Nota: Todos los hechos y personajes que aparecen en esta
serie son pura ficción y cualquier parecido con la realidad sería pura
coincidencia. El hecho de que el autor haya contado con una documentación de
primerísima mano no significa nada, puesto que la manipulación narrativa y la
imaginación delirante que acostumbra a usar con liberalidad en todos sus textos
aquí alcanza su punto culminante. Solo una cosilla más: pido a Dios que nunca
caigan en manos de la justicia, ni en este país ni en cualquier otro de la
Tierra, no olviden que es ciega y porta una afilada espada en su mano. Mientras
tanto disfruten con esta serie... si pueden.
VARIACIONES SOBRE UN TEMA OMINOSO (LA JUSTICIA)
I
EL
FUNCIONARIO MACARIO
Fueron cinco duros años de estudio (bueno, en realidad lo
que se dice hincar el codo lo hincaba poco, pero al menos lo intentaba) en una
academia regentada por un amigo, con el que acostumbraba a ir de farra por las
noches, en cuanto cerraba la puerta el último alumno. Tuvo que pasar media
docena de convocatorias en las que fue tirado a la papelera sin consideración
alguna, a pesar de sus numerosos enchufes, todos ellos de alto voltaje.
Desgraciadamente sus exámenes habían sido para cero patatero. Así no podemos
mojarnos, le dijeron sus padrinos por teléfono.
Con el tiempo y la ayuda de un Agente Judicial,
contratado por su amigo, el dueño de la academia, pudo lograr un examen
pasable. Eso permitió a sus enchufes darle corriente suficiente para aprobar. Y
aquí tenemos al nuevo funcionario, el Sr. Macario -así le gusta que lo llamen-
vestido de punta en blanco con un nuevo traje, corbata, sonrisa untuosa y un
look espectacular, como de yupi de Walt Streeet. Resultaba tan irreconocible
que el agente judicial, que le diera clases en la academia, lo saludó como si
se tratara de un nuevo Juez, al verle caminar por los pasillos con esa
desenvoltura que Dios le dio. Se abrazaron aparatosamente y el Agente Judicial
le acompañó hasta el Juzgado número 27, donde el buen Macario tomaría posesión
e iniciaría una carrera que pasaría a la historia del funcionariado de este
país, al que llamaremos República de Tananarivo para evitar equívocos.
Nada más entrar al Juzgado supo a quién convendría
lamerle el culo. Y esto no lo dice el narrador, sino uno de sus compañeros, que
respondería de forma tan políticamente incorrecta a las preguntas de una vieja
amiga de otro Juzgado, tres meses más tarde de este momento histórico. Pero me
estoy adelantando demasiado. Ustedes disculpen. No, no se trata del Juez, un
señor mayor y muy estimado en su profesión, que gusta encerrarse en su despacho
para poner sus sabias sentencia. Le disgusta ser molestado, sobre todo con
nimiedades. No al señor Secretario, un hombrecillo sin carácter que lo delega
todo. Ni que decir tiene que enseguida supo que allí todo el mundo trataba de
pasar lo más desapercibido posible, excepto un oficial, una especie de
patriarca bíblico, mayor, canoso, con bigote facha, cara regordeta y modales de
general en jefe del ejército de tierra.
La historia que estoy contando sucedió hace mucho, mucho
tiempo, cuando la época dictatorial de Tananarivo aún funcionaba, mal, pero
funcionaba. Los modales dictatoriales se le habían pegado como chicle al
trasero del pantalón. Era el gran jefe Bigotito de Tarascón, por el famoso y
literario Tartarín de Tarascón. Macario observó enseguida que en aquella
oficina todo el mundo le hacía caso, sobre todo el Secretario, que le
consultaba hasta para ir a mear. Con el desinterés del juez por todo lo que
sucediera fuera de su despacho Bigotito de Tarascón se hizo amo y señor feudal
con poderes supremos, excepto el derecho de pernada por razones obvias (no
había matrimonios de funcionarias).
Al funcionario Macario le sobraron horas de los dos
primeros días para apercibirse que lamiendo un determinado culo iba a vivir
como un rey y se puso a ello a conciencia y sin escatimar lengua ni halagos.
Pronto obtendría prerrogativas que nadie le discutiría, entre ellas llegar
tarde o ausentarse sin dar explicaciones. Tenía el horario más flexible del
palacio de justicia y eso que los horarios eran bastante flexibles, habida
cuenta que ningún secretario judicial era estricto con los horarios (a la
mayoría les gustaba dormir alguna horilla más de la cuenta) y podía vérsele con
frecuencia en una cafetería cercana intentando lamer culos con más poder e influencia.
Con el tiempo, no mucho, llegó a saludar
a jueces, magistrados y secretarios judiciales con un desparpajo que ni
siquiera tienen los amigos de toda la vida.
A cambio de estas y otras muchas prerrogativas Macario
acompañaba a Bigotito de Tarascón a tomar café a las once en punto todos los
días, le hacía los recados a la mujer de su señor, llamémosla Burguesita de
Pirindengues, y se chivaba si veía al
hijo mayor fumándose un porro. Amén de hacer de correveidile de todos los
jueces y secretarios del palacio de justicia que pronto adquirieron la
costumbre de mandarlo de acá para allá como chico de los recados.
Macario era feliz, porque curraba poco, lamía muchos
culos y sobre todo porque con el tiempo llegó a ser acompañante imprescindible,
en las correrías nocturnas de ciertos cargos que tenían la lujuria más suelta
de lo debido. Con la disculpa de servir a sus señores se hizo un redomado
putero o putañero, aunque ya lo era a escondidas. Trató con chulos y putas
chalaneando aquí y allá descuentos en las tarifas a cambio de hipotéticos
favores judiciales para el futuro que no pensaba cumplir.
El funcionario Macario se convirtió en una institución,
logrando enchufar como interinos en otros Juzgados a primos, sobrinos y demás
parentela. Pero se hace preciso interrumpir esta historia para intercalar
otras, igualmente sabrosas y divertidas, sin perjuicio de que nuestro
funcionario vaya apareciendo aquí y allá como un malévolo duende.
Continuará.
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