lunes, 21 de noviembre de 2016

CONCIENCIA DE KROSNAMURTI



CONCIENCIA DE KROSNAMURTI, UN GURÚ HINDÚ

EL RASTRO DEL MARRANO


NARRADO POR EL TURISTA ACCIDENTAL

El rastro del marrano es tan solo uno de los numerosos atractivos que tiene este país y su capital, Metrópolis, de unos diez millones de habitantes, censados, porque de los otros hay más, muchos más, en barrios marginales donde algunos tiquis-miquis no entrarían ni con un tanque. Cuando elegí este destino turístico lo hice a sabiendas, consciente de que el rastro del marrano sería una visita obligada de la que no me podría librar ni a tiros.

Los guías turísticos no admiten disculpas para evitar una visita que a todos los turistas les resulta en extremo desagradable. No sirve eso de “ Me gustaría ir al barrio “Venus” y quedarme allí hasta que la tarjeta de crédito fenezca tras una última boqueada especialmente placentera”. O aceptar ir como un borrego o te llevan a patadas, no tienes elección. El sello que te ponen en la frente, una especie de tercer ojo, hará que luego te reciban a cuerpo de rey en restaurantes y otros sitios turísticos. Caso contrario el maltrato será tan evidente que algunos turistas han salido por tierra, mar y aire, y de cualquier manera, sin esperar al día siguiente. Esto es algo que a un experto como yo nunca le ocurrirá. El turista accidental ha confeccionado guías turísticas hasta de los rincones más anónimos e infernales del mundo. No podría tener gran predicamento entre mis lectores si luego éstos se enteran de que he hecho el ridículo más espantoso, aquí o en la Luna.

Este país es un poco raro y Metrópolis la ciudad más extraña que un turista, novato o no, podrá conocer nunca. Pero antes de hablarles de todo esto permítanme que les describa su atracción turística más importante.

El Rastro del Marrano está situado en una empinada cuesta que conduce al barrio de Saint Louis de la Borderie, lugar de residencia de la gente más bien de esta ciudad, de todo el país, del planeta y hasta de la Galaxia, si existieran extraterrestres. Allí, en su plaza principal, está el gran teatro de la Ópera, las boutiques más elegantes y las mansiones de los ricos más ricos. Todos los demás podemos ser gente bien, como es mi caso, pero ellos viven a años luz de distancia, aunque basta con terminar la cuesta, donde se sitúa este rastrillo tan atípico, para que el viandante dé el primer paso en esta deslumbrante barriada.

Al principio, hace ya muños años, hubo problemas, muchos problemas, cuando los primeros vendedores de conciencias se instalaron en lo alto de la cuesta. Toda la gente con un poco de autoestima y dignidad puso el grito en el cielo y de allí no lo bajó hasta tanto las autoridades fiscales pusieron un impuesto especial a estos vendedores que estaban haciendo su agosto en unos miserables tenderetes hechos con cuatro barras metálicas y un toldo. Allí colgaban y eran batidas por el viento, que sopla muy fuerte y muy a menudo en Metrópolis, ejemplares de conciencias, pulcras, relimpias, hermosas, dispuestas siempre a ocupar el sitio de otras ya muy sucias por el uso y molestas por el olor que acostumbran a desprender, así se empape uno del mejor perfume y se ponga el smoking o el traje de noche. Ni la ropa interior de seda puede ocultar estas manchas cutáneas que aparecen en todas las conciencias con el paso del tiempo.

El grito del cielo fue bajado un escalón, hasta la Torre de Babel, en cuanto llegaron los resultados del primer año fiscal. Una auténtica locura. Se llegaban a pagar sumas de vértigo por una conciencia que durara más de un día sobre la piel de quienes dominaban el mercado internacional con sus empresas multinacionales y sus inversiones en bolsa.  Los impuestos de estas ventas eran elevadísimos y nadie se escaqueaba del fisco, porque inspectores ocultos tras sonrientes rostros de turistas ingenuos y sentimentales, estaban en todas partes y palpaban todas las transacciones. El I.B.E (Impuesto sobre bienes espirituales) que recaudaba Metrópolis daba para tanto que incluso después de repartir sumas cuantiosas entre sus habitantes, subvenir a todo tipo de necesidades públicas e incluso prestar a otros gobiernos planetarios, aún sobraba dinero para rebajar un poco la deuda del país.

A pesar de la presencia constante e imprevisible del Fisco lo cierto es que algunos contratos escapaban a su supervisión. Esto nunca se admitió en la propaganda oficial, pero ocurrir ocurría. La picaresca buscó todo tipo de subterfugios legales para evadir impuestos y alguno de los nuevos millonarios del Rastro del Marrano, ahora ya con mansiones en los puntos turísticos más caros y hermosos del planeta, ordenaron a sus empleados que organizaran el top-manta. Como quien no quiere la cosa comenzó a pulular por allí “gente de mal vivir”, de razas exóticas, vestimentas paupérrimas y lenguas irreconocibles. Extendían sus mantas en el suelo y en ellas colocaban conciencias pirateadas, aunque limpias, y por un precio módico, tres ochavos la pareja. Los encargados de los tenderetes, que estaban en el ajo, al menos la mayoría, hicieron el “paripé” de enfadarse, intentar echarles a patadas y avisar a la policía de vez en cuando. En realidad les estaban utilizando para ventas sin IBE y contratos no fiscalizados. Allí mandaban a clientes de “posibles” más bien bajos, porque a los millonarios no les importaba el IBE ni el IVA (Impuesto sobre el valor añadido del espíritu). Claro que el producto era de peor calidad. Ésta había ido mejorando con el tiempo hasta lograr que las mejores conciencias pudieran durar hasta un mes, incluso en manos canallas.

Nadie se quejó, lo importante era que el Rastro del Marrano siguieran siendo la atracción turística más importante del mundo, y una vez cambiadas las conciencias sucias el turismo que había subido en globo (las conciencias limpias pesaban menos) podía aterrizar con toda tranquilidad en las terrazas de restaurantes de diversas calidades y precios o morirse y ser incinerado en los numerosos tanatorios que pululaban a las afueras de Metrópoli. Tanatorios con aire acondicionado y todas las comodidades posibles, puesto que si a los difuntos no les importaban, a la esperaba de hallar el paraíso prometido, a los vivos sí que les importaba y mucho. Allí se podía esperar tan ricamente a que Caronte llenara sus barcas, hiciera frío o calor, y transportara al otro lado a los turistas que habían abusado del barrio de Venus, de la comida basura o comprado conciencias de muy mala calidad, de gran peso y contaminadas de virus y bacterias.

Todos contentos, el Rastro del Marrano se convirtió en la principal atracción de la ciudad. El turismo mundial que se encauzaba hacia un lugar tan diminuto y en cuesta tenía que ser regulado por las agencias de viajes –intervenidas por el Gobierno- y por una policía, extremadamente cortés, y muy ducha, que se las veía y deseaba para que nadie se saltara la cola o evitar peleas y malos modos entre los turistas.

Si en un principio fueron los vendedores de conciencias los primeros en instalarse en una cuesta que los turistas más gordos subían en el exótico tranvía instalado por el ayuntamiento, con el tiempo aquello se fue llenando de toda clase de vendedores, de generosidad para adornar las mesas en los grandes banquetes, de solidaridad para exhibir en los luminosos de los grandes comercios, de simpatía a raudales para disimular la xenofobia y racismo, mal visto por la opinión mayoritaria mundial, que era la que se llevaba el gato al agua.

La Cuesta del Marrano –así la llamó el pueblo llano, que siempre tiene razón, por diversos motivos que no vamos a analizar ahora- pronto estuvo a reventar, expandiéndose los tenderetes, quioscos y demás logística por calles adyacentes, por donde pululaban los integrantes del top-manta con su típica vestimenta descuidada y sus rostros exóticos, con sonrisas invitadoras.

Metrópolis vivía en un 80% de los ingresos de la Cuesta del Marrano, y aún me quedo corto. El diez por ciento restante era asumido por el negocio de hostelería, restauración, transporte, ocio, etc. Etc.  Era evidente que la desaparición de aquella emblemática cuesta hubiera hecho tambalearse la economía de la ciudad, del país, y hasta del globo terráqueo. No es de extrañar, pues, que se cuidara el turismo con exquisita generosidad y que tanto el alcalde como el presidente del Gobierno hubieran estructurado al menos una docena de planes de seguridad y otros tantos de emergencia, que iban desde el plan “A” al plan “L”, sino me equivoco. Tampoco es de extrañar que un turista que visitara la ciudad y confesara abiertamente no haber pateado el “Rastro del Marrano”  sería fusilado ipso facto o lapidado o decapitado sin juicio previo.

El cuerpo de guías turísticos era numeroso y estaba bien estructurado. La mayoría de ellos pertenecían a las agencias de viajes que ocupaban el 20% aproximadamente de los inmuebles de la ciudad. Los cuerpos de seguridad eran varios. El cuerpo de azafatas de seguridad, con uniforme azul y faldita corta, se ocupaban de los consejos y advertencias a los turistas descuidados –hasta tres advertencias y luego la expulsión- y era el cuerpo de seguridad más perseguido por los turistas. Como las turistas protestaran y pusieran el grito en el cielo ante semejante desigualdad se creó el cuerpo masculino de “azafatos”, con pantaloncito corto y camiseta de tirantes, en color rojo fuego. También fue un cuerpo muy perseguido.

El cuerpo de “agentes secretos” o vigilantes en bermudas se ocupaba del espionaje, la grabación con cámaras ocultas y un servicio de inteligencia que a veces no llegaba al mínimo exigible y era detectado hasta por el turista más lerdo.

Los más temidos eran los  G.I.R (Grupos de Intervención Ràpida) que no se andaban con chiquitas a la hora de solucionar un problema, cualquiera. Existían también otros cuerpos de seguridad muy poco conocidos dado que aún no habían intervenido, pero se sabía que estaban ahí, o al menos los periodistas de investigación habían formulado esta hipótesis.

No es de extrañar que la aparición de un extraño tipo que ni parecía turista ni parecía encajar con nada de lo hasta entonces conocido en el Rastro del Marrano despertara la curiosidad de todo el mundo y específicamente de los cuerpos de seguridad. Vestía una túnica naranja, muy adecuada para los calores del verano, la cabeza rapada y la mirada tímida e impasible de un buda perdido entre las cosas materiales de este mundo.

No era la primera vez que un grupo de “Hare-krisnas” o algún gurú curioso o sacerdotes zen o rabinos judíos o clérigos musulmanes o sacerdotes católicos…visitaban el rastro del Marrano e intentaban poner las cosas en su sitio. Solían ser expulsados al tercer aviso y en casos excepcionales eran secuestrados y sacados del país por las fuerzas del G.I.R

Su físico era extraño, pero no más que muchos turistas en bermudas; su conducta curiosa pero no tanto que llamara la atención. Lo que nunca había ocurrido allí antes, fue lo que despertó una enorme curiosidad. Los mendigos forman parte de cualquier entorno urbanita –resultaría surrealista que invadieran el campo y pidieran limosna a los animales- aunque era curioso que por el Rastro del Marrano nunca se viera ejemplar alguno. No es que los cuerpos de seguridad los expulsaran o fueran mal recibidos por los comerciantes. Sencillamente no se les veía el pelo, tal vez porque temieran que de pedir limosna algún comerciante les regalara una conciencia nueva o quizás porque allí había demasiada gente y muy variopinta para que un mendigo tuviera alguna posibilidad de éxito. Es por ello que cuando el personaje de la túnica naranja y la cabeza rapada sacó un cuenco de madera y solicitó una ración de arroz, se armó un formidable escándalo. Aquel era un mercadillo de conciencias, para comer al restaurante o a la tasca más cercana. Los comerciantes se quejaron y una “miembra” del cuerpo de azafatas le invitó a seguirle. Pero él se negó en redondo alegando que había hecho voto de castidad. La azafata se quedó de una pieza y le dejó en paz.

Los servicios de inteligencia informaron al alcalde de la novedad. Al parecer se hacía llamar Conciencia de Krosnamurti y según todos los indicios procedía del Tibet. Se esperaba que un agente secreto contactara con un tal Milarepa, de paso por España, y que podría facilitar una amplia biografía del personaje.

Este no fue el primer tropiezo de Conciencia, al día siguiente se ofreció para hacer de guía del Rastro del Marrano. Y aquí es donde comienza la leyenda del gran Conciencia de Krosnamurti. No fue fácil que el sindicato de guías turísticos acabara aceptando, tras agrios enfrentamientos, aquella intromisión casi apocalíptica, sin embargo con el tiempo se llegó a una especie de pacto tácito. Krosna no les molestaría a ellos y a cambio ellos le dejarían hacer de guía turístico sin licencia.






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