lunes, 21 de noviembre de 2016

JUANITO SOLOTOV, UN NIÑO FEROZ




JUANITO SOLOTOV, UN NIÑO FEROZ



NARRADO POR SARITA BLANCO, PSICÓLOGA INFANTIL Y PEDIATRA A QUIENES RECURRIERON LOS PADRES DE JUANITO COMO ÚLTIMO RECURSO ANTES DE TIRAR LA TOALLA Y DEJAR QUE SU HIJO SE SALIERA SIEMPRE CON LA SUYA SIN PONER EL MENOR OBSTÁCULO

BREVE INTRODUCCIÓN

Desde muy niña me encapriché con las mascotas. Como mi madre se negaba a tener en casa un gatito o un perrito o un pajarito o cualquier animal que pudiera ensuciar la casa o arañar los sofás y como mi padre, un calzonazos, no era capaz de oponerse a este acto dictatorial de mi mamá, me tuve que conformar con ositos de peluche, perritos, vaquitas y toda clase de animales de peluche que me regalaba mi hermano, mi papá y hasta mi mamá, que con tal de tener la casa limpia no se oponía a invertir parte de los ahorros familiares en lo que ella consideraba mis “caprichines”. En realidad no quería demasiado a mis mascotas y especialmente a un cerdito rosado,  de mirada bizca, que era mi preferido. Me lo escondía en cualquier parte, lo torturaba en el tambor de la lavadora, dándole vueltas y más vueltas, amenazaba con arrojarlo a la basura o hacerle toda clase de “picias”.

Mi amor por las mascotas era infinito y mi papá lo compartía, anunciándome en broma que con el tiempo yo llegaría a ser la mamá universal que todo hacía presagiar.

Es curioso porque no me gustaban los niños, me estorbaban, me parecían caprichosos, mal criados y unos auténticos “Hitleritos” sin bigote, a no ser que se lo pintaran con carbón. A pesar de ello mi papá insistía, “erre que erre” en que su hija, cuando fuera mayor, sería una mamá universal como aparecía en el budismo, del que él era tan acérrimo que hasta intentó convertirme a mí.

Mi papá, que tuvo mucho papel en mi vida de niña y adolescente, sobre todo porque no dejaba de perseguirme para que me convirtiera al budismo, para que leyera más, escuchara música clásica o lo que fuera, consiguió que al menos comenzara a leer novelas policiacas o novela negra, como él decía. Curiosamente comenzaron a gustarme estas historias. Luego descubrí en la televisión algunas series criminales que me gustaron mucho. Todo ello con el resultado de que cuando me planteé estudiar psicología quise especializarme en criminología, a pesar de que mi papá insistía, machacón, en que me especializara en psicología infantil, porque así se cumpliría su profecía de que yo sería la madre universal que él predijo desde que yo era muy niña y no levantaba un palmo del suelo.

Me las prometía muy felices dándole a mi papá en la nariz, estudiando criminología y olvidándome para siempre de los niños, “esos feroces pequeñitos”, cuando una serie de circunstancias, que sería muy prolijo narrar aquí, me obligaron a reciclarme y especializarme en psicología infantil y estudiar medicina y hacerme pediatra y dedicar mi vida a los niños.

Al principio lo llevaba muy mal, lo confieso. Sin embargo todo cambió cuando una tarde, que muchos consideraron a “posteriori” como aciaga, un niño enfadado y con un lorito en su hombro entró en mi consulta, acompañado de sus resignados padres. El niño se llamaba Juanito Solotov  (el apellido le venía por parte de padre, ruso de nacimiento y nacionalizado español tras casarse con una española, que luego llegaría a ser su desgraciada madre) y tanto sus papás, como en el “cole”, como allí donde se moviera era conocido, como Juanito Solotov, un niño feroz.

Me dije que no sería para tanto y me propuse llevar el caso como uno más, uno de esos casos rutinarios que tanto comenzaban a abundar en mi consulta, de niños rebeldes, casi delincuentes, a los que sus padres, tras años de consentirles todo, no podían controlar. Tampoco sus profesores porque los niños, según la legislación moderna y democrática, no podían ser castigados nunca. La sociedad no sabía qué hacer con ellos, porque eran menores y por lo tanto estaban protegidos hasta la mayoría de edad penal, hicieran lo que hicieran, así mataran a un perrito o un gatito o se “cargaran” a un montón de adultos a cuchillo.
Aún estoy pasmada de lo que ocurrió a continuación y durante los siguientes meses y hasta años, que duró el tratamiento y la terapia. El que no lograra nada de Juanito no me sorprendió, porque lo esperaba, el que sus padres acabaran descargando en mí toda su responsabilidad, tampoco, lo hacían todos los padres en cuanto encontraban la menor ocasión. Lo sorprendente, lo realmente insólito e inaudito fue que yo comenzara a amar a los niños en la persona de Juanito. Teniendo en cuenta que era un niño feroz y que a mí no me gustaban los niños antes de conocerlo, lo ocurrido puede calificarse de “milagroso”.

Pero la historia debe comenzar por sus pasos contados y el primero ocurrió aquella tarde en la que se abrió la puerta de mi consulta, sin haber antes escuchado el golpecito en la puerta de cortesía. No llevaba mucho tiempo ejerciendo como psicóloga y mis posibilidades económicas no eran muchas, razón por la que el despacho era pequeñito y en el pequeño cuadrilátero de la entrada no había una recepcionista o enfermera diplomada que filtrara la morralla que acudía a mi consulta. Mi mamá me había dicho que ahorraría lo suficiente, aunque tuviera que ponerse a pan y agua, para que me pudiera comprar unas sillas y un sofá “decentes” y pudiera pagar a una chica, no muy cara, que me sirviera de recepcionista hasta que mi situación económica mejorara. Por contra mi papá insistía en que yo me las arreglara sola, que ya era mayorcita, y que mi mamá, su esposa, quería seguir malcriándome hasta que fuera una abuelita.

Pero comencemos en el lugar y fecha arriba señalados.



              PRIMERA PARTE
         DE CÓMO SE ABRIÓ LA PUERTA Y ENTRÓ…

Aquella tarde no tenía citado a nadie y tampoco esperaba pacientes nuevos. Me entretenía leyendo un libro de criminología. A pesar de que las circunstancias me habían empujado hacia donde yo no quería, no había perdido la esperanza de que algún día, no muy lejano, pudiera ir a Quántico, sede del FBI en Virginia, y dedicarme a los perfiles, que es lo mío.
Escuché ruidos en la entrada y me disponía a levantarme y ver quién había entrado cuando la puerta se abrió de golpe, como si la hubiera empujado un elefante, golpeó en el tope de goma, que mi mamá había puesto para “evitar que la puerta diera contra la pared y se produjeran desconchones”, y rebotó hasta dar en la nariz a un pequeño que no se apartó a tiempo.

El “pequeño” o “enano feroz” no era otro que Juanito Solotov. Quien dejó escapar una palabrota que me puso colorada, y eso que a mí me ponen muy pocas cosas colorada, desde que decidiera, hace ya años, dedicarme a la criminología.

El niño llevaba un extraño pájaro en su hombro, que luego comprobaría era un lorito, solo que pintado de un color “caca” que no le pegaba nada al pobre animal. Lo había pintado así aquel mequetrefe en cuanto se enteró de que sus padres lo traerían a una terapeuta de “prestigio”. Esto último lo añado yo, para ironizar un poco y quitarme de encima el estrés emocional que me produce rememorar semejante acontecimiento.

El lorito era tan feroz como su dueño, o más. No solo repitió la palabrota escuchada a su “tutor”, sino que soltó una retahila de vocablos que pusieron encarnadas a las paredes de mi reducido despachito. Por suerte tras estos “feroces animales” entraron dos adultos.

La mamá, una mujer pálida, triste, sin pintar, vestida casi como una Maruja, se arrojó a mis brazos y me pidió perdón hasta embadurnar mi rostro de babas. ¡Qué asco!  En cambio el padre permanecía muy quieto, sin mover un músculo, apoyado en el dintel de la puerta. Su discreción era tal que solo al acercarme a la puerta, para cerrarla, advertí su presencia. Le invité a entrar, encajé el lienzo de madera en su sitio y fue entonces cuando me fijé en él.

Me pareció ruso desde el primer vistazo y no sabría decir por qué. Me gustaría pensar que mi olfato psicológico es infalible. Por desgracia no es así. Su aspecto físico me llevó a pensar en alguien de raza eslava y su aparente frialdad en los gestos en un ruso. Cuando habló para presentarse no tuve la seguridad de su nacionalidad hasta que lo mencionó, como de pasada, en un español casi sin acento. El ruso es un idioma bastante peculiar y fácil de identificar, sino fuera porque el ucraniano es parecido y tal vez el letón y …

Aún no me había sentado tras mi mesa de despacho. Estaba colocando un cuadro –en realidad una lámina del test de Rorschach- a la que había enmarcado, con la intención de tranquilizarme un poco, cuando mi nuca se erizó y pude darme la vuelta a tiempo. Juanito se había acercado sigilosamente y estaba a punto de levantarme la falda para verme las bragas. Soy muy discreta en el vestir y llevaba una falda por debajo de las rodillas, así que nada en mi vestimenta podía haberle provocado. Atrapé su mano en el aire y le hice una llave de defensa personal que había aprendido en un gimnasio al que acudía dos veces por semana. Se la retorcí y Juanito acabó de rodillas. Le dije que no le soltaría hasta que me pidiera perdón y así lo hizo cuando comprendió que era la única manera de salir de la tenaza.

-“Pedón”, señorita, “pedón”.

En un primer momento creí que vocalizaba mal, pero luego cuando su lorito, al que como supe después llamaba John Silver El Largo, desató su verborrea, estuve segura, sin el menor género de dudas, de que era una contraseña con el maldito animal. Aquel temible lorito comenzó a llamarme “pendón”, “putón verbenero” y toda clase de improperios. Como ya le había soltado la muñeca a Juanito decidí dejar las cosas donde estaban, aunque su padre no pensó lo mismo. Con sigilosa rapidez se acercó a Juanito por la espalda, le dio un buen coscorrón, le agarró del pelo y le obligó a arrodillarse ante mí.

-O le pides perdón o te arranco el pelo, maldito chaval.

Continuará.

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