EL PADRE CAÑIBANO II
En realidad la
misa que decía el padre Cañibano no era de San Pio X, sino de Sixto V, me lo
dijo él mismo a las cinco de la mañana del día siguiente. El concilio Vaticano
II estaba pervirtiendo la religión y las buenas costumbres. El no aceptaba, por
mucho que intentara imponérselo el papa Juan XXIII, que la misa tuviera que
decirse en castellano. El latín había sido la lengua del catolicismo desde
hacía siglos y no veía motivo razonable alguno para cambiarla a estas alturas.
Por otra parte el decir la misa cara al público restaba intimidad y
concentración al sacerdote, que se veía obligado a ver la cara de sus
feligreses durante toda la ceremonia con lo que más parecía la representación
de una obra de teatro que un rito sagrado. Para más inri se permitía la
asistencia a misa con vestimentas indecentes. Eso de los brazos descubiertos
era muy provocativo y no digamos las falditas que permitían ver las rodillas de
las señoras. Una provocación en la que él no iba a caer.
Sinceramente debo
decir que no me enteré de casi nada. Entre que el padre Cañibano farfullaba en
latín, cara al altar, y el sueño que arrastraba, bastante tenía con intentar no
dormirme y lograr sostener la cabeza, que se me iba hacia el suelo cada dos por
tres. Al terminar la ceremonia ni siquiera me sentía de humor para echarme al
coleto la vinajera. En cuanto el padre abandonó la capillita me senté en un
banco, apoyé la cabeza en un reclinatorio y me quedé dormido como un bendito.
Antes de comer
visité a mis clientes canoros. Saqué la bandejita llena de cagarrutas y
tapándome la nariz con un pañuelo la rasqué con una vieja navaja que el padre
Cañibano utilizaba como cepillo rascador. Puse alpiste en los comederos
situados a la derecha de la jaulita y llené de agua, que cogí de un grifo de
latón, los bebederos situados a la izquierda. Maldije en voz alta de mi ingrata
labor y todos los canarios se pusieron a cantar a voz en grito. No eran tontos
aquellos bichos, no, me habían entendido perfectamente.
Después de
almorzar bajé hasta el buzón a recoger la correspondencia. Fue la primera vez
que conté los escalones, y no sería la última. Setenta y dos escalones
exactamente, ni uno más ni uno menos. En el buzón había prensa para todos los
gustos y tendencias. Periódicos franquistas hasta la médula, diarios de la
oposición moderada, con tiento, y algunos que muy bien podrían haber sido
escritos por el mismísimo monseñor Lefebre. Las revistas poseían aún un
espectro más amplio. Revista Eclesia, Guerrilleros de Cristo Rey, Cuadernos del
Concilio Vaticano II, La Iglesia moderna, etc. Eché un vistazo a los titulares
del ABC, me detuve ojeando Tiempo y descubrí asombrado una revista de humor, El
perro perdiguero. Eran historias surrealistas, pero yo aún entonces no había
descubierto a Buñuel, ni a Dalí, ni sabía qué era eso del surrealismo. Me sentí
eufórico. Iba a estar al día de todas las tendencias eclesiales y
extraeclesiales, o sea, seculares.
Subí los setenta
y dos escalones a la pata coja, para cerciorarme de mi estupendo estado de
forma. Eso me hizo llegar tarde al café
de los curas. El padre Cañibano se había tenido que servir él mismo el café. Me
echó una mirada de los pies a la cabeza que heló la sangre en mis venas. Cuando
los otros no miraban se me acercó por la espalda, me dio un pescozón en las
costillas y me susurró a la oreja que o cumplía el horario o me iba a enterar.
Serví los cafés, las copas y los puros, pusé diarios y revistas en las manos de
los solicitantes y me escurrí como una lagartija. Las instrucciones decían que
les dejara en paz, disfrutando de la sobremesa y que al cabo de una hora pasara
a recogerlo todo. Eso hice. Las copas de cognac tenían una uña de precioso
líquido ambarino. Una concretamente la habían dejado a la mitad. Me la eché al
coleto y tosí como si me fuera a morir mañana. El licor raspaba la garganta de
lo lindo. Cuando me recuperé, todo colorado, choqué dos copas. A la salud de
Sixto V, que Dios lo tenga en su gloria.
Me senté en un
butacón. Se me ocurrió darle una caladita a un purito humeante sobre el
cenicero y eso fue mi perdición. Creí morirme y esta vez de verdad. Abrí el
balcón y aspiré aire como para resucitar una docena de asmáticos. Luego decidí
dejarme de tonterías, recogí las tazas y las copas, los ceniceros, coloqué todo
en la bandeja y antes de marcharme me puse a leer la prensa como si tal cosa.
Al cabo de un rato oí unos pasos y una tosecita más bien falsa. Entró el padre
Cañibano justo cuando yo echaba mano de la bandeja. Con ella en brazos, como si
llevara cristalería de Bohemia, me dispuse a pasar ante sus narices. Me obligó
a dejar la bandeja en la mesita de cristal y me echó un rapapolvo de padre y
muy señor mio. Si yo no apreciaba las bicocas que tan gentilmente me dispensaba
puede que encontrara otro que hasta le besara la mano. Me puse aún más colorado
y farfullé disculpas cara al suelo. Bueno, bueno, todos cometemos errores y más
el primer día. Me dio una palmadita en la mejilla que más parecía un bofetón,
se sentó en un butacón con la revista Guerrilleros de Cristo Rey y me dijo que
ya podía irme con viento fresco.
Eso hice, con
viento fresco y con un viento menos fresco a punto de escapar entre dos piedras
feroces. Porque eso eran mis nalgas, dos pedruscos muy apretados para no dejar salir
una ventosidad que podría haberme precipitado al infierno de cabeza. Entre los
nervios, la comida rápida que tuve que hacer para llegar a tiempo al café de
los curas y la copita y el puro, el vientre se me estaba descomponiendo a
marchas forzadas. Me alejé a pasitos cortos, muy cortos, y cuando llegué al
final del pasillo dejé salir el aire fétido que me estaba envenenando. Sonó
como un cañonazo en la soledad del claustro, alto y con el suelo de madera.
Entre las rendijas de los listones debió escaparse el viento porque el padre
Cañibano no salió a la puerta para ver qué pasaba, como me había temido. Allí
estaba yo, un arrapiezo tembloroso, esperando el apocalipsis. Las copas y las
tazas tintineaban con una alegría que el culpable estaba lejos de sentir.
Abrí la puerta
con los dientes y bajé las escaleras hasta la cocina como alma que fuera a
llevar el diablo. Allí lo dejé todo empantanado y me precipité al servicio más
cercano.
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