontré por parte alguna. Tampoco quise llamar a la policía o a emergencias desde la gasolinera a la que llegué caminando tras un buen rato de mover las piernas, porque medaba mucha vergüenza tener que contar lo sucedido. No volví a verle nunca más, porque no volvió a pisar el cole, se decía que la policía había descubierto su coche en el bosque, tras un aparatoso golpe contra un árbol, pero ni rastro del pobre, ni de su cuerpo, ni de su alma. Se le dio por desaparecido y le buscaron, pero nunca fue encontrado. Aquello supuso mi despertar definitivo a la dura y dramática vida, descubrí demasiadas cosas como para no pasarme meses reflexionando sobre ello. Bendije la suerte de que él hubiera desaparecido sin contárselo a nadie. Al cabo de un largo periodo de reflexión reanudé mi actividad sexual con mucha discreción, prudencia, prevención y con juramentos previos de mis amantes de que no se lo contarían a nadie, pero se lo contaron y de esta manera se inició el largo y duro camino que me traería hasta Crazyworld.

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