CONCIENCIA
DE KROSNAMURTI, UN GURÚ HINDÚ
EL RASTRO DEL MARRANO
NARRADO
POR EL TURISTA ACCIDENTAL
El
rastro del marrano es tan solo uno de los numerosos atractivos que tiene este
país y su capital, Metrópolis, de unos diez millones de habitantes, censados,
porque de los otros hay más, muchos más, en barrios marginales donde algunos
tiquis-miquis no entrarían ni con un tanque. Cuando elegí este destino
turístico lo hice a sabiendas, consciente de que el rastro del marrano sería
una visita obligada de la que no me podría librar ni a tiros.
Los
guías turísticos no admiten disculpas para evitar una visita que a todos los
turistas les resulta en extremo desagradable. No sirve eso de “ Me gustaría ir
al barrio “Venus” y quedarme allí hasta que la tarjeta de crédito fenezca tras
una última boqueada especialmente placentera”. O aceptar ir como un borrego o
te llevan a patadas, no tienes elección. El sello que te ponen en la frente,
una especie de tercer ojo, hará que luego te reciban a cuerpo de rey en
restaurantes y otros sitios turísticos. Caso contrario el maltrato será tan
evidente que algunos turistas han salido por tierra, mar y aire, y de cualquier
manera, sin esperar al día siguiente. Esto es algo que a un experto como yo
nunca le ocurrirá. El turista accidental ha confeccionado guías turísticas
hasta de los rincones más anónimos e infernales del mundo. No podría tener gran
predicamento entre mis lectores si luego éstos se enteran de que he hecho el
ridículo más espantoso, aquí o en la
Luna.
Este
país es un poco raro y Metrópolis la ciudad más extraña que un turista, novato
o no, podrá conocer nunca. Pero antes de hablarles de todo esto permítanme que
les describa su atracción turística más importante.
El
Rastro del Marrano está situado en una empinada cuesta que conduce al barrio de
Saint Louis de la Borderie,
lugar de residencia de la gente más bien de esta ciudad, de todo el país, del
planeta y hasta de la Galaxia,
si existieran extraterrestres. Allí, en su plaza principal, está el gran teatro
de la Ópera, las boutiques más elegantes y las mansiones de los ricos más
ricos. Todos los demás podemos ser gente bien, como es mi caso, pero ellos
viven a años luz de distancia, aunque basta con terminar la cuesta, donde se
sitúa este rastrillo tan atípico, para que el viandante dé el primer paso en
esta deslumbrante barriada.
Al
principio, hace ya muños años, hubo problemas, muchos problemas, cuando los
primeros vendedores de conciencias se instalaron en lo alto de la cuesta. Toda
la gente con un poco de autoestima y dignidad puso el grito en el cielo y de
allí no lo bajó hasta tanto las autoridades fiscales pusieron un impuesto
especial a estos vendedores que estaban haciendo su agosto en unos miserables
tenderetes hechos con cuatro barras metálicas y un toldo. Allí colgaban y eran
batidas por el viento, que sopla muy fuerte y muy a menudo en Metrópolis,
ejemplares de conciencias, pulcras, relimpias, hermosas, dispuestas siempre a
ocupar el sitio de otras ya muy sucias por el uso y molestas por el olor que
acostumbran a desprender, así se empape uno del mejor perfume y se ponga el
smoking o el traje de noche. Ni la ropa interior de seda puede ocultar estas
manchas cutáneas que aparecen en todas las conciencias con el paso del tiempo.
El
grito del cielo fue bajado un escalón, hasta la Torre de Babel, en cuanto
llegaron los resultados del primer año fiscal. Una auténtica locura. Se
llegaban a pagar sumas de vértigo por una conciencia que durara más de un día
sobre la piel de quienes dominaban el mercado internacional con sus empresas
multinacionales y sus inversiones en bolsa.
Los impuestos de estas ventas eran elevadísimos y nadie se escaqueaba
del fisco, porque inspectores ocultos tras sonrientes rostros de turistas
ingenuos y sentimentales, estaban en todas partes y palpaban todas las transacciones.
El I.B.E (Impuesto sobre bienes espirituales) que recaudaba Metrópolis daba
para tanto que incluso después de repartir sumas cuantiosas entre sus
habitantes, subvenir a todo tipo de necesidades públicas e incluso prestar a
otros gobiernos planetarios, aún sobraba dinero para rebajar un poco la deuda
del país.
A
pesar de la presencia constante e imprevisible del Fisco lo cierto es que
algunos contratos escapaban a su supervisión. Esto nunca se admitió en la
propaganda oficial, pero ocurrir ocurría. La picaresca buscó todo tipo de
subterfugios legales para evadir impuestos y alguno de los nuevos millonarios
del Rastro del Marrano, ahora ya con mansiones en los puntos turísticos más
caros y hermosos del planeta, ordenaron a sus empleados que organizaran el
top-manta. Como quien no quiere la cosa comenzó a pulular por allí “gente de
mal vivir”, de razas exóticas, vestimentas paupérrimas y lenguas
irreconocibles. Extendían sus mantas en el suelo y en ellas colocaban
conciencias pirateadas, aunque limpias, y por un precio módico, tres ochavos la
pareja. Los encargados de los tenderetes, que estaban en el ajo, al menos la
mayoría, hicieron el “paripé” de enfadarse, intentar echarles a patadas y
avisar a la policía de vez en cuando. En realidad les estaban utilizando para
ventas sin IBE y contratos no fiscalizados. Allí mandaban a clientes de
“posibles” más bien bajos, porque a los millonarios no les importaba el IBE ni
el IVA (Impuesto sobre el valor añadido del espíritu). Claro que el producto
era de peor calidad. Ésta había ido mejorando con el tiempo hasta lograr que
las mejores conciencias pudieran durar hasta un mes, incluso en manos canallas.
Nadie
se quejó, lo importante era que el Rastro del Marrano siguieran siendo la
atracción turística más importante del mundo, y una vez cambiadas las
conciencias sucias el turismo que había subido en globo (las conciencias
limpias pesaban menos) podía aterrizar con toda tranquilidad en las terrazas de
restaurantes de diversas calidades y precios o morirse y ser incinerado en los
numerosos tanatorios que pululaban a las afueras de Metrópoli. Tanatorios con
aire acondicionado y todas las comodidades posibles, puesto que si a los
difuntos no les importaban, a la esperaba de hallar el paraíso prometido, a los
vivos sí que les importaba y mucho. Allí se podía esperar tan ricamente a que
Caronte llenara sus barcas, hiciera frío o calor, y transportara al otro lado a
los turistas que habían abusado del barrio de Venus, de la comida basura o
comprado conciencias de muy mala calidad, de gran peso y contaminadas de virus
y bacterias.
Todos
contentos, el Rastro del Marrano se convirtió en la principal atracción de la
ciudad. El turismo mundial que se encauzaba hacia un lugar tan diminuto y en
cuesta tenía que ser regulado por las agencias de viajes –intervenidas por el
Gobierno- y por una policía, extremadamente cortés, y muy ducha, que se las
veía y deseaba para que nadie se saltara la cola o evitar peleas y malos modos
entre los turistas.
Si
en un principio fueron los vendedores de conciencias los primeros en instalarse
en una cuesta que los turistas más gordos subían en el exótico tranvía
instalado por el ayuntamiento, con el tiempo aquello se fue llenando de toda
clase de vendedores, de generosidad para adornar las mesas en los grandes
banquetes, de solidaridad para exhibir en los luminosos de los grandes
comercios, de simpatía a raudales para disimular la xenofobia y racismo, mal
visto por la opinión mayoritaria mundial, que era la que se llevaba el gato al
agua.
La
Cuesta
del Marrano –así la llamó el pueblo llano, que siempre tiene razón, por
diversos motivos que no vamos a analizar ahora- pronto estuvo a reventar,
expandiéndose los tenderetes, quioscos y demás logística por calles adyacentes,
por donde pululaban los integrantes del top-manta con su típica vestimenta
descuidada y sus rostros exóticos, con sonrisas invitadoras.
Metrópolis
vivía en un 80% de los ingresos de la
Cuesta del Marrano, y aún me quedo corto. El diez por ciento
restante era asumido por el negocio de hostelería, restauración, transporte,
ocio, etc. Etc. Era evidente que la
desaparición de aquella emblemática cuesta hubiera hecho tambalearse la
economía de la ciudad, del país, y hasta del globo terráqueo. No es de extrañar,
pues, que se cuidara el turismo con exquisita generosidad y que tanto el
alcalde como el presidente del Gobierno hubieran estructurado al menos una
docena de planes de seguridad y otros tantos de emergencia, que iban desde el
plan “A” al plan “L”, sino me equivoco. Tampoco es de extrañar que un turista
que visitara la ciudad y confesara abiertamente no haber pateado el “Rastro del
Marrano” sería fusilado ipso facto o
lapidado o decapitado sin juicio previo.
El
cuerpo de guías turísticos era numeroso y estaba bien estructurado. La mayoría
de ellos pertenecían a las agencias de viajes que ocupaban el 20%
aproximadamente de los inmuebles de la ciudad. Los cuerpos de seguridad eran
varios. El cuerpo de azafatas de seguridad, con uniforme azul y faldita corta,
se ocupaban de los consejos y advertencias a los turistas descuidados –hasta
tres advertencias y luego la expulsión- y era el cuerpo de seguridad más
perseguido por los turistas. Como las turistas protestaran y pusieran el grito
en el cielo ante semejante desigualdad se creó el cuerpo masculino de
“azafatos”, con pantaloncito corto y camiseta de tirantes, en color rojo fuego.
También fue un cuerpo muy perseguido.
El
cuerpo de “agentes secretos” o vigilantes en bermudas se ocupaba del espionaje,
la grabación con cámaras ocultas y un servicio de inteligencia que a veces no
llegaba al mínimo exigible y era detectado hasta por el turista más lerdo.
Los
más temidos eran los G.I.R (Grupos de
Intervención Ràpida) que no se andaban con chiquitas a la hora de solucionar un
problema, cualquiera. Existían también otros cuerpos de seguridad muy poco
conocidos dado que aún no habían intervenido, pero se sabía que estaban ahí, o
al menos los periodistas de investigación habían formulado esta hipótesis.
No
es de extrañar que la aparición de un extraño tipo que ni parecía turista ni
parecía encajar con nada de lo hasta entonces conocido en el Rastro del Marrano
despertara la curiosidad de todo el mundo y específicamente de los cuerpos de
seguridad. Vestía una túnica naranja, muy adecuada para los calores del verano,
la cabeza rapada y la mirada tímida e impasible de un buda perdido entre las
cosas materiales de este mundo.
No
era la primera vez que un grupo de “Hare-krisnas” o algún gurú curioso o
sacerdotes zen o rabinos judíos o clérigos musulmanes o sacerdotes
católicos…visitaban el rastro del Marrano e intentaban poner las cosas en su
sitio. Solían ser expulsados al tercer aviso y en casos excepcionales eran
secuestrados y sacados del país por las fuerzas del G.I.R
Su
físico era extraño, pero no más que muchos turistas en bermudas; su conducta
curiosa pero no tanto que llamara la atención. Lo que nunca había ocurrido allí
antes, fue lo que despertó una enorme curiosidad. Los mendigos forman parte de
cualquier entorno urbanita –resultaría surrealista que invadieran el campo y
pidieran limosna a los animales- aunque era curioso que por el Rastro del
Marrano nunca se viera ejemplar alguno. No es que los cuerpos de seguridad los
expulsaran o fueran mal recibidos por los comerciantes. Sencillamente no se les
veía el pelo, tal vez porque temieran que de pedir limosna algún comerciante
les regalara una conciencia nueva o quizás porque allí había demasiada gente y
muy variopinta para que un mendigo tuviera alguna posibilidad de éxito. Es por
ello que cuando el personaje de la túnica naranja y la cabeza rapada sacó un
cuenco de madera y solicitó una ración de arroz, se armó un formidable
escándalo. Aquel era un mercadillo de conciencias, para comer al restaurante o
a la tasca más cercana. Los comerciantes se quejaron y una “miembra” del cuerpo
de azafatas le invitó a seguirle. Pero él se negó en redondo alegando que había
hecho voto de castidad. La azafata se quedó de una pieza y le dejó en paz.
Los
servicios de inteligencia informaron al alcalde de la novedad. Al parecer se
hacía llamar Conciencia de Krosnamurti y según todos los indicios procedía del
Tibet. Se esperaba que un agente secreto contactara con un tal Milarepa, de
paso por España, y que podría facilitar una amplia biografía del personaje.
Este
no fue el primer tropiezo de Conciencia, al día siguiente se ofreció para hacer
de guía del Rastro del Marrano. Y aquí es donde comienza la leyenda del gran
Conciencia de Krosnamurti. No fue fácil que el sindicato de guías turísticos
acabara aceptando, tras agrios enfrentamientos, aquella intromisión casi
apocalíptica, sin embargo con el tiempo se llegó a una especie de pacto tácito.
Krosna no les molestaría a ellos y a cambio ellos le dejarían hacer de guía
turístico sin licencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario